Reconciliatio et Paenitentia de Juan Pablo II
al Episcopado
al Clero
a los fieles sobre la reconciliación
y la penitencia en la misión de la Iglesia Hoy
Proemio
ORIGEN Y SIGNIFICADO DEL
DOCUMENTO
1. Hablar de RECONCILIACIÓN
y PENITENCIA es, para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, una invitación
a volver a encontrar -traducidas al propio lenguaje- las mismas palabras
con las que Nuestro Salvador y Maestro Jesucristo quiso inaugurar su predicación:
"Convertíos y creed en el Evangelio"(1) esto es, acoged
la Buena Nueva del amor, de la adopción como hijos de Dios y, en
consecuencia, de la fraternidad.
¿Por qué la Iglesia
propone de nuevo este tema, y esta invitación?
El ansia por concer y comprender
mejor al hombre de hoy y al mundo contemporáneo, por descifrar su
enigma y por desvelar su misterio; el deseo de poder discernir los fermentos
de bien o de mal que se agitan ya desde hace bastante tiempo; todo esto,
lleva a muchos a dirigir a este hombre y a este mundo una mirada interrogante.
Es la mirada del historiador y del sociólogo, del filósofo
y del teólogo, del psicólogo y del humanista, del poeta y
del místico; es sobre todo la mirada preocupada -y a pesar de todo
cargada de esperanza- del pastor.
Dicha mirada se refleja de una
manera ejemplar en cada página de la importante Constitución
Pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et spes sobre la Iglesia en el
mundo contemporáneo y, de modo particular, en su amplia y penetrante
introducción. Se refleja igualmente en algunos Documentos emanados
de la sabiduría y de la caridad pastoral de mis venerados Predecesores,
cuyos luminosos pontificados estuvieron marcados por el acontecimiento histórico
y profético de tal Concilio Ecuménico.
Al igual que las otras miradas,
también la del pastor vislumbra, por desgracia, entre otras características
del mundo y de la humanidad de nuestro tiempo, la existencia de numerosas,
profundas y dolorosas divisiones.
Un mundo en pedazos
2. Estas divisiones se manifiestan
en las relaciones entre las personas y los grupos, pero también a
nivel de colectividades más amplias: Naciones contra Naciones y bloques
de Países enfrentados en una afanosa búsqueda de hegemonía.
En la raíz de las rupturas no es difícil individuar conflictos
que en lugar de resolverse a través del diálogo, se agudizan
en la confrontación y el contraste.
Indagando sobre los elementos
generadores de división, observadores atentos detectan los más
variados: desde la creciente desigualdad entre grupos, clases sociales y
Países, a los antagonismos ideológicos todavía no apagados;
desde la contraposición de intereses económicos, a las polarizaciones
políticas; desde las divergencias tribales a las discriminaciones
por motivos socio religiosos.
Por lo demás, algunas
realidades que están ante los ojos de todos, vienen a ser como el
rostro lamentable de la división de la que son fruto, a la vez que
ponen de manifiesto su gravedad con irrefutable concreción. Entre
tantos otros dolorosos fenómenos sociales de nuestro tiempo podemos
traer a la memoria:
· la conculcación
de los derechos fundamentales de la persona humana; en primer lugar el derecho
a la vida y a una calidad de vida digna; esto es tanto más escandaloso
en cuanto coexiste con una retórica hasta ahora desconocida sobre
los mismos derechos;
· las asechanzas y presiones
contra la libertad de los individuos y las colectividades, sin excluir la
tantas veces ofendida y amenazada libertad de abrazar, profesar y practicar
la propia fe;
· las varias formas de
discriminación: racial, cultural, religiosa, etc.;
· la violencia y el terrorismo;
· el uso de la tortura
y de formas injustas e ilegítimas de represión; - la acumulación
de armas convencionales o atómicas; la carrera de armamentos, que
implica gastos bélicos que podrían servir para aliviar la
pobreza inmerecida de pueblos social y económicamente deprimidos;
· la distribución
inicua de las riquezas del mundo y de los bienes de la civilización
que llega a su punto culminante en un tipo de organización social
en la que la distancia en las condiciones humanas entre ricos y pobres aumenta
cada vez más.(2) La potencia arrolladora de esta división
hace del mundo en que vivimos un mundo desgarrado(3) hasta en sus mismos
cimientos.
Por otra parte, puesto que la
Iglesia -aun sin identificarse con el mundo ni ser del mundo- está
inserta en el mundo y se encuentra en diálogo con él,(4) no
ha de causar extrañeza si se detectan en el mismo conjunto eclesial
repercusiones y signos de esa división que afecta a la sociedad humana.
Además de las escisiones ya existentes entre las Comunidades cristianas
que la afligen desde hace siglos, en algunos lugares la Iglesia de nuestro
tiempo experimenta en su propio seno divisiones entre sus mismos componentes,
causadas por la diversidad de puntos de vista y de opciones en campo doctrinal
y pastoral.(5) También estas divisiones pueden a veces parecer incurables.
Sin embargo, por muy impresionantes
que a primera vista puedan aparecer tales laceraciones, sólo observando
en profundidad se logra individuar su raíz: ésta se halla
en una herida en lo más íntimo del hombre. Nosotros, a la
luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado original que
cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de sus progenitores,
hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia libertad.
Nostalgia de reconciliación
3. Sin embargo, la misma mirada
inquisitiva, si es suficientemente aguda, capta en lo más vivo de
la división un inconfundible deseo, por parte de los hombres de buena
voluntad y de los verdaderos cristianos, de recomponer las fracturas, de
cicatrizar las heridas, de instaurar a todos los niveles una unidad esencial.
Tal deseo comporta en muchos una verdadera nostalgia de reconciliación,
aun cuando no usen esta palabra.
Para algunos se trata casi de
una utopía que podría convertirse en la palanca ideal para
un verdadero cambio de la sociedad; para otros, por el contrario, es objeto
de una ardua conquista y, por tanto, la meta a conseguir a través
de un serio esfuerzo de reflexión y de acción. En cualquier
caso, la aspiración a una reconciliación sincera y durable
es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como
reflejo de una incoercible voluntad de paz; y -por paradójico que
pueda parecer- lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos
de división.
Mas la reconciliación
no puede ser menos profunda de cuanto es la división. La nostalgia
de la reconciliación y la reconciliación misma serán
plenas y eficaces en la medida en que lleguen -para así sanarla-
a aquella laceración primigenia que es la raíz de todas las
otras, la cual consiste en el pecado.
La mirada del Sínodo
4. Por lo tanto, toda institución
u organización dedicada a servir al hombre e interesada en salvarlo
en sus dimensiones fundamentales, debe dirigir una mirada penetrante a la
reconciliación, para así profundizar su significado y alcance
pleno, sacando las consecuencias necesarias en orden a la acción.
A esta mirada no podía
renunciar la Iglesia de Jesucristo. Con dedicación de Madre e inteligencia
de Maestra, ella se aplica solícita y atentamente, a recoger de la
sociedad, junto con los signos de la división, también aquellos
no menos elocuentes y significativos de la búsqueda de una reconciliación.
Ella, en efecto, sabe que le
ha sido dada, de modo especial, la posibilidad y le ha sido asignada la
misión de hacer conocer el verdadero sentido -profundamente religioso-
y las dimensiones integrales de la reconciliación, contribuyendo
así, aunque sólo fuera con esto, a aclarar los términos
esenciales de la cuestión de la unidad y de la paz.
Mis Predecesores no han cesado
de predicar la reconciliación, de invitar hacia ella a la humanidad
entera, así como a todo grupo o porción de la comunidad humana
que veían lacerada y dividida.(6) Y yo mismo, por un impulso interior
que -estoy seguro- obedecía a la vez a la inspiración de lo
alto y a las llamadas de la humanidad, he querido -en dos modos diversos,
pero ambos solemnes y exigentes- someter a serio examen el tema de la reconciliación:
en primer lugar convocando la VI Asamblea General del Sínodo de los
Obispos; en segundo lugar , haciendo de la reconciliación el centro
del Año jubilar convocado para celebrar el 1950 aniversario de la
Redención.(7) A la hora de señalar un tema al Sínodo,
me he encontrado plenamente de acuerdo con el sugerido por numerosos Hermanos
míos en el episcopado, esto es, el tema tan fecundo de la reconciliación
en relación estrecha con el de la penitencia.(8)
El término y el concepto
mismo de penitencia son muy complejos. Si la relacionamos con metánoia,
al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa
el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios
y en la perspectiva del Reino.(9) Pero penitencia quiere también
decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en
este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos
de penitencia;(10) toda la existencia se hace penitencia orientándose
a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo
auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de
penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano
teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto
y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la
propia vida por Cristo como único modo de ganarla;(11) para despojarse
del hombre viejo y revestirse del nuevo;(12) para superar en sí mismo
lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual;(13) para
elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está
Cristo.(14) La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del
corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano.
En cada uno de estos significados
penitencia está estrechamente unida a reconciliación, puesto
que reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás presupone
superar la ruptura radical que es el pecado, lo cual se realiza solamente
a través de la transformación interior o conversión
que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia.
El documento-base del Sínodo (también llamado Lineamenta), que fue preparado con el único objetivo de presentar el tema acentuando algunos de sus aspectos fundamentales, ha permitido a las Comunidades eclesiales existentes en todo el mundo reflexionar durante casi dos años sobre estos aspectos de una cuestión -la de la conversión y reconciliación- que a todos interesa, y de sacar al mismo tiempo un renovado impulso para la vida y el apostolado cristiano.
La reflexión ha sido ulteriormente profundizada como preparación inmediata a los trabajos sinodales, gracias al Instrumentum laboris enviado en su día a los Obispos y sus colaboradores.
Por último, durante todo
un mes, los Padres sinodales, asistidos por cuantos fueron llamados a la
reunión propiamente dicha, han tratado con gran sentido de responsabilidad
dicho tema junto con las numerosas y variadas cuestiones relacionadas con
él. La discusión, el estudio en común, la asidua y
minuciosa investigación, han dado como resultado un amplio y valioso
tesoro que han recogido en su esencia las Propositiones finales.
La mirada del Sínodo
no ignora los actos de reconciliación (algunos de los cuales pasan
casi inobservados a fuer de cotidianos) que en diversas medidas sirven para
resolver tantas tensiones, superar tantos conflictos y vencer pequeñas
y grandes divisiones reconstruyendo la unidad. Mas la preocupación
principal del Sínodo era la de encontrar en lo profundo de estos
actos aislados su raíz escondida, o sea, una reconciliación,
por así decir fontal, que obra en el corazón y en la conciencia
del hombre.
El carisma y, al mismo tiempo,
la originalidad de la Iglesia en lo que a la reconciliación se refiere,
en cualquier nivel haya de actuarse, residen en el hecho de que ella apela
siempre a aquella reconciliación fontal. En efecto, en virtud de
su misión esencial, la Iglesia siente el deber de llegar hasta las
raíces de la laceración primigenia del pecado, para lograr
su curación y restablecer, por así decirlo, una reconciliación
también primigenia que sea principio eficaz de toda verdadera reconciliación.
Esto es lo que la Iglesia ha tenido ante los ojos y ha propuesto mediante
el Sínodo.
De esta reconciliación
habla la Sagrada Escritura, invitándonos a hacer por ella toda clase
de esfuerzos;(15) pero al mismo tiempo nos dice que es ante todo un don
misericordioso de Dios al hombre.(16) La historia de la salvación
-tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época-
es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que
Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz
de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.
La reconciliación se
hace necesaria porque ha habido una ruptura -la del pecado- de la cual se
han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo
del hombre y en su entorno.
Por tanto la reconciliación,
para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado,
que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo
cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión
y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar
de una silenciando la otra.
El Sínodo ha hablado,
al mismo tiempo, de la reconciliación de toda la familia humana y
de la conversión del corazón de cada persona, de su retorno
a Dios, queriendo con ello reconocer y proclamar que la unión de
los hombres no puede darse sin un cambio interno de cada uno. La corversión
personal es la vía necesaria para la concordia entre las personas.(17)
Cuando la Iglesia proclama la Buena Nueva de la reconciliación, o
propone llevarla a cabo a través de los Sacramentos, realiza una
verdadera función profética, denunciando los males del hombre
en la misma fuente contaminada, señalando la raíz de las divisiones
e infundiendo la esperanza de poder superar las tensiones y los conflictos
para llegar a la fraternidad, a la concordia y a la paz a todos los niveles
y en todos los sectores de la sociedad humana. Ella cambia una condición
histórica de odio y de violencia en una civilización del amor;
está ofreciendo a todos el principio evangélico y sacramental
de aquella reconciliación fontal, de la que brotan todos los demás
gestos y actos de reconciliación, incluso a nivel social.
De tal reconciliación,
fruto de la conversión, deseo tratar en esta Exhortación.
De hecho, una vez más -como ya había sucedido al concluir
las tres Asambleas precedentes del Sínodo- los mismos Padres han
querido hacer entrega al Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia universal
y Cabeza del Colegio Episcopal, en su calidad de Presidente del Sínodo,
las conclusiones de su trabajo. Por mi parte he aceptado, cual grave y grato
deber de mi ministerio, la tarea de extraer de la ingente riqueza del Sínodo
un mensaje doctrinal y pastoral sobre el tema de reconciliación y
penitencia para ofrecerlo al Pueblo de Dios como fruto del Sínodo
mismo.
En la primera parte me propongo
tratar de la Iglesia en el cumplimiento de su misión reconciliadora,
en la obra de conversión de los corazones en orden a un renovado
abrazo entre el hombre y Dios, entre el hombre y su hermano, entre el hombre
y todo lo creado. En la segunda parte se indicará la causa radical
de toda laceración o división entre los hombres y, ante todo,
con respecto a Dios: el pecado. Por último señalaré
aquellos medios que permiten a la Iglesia promover y suscitar la reconciliación
plena de los hombres con Dios y, por consiguiente, de los hombres entre
sí.
El Documento que ahora entrego
a los hijos de la Iglesia, -mas también a todos aquellos que, creyentes
o no, miran hacia ella con interés y ánimo sincero- desea
ser una respuesta obligada a todo aquello que el Sínodo me ha pedido.
Pero es también -quiero aclararlo en honor a la verdad y la justicia-
obra del mismo Sínodo. De hecho, el contenido de estas páginas
proviene del Sínodo mismo: de su preparación próxima
y remota, del Instrumentum laboris, de las intervenciones en el aula sinodal
y en los circuli minores y, sobre todo, de las sesenta y tres Propositiones.
Encontramos aquí el fruto del trabajo conjunto de los Padres, entre
los cuales no faltaban los representantes de las Iglesias Orientales, cuyo
patrimonio teológico, espiritual y litúrgico, es tan rico
y digno de veneración también en la materia que aquí
interesa. Además ha sido el Consejo de la Secretaría del Sínodo
el que ha examinado en dos importantes sesiones los resultados y las orientaciones
de la reunión sinodal apenas concluida, el que ha puesto en evidencia
la dinámica de las susodichas Propositiones y, finalmente, ha trazado
las líneas consideradas más idóneas para la redacción
del presente documento. Expreso mi agradecimiento a todos los que han realizado
este trabajo, mientras fiel a mi misión, deseo transmitir aquí
lo que del tesoro doctrinal y pastoral del Sínodo me parece providencial
para la vida de tantos hombres en esta hora magnífica y difícil
de la historia.
Conviene hacerlo -y resulta
altamente significativo- mientras todavía está vivo el recuerdo
del Año Santo, totalmente vivido bajo el signo de la penitencia,
conversión y reconciliación.
Ojalá que esta Exhortación que confío a mis Hermanos en el Episcopado y a sus colaboradores, los Presbíteros y Diáconos, los Religiosos y Religiosas, a todos los fieles y a todos los hombres y mujeres de conciencia recta, sea no solamente un instrumento de purificación, de enriquecimiento y afianzamiento de la propia fe personal, sino también levadura capaz de hacer crecer en el corazón del mundo la paz y la fraternidad, la esperanza y la alegría, valores que brotan del Evangelio escuchado, meditado y vivido día a día a ejemplo de María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual Dios se ha complacido en reconciliar consigo todas las cosas.(18)
PRIMERA PARTE
CONVERSIÓN Y RECONCILIACIÓN
TAREA Y EMPEÑO DE LA IGLESIA
CAPÍTULO PRIMERO
UNA PARÁBOLA DE LA RECONCILIACIÓN
5. Al comienzo de esta Exhortación
Apostólica se presenta a mi espíritu la página extraordinaria
de S. Lucas, que ya he tratado de ilustrar en un Documento mio anterior.(19)
Me refiero a la parábola del hijo pródigo.(20)
Del hermano que estaba perdido...
"Un hombre tenía dos hijos. El
más joven dijo al padre: "Padre, dame la parte de herencia que
me corresponde", dice Jesús poniendo al vivo la dramática
vicisitud de aquel joven: la azarosa marcha de la casa paterna, el despilfarro
de todos sus bienes llevando una vida disoluta y vacía, los tenebrosos
días de la lejanía y del hambre, pero más aún,
de la dignidad perdida, de la humillación y la vergüenza y,
finalmente, la nostalgia de la propia casa, la valentía del retorno,
la acogida del Padre. Este, ciertamente no había olvidado al hijo,
es más, había conservado intacto su afecto y estima. Siempre
lo había esperado y ahora lo abraza mientras hace comenzar la gran
fiesta por el regreso de "aquel que había muerto y ha resucitado,
se había perdido y ha sido encontrado".
El hombre -todo hombre- es este hijo pródigo:
hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente
la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado
por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo,
deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí;
atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de
volver a la comunión con el Padre. Como el padre de la parábola,
Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa
para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación.
Lo que más destaca en la parábola
es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de
la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. En una palabra: la
reconciliación es principalmente un don del Padre celestial.
...al hermano que se quedó en casa
6. Pero la parábola pone en escena
también al hermano mayor que rechaza su puesto en el banquete. Este
reprocha al hermano más joven sus descarríos y al padre la
acogida dispensada al hijo pródigo mientras que a él, sobrio
y trabajador, fiel al padre y a la casa, nunca se le ha permitido -dice-
celebrar una fiesta con los amigos. Señal de que no ha entendido
la bondad del padre. Hasta que este hermano, demasiado seguro de sí
mismo y de sus propios méritos, celoso y displicente, lleno de amargura
y de rabia, no se convierta y no se reconcilie con el padre y con el hermano,
el banquete no será aún en plenitud la fiesta del encuentro
y del hallazgo.
El hombre -todo hombre- es también
este hermano mayor. El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el
corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios.
La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad
por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo.(21) También
bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse.
La parábola del hijo pródigo
es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre -Dios- que
ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación
plena. Pero dicha historia, al evocar en la figura del hermano mayor el
egoísmo que divide a los hermanos entre sí, se convierte también
en la historia de la familia humana: señala nuestra situación
e indica la vía a seguir. El hijo pródigo, en su ansia de
conversión, de retorno a los brazos del padre y de ser perdonado
representa a aquellos que descubren en el fondo de su propia conciencia
la nostalgia de una reconciliación a todos los niveles y sin reservas,
que intuyen con una seguridad íntima que aquélla solamente
es posible si brota de una primera y fundamental reconciliación,
la que lleva al hombre de la lejanía a la amistad filial con Dios,
en quien reconoce su infinita misericordia. Sin embargo, si se lee la parábola
desde la perspectiva del otro hijo, en ella se describe la situación
de la familia humana dividida por los egoísmos, arroja luz sobre
las dificultades para secundar el deseo y la nostalgia de una misma familia
reconciliada y unida; reclama por tanto la necesidad de una profunda transformación
de los corazones y el descubrimiento de la misericordia del Padre y de la
victoria sobre la incomprensión y las hostilidades entre hermanos.
A la luz de esta inagotable parábola
de la misericordia que borra el pecado, la Iglesia, haciendo suya la llamada
allí contenida, comprende, siguiendo las huellas del Señor,
su misión de trabajar por la conversión de los corazones y
por la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí,
dos realidades íntimamente unidas.
CAPÍTULO SEGUNDO
A LAS FUENTES DE LA RECONCILIACIÓN
En la luz de Cristo reconciliador
7. Como se deduce de la parábola del
hijo pródigo, la reconciliación es un don de Dios, una iniciativa
suya. Mas nuestra fe nos enseña que esta iniciativa se concreta en
el misterio de Cristo redentor, reconciliador, que libera al hombre del
pecado en todas sus formas. El mismo S. Pablo no duda en resumir en dicha
tarea y función la misión incomparable de Jesús de
Nazaret, Verbo e Hijo de Dios hecho hombre.
También nosotros podemos partir de
este misterio central de la economía de la salvación, punto
clave de la cristología del Apóstol. "Porque si siendo
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo -escribe
a los Romanos- mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su
vida. Y no solo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios Nuestro Señor
Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación".(22)
Puesto que "Dios nos ha reconciliado con sí por medio de Cristo",
Pablo se siente inspirado a exhortar a los cristianos de Corinto: "Reconciliaos
con Dios".(23)
De esta misión reconciliadora mediante
la muerte en la cruz hablaba, en otros términos, el evangelista Juan
al observar que Cristo debía morir "para reunir en uno todos
los hijos de Dios que estaban dispersos".(24)
Pero S. Pablo nos permite ampliar más
aún nuestra visión de la obra de Cristo a dimensiones cósmicas,
cuando escribe que en Él, el Padre ha reconciliado consigo todas
las criaturas, las del cielo y las de la tierra.(25) Con razón se
puede decir de Cristo redentor que "en el tiempo de la ira ha sido
hecho reconciliación"(26) y que, si Él es "nuestra
paz"(27) es también nuestra reconciliación.
Con toda razón, por tanto, su pasión
y muerte, renovadas sacramentalmente en la Eucaristía, son llamadas
por la liturgia "Sacrificio de reconciliación":(28) reconciliación
con Dios, y también con los hermanos, puesto que Jesús mismo
nos enseña que la reconciliación fraterna ha de hacerse antes
del sacrificio.(29)
Por consiguiente, partiendo de estos y de
otros autorizados y significativos lugares neotestamentarios, es legítimo
hacer converger las reflexiones acerca de todo el misterio de Cristo en
torno a su misión de reconciliador.
Una vez más se ha de proclamar la
fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de
su muerte y resurrección, como causa de la reconciliación
del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión
de gracia con Dios.
Y precisamente ante el doloroso cuadro de
las divisiones y de las dificultades de la reconciliación entre los
hombres, invito a mirar hacia el mysterium Crucis como al drama más
alto en el que Cristo percibe y sufre hasta el fondo el drama de la división
del hombre con respecto a Dios, hasta el punto de gritar con las palabras
del Salmista: "Dios mío, Dios mío ¿por qué
me has abandonado?",(30) llevando a cabo, al mismo tiempo, nuestra
propia reconciliación.
La mirada fija en el misterio del Gólgota
debe hacernos recordar siempre aquella dimensión "vertical"
de la división y de la reconciliación en lo que respecta a
la relación hombre-Dios, que para la mirada de la fe prevalece siempre
sobre la dimensión "horizontal", esto es, sobre la realidad
de la división y sobre la necesidad de la reconciliación entre
los hombres. Nosotros sabemos, en efecto, que tal reconciliación
entre los mismos no es y no puede ser sino el fruto del acto redentor de
Cristo, muerto y resucitado para derrotar el reino del pecado, restablecer
la alianza con Dios y de este modo derribar el muro de separación(31)
que el pecado había levantado entre los hombres.
La Iglesia reconciliadora
8. Pero como decía San León
Magno hablando de la pasión de Cristo, "todo lo que el Hijo
de Dios obró y enseñó para la reconciliación
del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas,
sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza
en el presente".(32)
Experimentamos la reconciliación realizada
en su humanidad mediante la eficacia de los sagrados misterios celebrados
por su Iglesia, por la que Él se entregó a sí mismo
y la ha constituido signo y, al mismo tiempo, instrumento de salvación.
Así lo afirma San Pablo cuando escribe
que Dios ha dado a los apóstoles de Cristo una participación
en su obra reconciliadora. "Dios -nos dice- ha confiado el misterio
de la reconciliación ... y la palabra de reconciliación".(33)
En las manos y labios de los apóstoles,
sus mensajeros, el Padre ha puesto misericordiosamente un ministerio de
reconciliación que ellos llevan a cabo de manera singular, en virtud
del poder de actuar "in persona Christi". Mas también a
toda la comunidad de los creyentes, a todo el conjunto de la Iglesia, le
ha sido confiada la palabra de reconciliación, esto es, la tarea
de hacer todo lo posible para dar testimonio de la reconciliación
y llevarla a cabo en el mundo.
Se puede decir que también el Concilio
Vaticano II, al definir la Iglesia como un "sacramento, o sea signo
e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano", -y al señalar como función
suya la de lograr la "plena unidad en Cristo" para "todos
los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de
relaciones"-(34) reconocía que la Iglesia debe buscar ante todo
llevar a los hombres a la reconciliación plena.
En conexión íntima con la misión
de Cristo se puede, pues, condensar la misión -rica y compleja- de
la Iglesia en la tarea -central para ella- de la reconciliación del
hombre: con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado; y
esto de modo permanente, porque -como he dicho en otra ocasión- "la
Iglesia es por su misma naturaleza siempre reconciliadora".(35)
La Iglesia es reconciliadora en cuanto proclama
el mensaje de la reconciliación, como ha hecho siempre en su historia
desde el Concilio apostólico de Jerusalén(36) hasta el último
Sínodo y el reciente Jubileo de la Redención. La originalidad
de esta proclamación estriba en el hecho de que para la Iglesia la
reconciliación está estrechamente relacionada con la conversión
del corazón; éste es el camino obligado para el entendimiento
entre los seres humanos.
La Iglesia es reconciliadora también
en cuanto muestra al hombre las vías y le ofrece los medios para
la antedicha cuádruple reconciliación. Las vías son,
en concreto, las de la conversión del corazón y de la victoria
sobre el pecado, ya sea éste el egoísmo o la injusticia, la
prepotencia o la explotación de los demás, el apego a los
bienes materiales o la búsqueda desenfrenada del placer. Los medios
son: el escuchar fiel y amorosamente la Palabra de Dios, la oración
personal y comunitaria y, sobre todo, los sacramentos, verdaderos signos
e instrumentos de reconciliación entre los que destaca -precisamente
bajo este aspecto- el que con toda razón llamamos Sacramento de reconciliación
o de la Penitencia, sobre el cual volveremos más adelante.
La Iglesia reconciliada
9. Mi venerado Predecesor Pablo VI ha tenido
el mérito de poner en claro que, para ser evangelizadora, la Iglesia
debe comenzar mostrándose ella misma evangelizada, esto es, abierta
al anuncio pleno e íntegro de la Buena Nueva de Jesucristo, escuchándola
y poniéndola en práctica.(37) También yo, al recoger
en un documento orgánico las reflexiones de la IV Asamblea General
del Sínodo, he hablado de una Iglesia que se catequiza en la medida
en que lleva a cabo la catequesis.(38)
Dado que también se aplica al tema
que estoy tratando, no dudo ahora en volver a tomar la comparación
para reafirmar que la Iglesia, para ser reconciliadora, ha de comenzar por
ser una Iglesia reconciliada. En esta expresión simple y clara subyace
la convicción de que la Iglesia, para anunciar y promover de modo
más eficaz al mundo la reconciliación, debe convertirse cada
vez más en una comunidad (aunque se trate de la "pequeña
grey" de los primeros tiempos) de discípulos de Cristo, unidos
en el empeño de convertirse continuamente al Señor y de vivir
como hombres nuevos en el espíritu y práctica de la reconciliación.
Frente a nuestros contemporáneos -tan
sensibles a la prueba del testimonio concreto de vida- la Iglesia está
llamada a dar ejemplo de reconciliación ante todo hacia dentro; por
esta razón, todos debemos esforzarnos en pacificar los ánimos,
moderar las tensiones, superar las divisiones, sanar las heridas que se
hayan podido abrir entre hermanos, cuando se agudiza el contraste de las
opciones en el campo de lo opinable, buscando por el contrario, estar unidos
en lo que es esencial para la fe y para la vida cristiana, según
la antigua máxima: In dubiis libertas, in necessariis unitas, in
omnibus caritas.
Según este mismo criterio, la Iglesia
debe poner en acto también su dimensión ecuménica.
En efecto, para ser enteramente reconciliada, ella sabe que ha de proseguir
en la búsqueda de la unidad entre aquellos que se honran en llamarse
cristianos, pero que están separados entre sí -incluso en
cuanto Iglesias o Comuniones- y de la Iglesia de Roma. Esta busca una unidad
que, para ser fruto y expresión de reconciliación verdadera,
no trata de fundarse ni sobre el disimulo de los puntos que dividen, ni
en compromisos tan fáciles cuanto superficiales y frágiles.
La unidad debe ser el resultado de una verdadera conversión de todos,
del perdón recíproco, del diálogo teológico
y de las relaciones fraternas, de la oración, de la plena docilidad
a la acción del Espíritu Santo, que es también Espíritu
de reconciliación.
Por último, la Iglesia para que pueda
decirse plenamente reconciliada, siente que ha de empeñarse cada
vez más en llevar el Evangelio a todas las gentes, promoviendo el
"diálogo de la salvación",(39) a aquellos amplios
sectores de la humanidad en el mundo contemporáneo que no condividen
su fe y que, debido a un creciente secularismo, incluso toman sus distancias
respecto de ella o le oponen una fría indiferencia, si no la obstaculizan
y la persiguen. La Iglesia siente el deber de repetir a todos con San Pablo:
"Reconciliaos con Dios".(40)
En cualquier caso, la Iglesia promueve una
reconciliación en la verdad, sabiendo bien que no son posibles ni
la reconciliación ni la unidad contra o fuera de la verdad.
CAPÍTULO TERCERO
LA INICIATIVA DE DIOS Y EL MINISTERIO DE LA IGLESIA
10. Por ser una comunidad reconciliada y
reconciliadora, la Iglesia no puede olvidar que en el origen mismo de su
don y de su misión reconciliadora se halla la iniciativa llena de
amor compasivo y misericordioso del Dios que es amor(41) y que por amor
ha creado a los hombres;(42) los ha creado para que vivan en amistad con
Él y en mutua comunión.
La reconciliación viene de Dios
Dios es fiel a su designio eterno incluso
cuando el hombre, empujado por el Maligno(43) y arrastrado por su orgullo,
abusa de la libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente,
negándose a obedecer a su Señor y Padre; continúa siéndolo
incluso cuando el hombre, en lugar de responder con amor al amor de Dios,
se le enfrenta como a un rival, haciéndose ilusiones y presumiendo
de sus propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de relaciones con Aquel
que lo creó. A pesar de esta prevaricación del hombre, Dios
permanece fiel al amor. Ciertamente, la narración del paraíso
del Edén nos hace meditar sobre las funestas consecuencias del rechazo
del Padre, lo cual se traduce en un desorden en el interior del hombre y
en la ruptura de la armonía entre hombre y mujer, entre hermano y
hermano.(44) También la parábola evangélica de los
dos hijos -que de formas diversas se alejan del padre, abriendo un abismo
entre ellos- es significativa. El rechazo del amor paterno de Dios y de
sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones
de la humanidad.
Pero nosotros sabemos que Dios "rico
en misericordia"(45) a semejanza del padre de la parábola, no
cierra el corazón a ninguno de sus hijos. Él los espera, los
busca, los encuentra donde el rechazo de la comunión los hace prisioneros
del aislamiento y de la división, los llama a reunirse en torno a
su mesa en la alegría de la fiesta del perdón y de la reconciliación.
Esta iniciativa de Dios se concreta y manifiesta
en el acto redentor de Cristo que se irradia en el mundo mediante el ministerio
de la Iglesia.
En efecto, según nuestra fe, el Verbo
de Dios se hizo hombre y ha venido a habitar la tierra de los hombres; ha
entrado en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola
en sí.(46) Él nos ha revelado que Dios es amor y que nos ha
dado el "mandamiento nuevo"(47) del amor, comunicándonos
al mismo tiempo la certeza de que la vía del amor se abre a todos
los hombres, de tal manera que el esfuerzo por instaurar la fraternidad
universal no es vano.(48) Venciendo con la muerte en la cruz el mal y el
poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído
a todos la salvación y se ha hecho "reconciliación"
para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo.
La Iglesia, continuando el anuncio de reconciliación
que Cristo hizo resonar por las aldeas de Galilea y de toda Palestina,(49)
no cesa de invitar a la humanidad entera a convertirse y a creer en la Buena
Nueva. Ella habla en nombre de Cristo, haciendo suya la apelación
del apóstol Pablo que ya hemos mencionado: "Somos, pues, embajadores
de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. Por eso os rogamos:
reconciliaos con Dios".(50)
Quien acepta esta llamada entra en la economía
de la reconciliación y experimenta la verdad contenida en aquel otro
anuncio de San Pablo, según el cual Cristo "es nuestra paz;
él hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de separación,
la enemistad... estableciendo la paz, y reconciliándolos a ambos
en un solo cuerpo con Dios por la cruz".(51) Aunque este texto se refiere
directamente a la superación de la división religiosa dentro
de Israel en cuanto pueblo elegido del Antiguo Testamento y a los otros
pueblos llamados todos ellos a formar parte de la Nueva Alianza, en él
encontramos, sin embargo, la afirmación de la nueva universalidad
espiritual, querida por Dios y por Él realizada mediante el sacrificio
de su Hijo, el Verbo hecho hombre, en favor de todos aquellos que se convierten
y creen en Cristo, sin exclusiones ni limitaciones de ninguna clase. Por
tanto, todos -cada hombre, cada pueblo- hemos sido llamados a gozar de los
frutos de esta reconciliación querida por Dios.
La Iglesia, gran sacramento de reconciliación
11. La Iglesia tiene la misión de
anunciar esta reconciliación y de ser el sacramento de la misma en
el mundo. Sacramento, o sea, signo e instrumento de reconciliación
es la Iglesia por diferentes títulos de diverso valor, pero todos
ellos orientados a obtener lo que la iniciativa divina de misericordia quiere
conceder a los hombres.
Lo es, sobre todo, por su existencia misma
de comunidad reconciliada, que testimonia y representa en el mundo la obra
de Cristo.
Además, lo es por su servicio como
guardiana e intérprete de la Sagrada Escritura, qu es gozosa nueva
de reconciliación en cuanto que, generación tras generación,
hace conocer el designio amoroso de Dios e indica a cada una de ellas los
caminos de la reconciliación universal en Cristo.
Por último, lo es también por
los siete sacramentos que, cada uno de ellos en modo peculiar "edifican
la Iglesia".(52) De hecho, puesto que conmemoran y renuevan el misterio
de la Pascua de Cristo, todos los sacramentos son fuente de vida para la
Iglesia y, en sus manos, instrumentos de conversión a Dios y de reconciliación
de los hombres.
Otras vías de reconciliación
12. La misión reconciliadora es propia
de toda la Iglesia, y en modo particular de aquella que ya ha sido admitida
a la participación plena de la gloria divina con la Virgen María,
con los Ángeles y los Santos, que contemplan y adoran al Dios tres
veces santo. Iglesia del cielo, Iglesia de la tierra e Iglesia del purgatorio
están misteriosamente unidas en esta cooperación con Cristo
en reconciliar el mundo con Dios.
La primera vía de esta acción
salvífica es la oración. Sin duda la Virgen, Madre de Dios
y de la Iglesia,(53) y los Santos, que llegaron ya al final del camino terreno
y gozan de la gloria de Dios, sostienen con su intercesión a sus
hermanos peregrinos en el mundo, en un esfuerzo de conversión, de
fe, de levantarse tras cada caída, de acción para hacer crecer
la comunión y la paz en la Iglesia y en el mundo. En el misterio
de la comunión de los Santos la reconciliación universal se
actúa en su forma más profunda y más fructífera
para la salvación común.
Existe además otra vía: la
de la predicación. Siendo discípula del único Maestro
Jesucristo, la Iglesia, a su vez, como Madre y Maestra, no se cansa de proponer
a los hombres la reconciliación y no duda en denunciar la malicia
del pecado, en proclamar la necesidad de la conversión, en invitar
y pedir a los hombres "reconciliarse con Dios". En realidad esta
es su misión profética en el mundo de hoy como en el de ayer;
es la misma misión de su Maestro y Cabeza, Jesús. Como Él,
la Iglesia realizará siempre tal misión con sentimientos de
amor misericordioso y llevará a todos la palabra de perdón
y la invitación a la esperanza que viene de la cruz.
Existe también la vía, frecuentemente
difícil y áspera, de la acción pastoral para devolver
a cada hombre -sea quien sea y dondequiera se halle- al camino, a veces
largo, del retorno al Padre en comunión con todos los hermanos.
Existe, finalmente, la vía, casi siempre silenciosa, del testimonio, la cual nace de una doble convicción de la Iglesia: la de ser en sí misma "indefectiblemente santa",(54) pero a la vez necesitada de ir "purificándose día a día hasta que Cristo la haga comparecer ante sí gloriosa, sin manchas ni arrugas" pues, a causa de nuestros pecados a veces "su rostro resplandece menos" a los ojos de quien la mira.(55) Este testimonio no puede menos de asumir dos aspectos fundamentales: ser signo de aquella caridad universal que Jesucristo ha dejado como herencia a sus seguidores cual prueba de pertenecer a su reino, y traducirse en obras siempre nuevas de conversión y de reconciliación dentro y fuera de la Iglesia, con la superación de las tensiones, el perdón recíproco, y con el crecimiento del espíritu de fraternidad y de paz que ha de propagar en el mundo entero. A lo largo de esta vía la Iglesia podrá actuar eficazmente para que pueda surgir la que mi Predecesor Pablo VI llamó la "civilización del amor".
SEGUNDA PARTE
EL AMOR MÁS GRANDE QUE EL PECADO
El drama del hombre
13. Como escribe el apóstol San Juan:
"Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros
mismos y la verdad no está con nosotros. Si reconocemos nuestros
pecados, Él que es fiel y justo nos perdonará los pecados".(56)
Estas palabras inspiradas, escritas en los albores de la Iglesia, nos introducen
mejor que cualquier otra expresión humana en el tema del pecado,
que está íntimamente relacionado con el de la reconciliación.
Tales palabras enfocan el problema del pecado en su perspectiva antropológica
como parte integrante de la verdad sobre el hombre, mas lo encuadran inmediatamente
en el horizonte divino, en el que el pecado se confronta con la verdad del
amor divino, justo, generoso y fiel, que se manifiesta sobre todo con el
perdón y la redención. Por ello, el mismo San Juan escribe
un poco más adelante que "si nuestro corazón nos reprocha
algo, Dios es más grande que nuestro corazón".(57)
Reconocer el propio pecado, es más,
-yendo aún más a fondo en la consideración de la propia
personalidad- reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado,
es el principio indispensable para volver a Dios. Es la experiencia ejemplar
de David, quien "tras haber cometido el mal a los ojos del Señor",
al ser reprendido por el profeta Natán(58) exclama: "Reconozco
mi culpa, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra
ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces".(59)
El mismo Jesús pone en la boca y en el corazón del hijo pródigo
aquellas significativas palabras: "Padre, he pecado contra el cielo
y contra ti".(60)
En realidad, reconciliarse con Dios presupone
e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el
que se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia
en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar
arrepentimiento, tomar la actitud concreta de arrepentido, que es la de
quien se pone en el camino del retorno al Padre. Esta es una ley general
que cada cual ha de seguir en la situación particular en que se halla.
En efecto, no puede tratarse sobre el pecado y la conversión solamente
en términos abstractos.
En la condición concreta del hombre
pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento
del propio pecado, el ministerio de reconciliación de la Iglesia
interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es,
la de conducir al hombre al "conocimiento de sí mismo"
según la expresión de Santa Catalina de Siena;(61) a apartarse
del mal, al restablecimiento de la amistad con Dios, a la reforma interior,
a la nueva conversión eclesial. Podría incluso decirse que
más allá del ámbito de la Iglesia y de los creyentes,
el mensaje y el ministerio de la penitencia son dirigidos a todos los hombres,
porque todos tienen necesidad de conversión y reconciliación.(62)
Para llevar a cabo de modo adecuado dicho ministerio penitencial, es necesario, además, superar con los "ojos iluminados"(63) de la fe, las consecuencias del pecado, que son motivo de división y de ruptura, no sólo en el interior de cada hombre, sino también en los diversos círculos en que él vive: familiar, ambiental, profesional, social, como tantas veces se puede constatar experimentalmente, y como confirma la página bíblica sobre la ciudad de Babel y su torre.(64)
Afanados en la construcción de lo
que debería ser a la vez símbolo y centro de unidad, aquellos
hombres vienen a encontrarse más dispersos que antes, confundidos
en el lenguaje, divididos entre sí, e incapaces de ponerse de acuerdo.
¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué "se cansaron en vano los constructores"?(65)
Porque los hombres habían puesto como
señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de
sus manos olvidando la acción del Señor. Habían optado
por la sola dimensión horizontal del trabajo y de la vida social,
no prestando atención a aquella vertical con la que se hubieran encontrado
enraizados en Dios, su Creador y Señor, y orientados hacia Él
como fin último de su camino.
Ahora bien, se puede decir que el drama del
hombre de hoy -como el del hombre de todos los tiempos- consiste precisamente
en su carácter babélico.
CAPÍTULO PRIMERO
EL MISTERIO DEL PECADO
14. Si leemos la página bíblica
de la ciudad y de la torre de Babel a la nueva luz del Evangelio, y la comparamos
con aquella otra página sobre la caída de nuestros primeros
padres, podemos sacar valiosos elementos para una toma de conciencia del
misterio del pecado. Esta expresión, en la que resuena el eco de
lo que escribe San Pablo sobre el misterio de la iniquidad,(66) se orienta
a hacernos percibir lo que de oscuro e inaprensible se oculta en el pecado.
Este es sin duda, obra de la libertad del hombre;mas dentro de su mismo
peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa
mas allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia,
la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las
oscuras fuerzas que, según San Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse
de él.(67)
La desobediencia a Dios
De la narración bíblica referente
a la construcción de la torre de Babel emerge un primer elemento
que nos ayuda a comprender el pecado: los hombres han pretendido edificar
una ciudad, reunirse en un conjunto social, ser fuertes y poderosos sin
Dios, o incluso contra Dios.(68) En este sentido, la narración del
primer pecado en el Edén y la narración de Babel, a pesar
de las notables diferencias de contenido y de forma entre ellas, tienen
un punto de convergencia: en ambas nos encontramos ante una exclusión
de Dios, por la oposición frontal a un mandamiento suyo, por un gesto
de rivalidad hacia él, por la engañosa pretensión de
ser "como él".(69) En la narración de Babel la exclusión
de Dios no aparece en clave de contraste con él, sino como olvido
e indiferencia ante él; como si Dios no mereciese ningún interés
en el ámbito del proyecto operativo y asociativo del hombre. Pero
en ambos casos la relación con Dios es rota con violencia. En el
caso del Edén aparece en toda su gravedad y dramaticidad lo que constituye
la esencia más íntima y más oscura del pecado: la desobediencia
a Dios, a su ley, a la norma moral que él dio al hombre, escribiéndola
en el corazón y confirmándola y perfeccionándola con
la revelación.
Exclusión de Dios, ruptura con Dios,
desobediencia a Dios; a lo largo de toda la historia humana esto ha sido
y es bajo formas diversas el pecado, que puede llegar hasta la negación
de Dios y de su existencia; es el fenómeno llamado ateísmo.
Desobediencia del hombre que no reconoce mediante un acto de su libertad
el dominio de Dios sobre la vida, al menos en aquel determinado momento
en que viola su ley.
La división entre hermanos
15. En las narraciones bíblicas antes
recordadas, la ruptura con Dios desemboca dramáticamente en la división
entre los hermanos.
En la descripción del "primer
pecado", la ruptura con Yavé rompe al mismo tiempo el hilo de
la amistad que unía a la familia humana, de tal manera que las páginas
siguientes del Génesis nos muestran al hombre y a la mujer como si
apuntaran su dedo acusando el uno hacia el otro;(70) y más adelante
el hermano que, hostil a su hermano, termina quitándole la vida.(71)
Según la narración de los hechos
de Babel la consecuencia del pecado es la desunión de la familia
humana, ya iniciada con el primer pecado, y que llega ahora al extremo en
su forma social.
Quien desee indagar el misterio del pecado
no podrá dejar de considerar esta concatenación de causa y
efecto. En cuanto ruptura con Dios el pecado es el acto de desobediencia
de una criatura que, al menos implícitamente, rechaza a aquel de
quien salió y que la mantiene en vida; es, por consiguiente, un acto
suicida. Puesto que con el pecado el hombre se niega a someterse a Dios,
también su equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí
contradicciones y conflictos. Desgarrado de esta forma el hombre provoca
casi inevitablemente una ruptura en sus relaciones con los otros hombres
y con el mundo creado. Es una ley y un hecho objetivo que pueden comprobarse
en tantos momentos de la psicología humana y de la vida espiritual,
así como en la realidad de la vida social, en la que fácilmente
pueden observarse repercusiones y señales del desorden interior.
El misterio del pecado se compone de esta
doble herida, que el pecador abre en su propio costado y en relación
con el prójimo. Por consiguiente, se puede hablar de pecado personal
y social. Todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro aspecto, todo
pecado es social, en cuanto y debido a que tiene también consecuencias
sociales.
Pecado personal y pecado social
16. El pecado, en sentido verdadero y propio,
es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona
individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad. Este hombre puede
estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos;
así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y
costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos
factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su
libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una
verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón,
que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin
de descargar en realidades externas -las estructuras, los sistemas, los
demás- el pecado de los individuos. Después de todo, esto
supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se
revelan -aunque sea de modo tan negativo y desastroso- también en
esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre
no existe nada tan personal e intrasferible como el mérito de la
virtud o la responsabilidad de la culpa.
Por ser el pecado una acción de la
persona, tiene sus primeras y más importantes consecuencias en el
pecador mismo, o sea, en la relación de éste con Dios -que
es el fundamento mismo de la vida humana- y en su espíritu, debilitando
su voluntad y oscureciendo su inteligencia.
Llegados a este punto hemos de preguntarnos
a qué realidad se referían los que, en la preparación
del Sínodo y durante los trabajos sinodales, mencionaron con cierta
frecuencia el pecado social.
La expresión y el concepto que a ella
está unido, tienen, en verdad, diversos significados.
Hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud
de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta,
el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es
ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso,
se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión
de los santos, merced a la cual se ha podido decir que "toda alma que
se eleva, eleva al mundo".(72) A esta ley de la elevación corresponde,
por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de una
comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado
abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras
palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto,
el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel
que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con
mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en toda la familia
humana. Según esta primera acepción, se puede atribuir indiscutiblemente
a cada pecado el carácter de pecado social.
Algunos pecados, sin embargo, constituyen,
por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo
y -más exactamente según el lenguaje evangélico- contra
el hermano. Son una ofensa a Dios, porque ofenden al prójimo. A estos
pecados se suele dar el nombre de sociales, y ésta es la segunda
acepción de la palabra. En este sentido es social el pecado contra
el amor del prójimo, que viene a ser mucho más grave en la
ley de Cristo porque está en juego el segundo mandamiento que es
"semejante al primero".(73) Es igualmente social todo pecado cometido
contra la justicia en las relaciones tanto interpersonales como en las de
la persona con la sociedad, y aun de la comunidad con la persona. Es social
todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana, comenzando
por el derecho a la vida, sin excluir la del que está por nacer,
o contra la integridad física de alguno; todo pecado contra la libertad
ajena, especialmente contra la suprema libertad de creer en Dios y de adorarlo;
todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social
todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio
panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Puede ser social el
pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos,
económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan
con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de
la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento
histórico; así como por parte de trabajadores que no cumplen
con sus deberes de presencia y colaboración, para que las fábricas
puedan seguir dando bienestar a ellos mismos, a sus familias y a toda la
sociedad.
La tercera acepción de pecado social
se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas. Estas
relaciones no están siempre en sintonía con el designio de
Dios, que quiere en el mundo justicia, libertad y paz entre los individuos,
los grupos y los pueblos. Así la lucha de clases, cualquiera que
sea su responsable y, a veces, quien la erige en sistema, es un mal social.
Así la contraposición obstinada de los bloques de Naciones
y de una Nación contra la otra, de unos grupos contra otros dentro
de la misma Nación, es también un mal social. En ambos casos,
puede uno preguntarse si se puede atribuir a alguien la responsabilidad
moral de estos males y, por lo tanto, el pecado. Ahora bien, se debe pues
admitir que realidades y situaciones, como las señaladas, en su modo
de generalizarse y hasta agigantarse como hechos sociales, se convierten
casi siempre en anónimas, así como son complejas y no siempre
identificables sus causas. Por consiguiente, si se habla de pecado social,
aquí la expresión tiene un significado evidentemente analógico.
En todo caso hablar de pecados sociales,
aunque sea en sentido analógico, no debe inducir a nadie a disminuir
la responsabilidad de los individuos, sino que quiere ser una llamada a
las conciencias de todos para que cada uno tome su responsabilidad, con
el fin de cambiar seria y valientemente esas nefastas realidades y situaciones
intolerables.
Dado por sentado todo esto en el modo más
claro e inequívoco hay que añadir inmediatamente que no es
legítimo ni aceptable un significado de pecado social, -por muy usual
que sea hoy en algunos ambientes,(74)- que al oponer, no sin ambiguedad,
pecado social y pecado personal, lleva más o menos inconscientemente
a difuminar y casi a borrar lo personal, para admitir únicamente
culpas y responsabilidades sociales. Según este significado, que
revela fácilmente su derivación de ideologías y sistemas
no cristianos -tal vez abandonados hoy por aquellos mismos que han sido
sus paladines-, prácticamente todo pecado sería social, en
el sentido de ser imputable no tanto a la conciencia moral de una persona,
cuanto a una vaga entidad y colectividad anónima, que podría
ser la situación, el sistema, la sociedad, las estructuras, la institución.
Ahora bien la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras Naciones y bloques de Naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales.
Se trata de pecados muy personales de quien
engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo
por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales,
omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada
o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad
de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga
y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior. Por lo tanto,
las verdaderas responsabilidades son de las personas.
Una situación -como una institución,
una estructura, una sociedad- no es, de suyo, sujeto de actos morales; por
lo tanto, no puede ser buena o mala en sí misma.
En el fondo de toda situación de pecado
hallamos siempre personas pecadoras. Esto es tan cierto que, si tal situación
puede cambiar en sus aspectos estructurales e institucionales por la fuerza
de la ley o -como por desgracia sucede muy a menudo,- por la ley de la fuerza,
en realidad el cambio se demuestra incompleto, de poca duración y,
en definitiva, vano e ineficaz, por no decir contraproducente, si no se
convierten las personas directa o indirectamente responsables de tal situación.
Mortal y venial
17. Pero he aquí, en el misterio del
pecado, una nueva dimensión sobre la que la mente del hombre jamás
ha dejado de meditar: la de su gravedad. Es una cuestión inevitable,
a la que la conciencia cristiana nunca ha renunciado a dar una respuesta:
¿por qué y en qué medida el pecado es grave en la ofensa
que hace a Dios y en su repercusión sobre el hombre? La Iglesia tiene
su doctrina al respecto, y la reafirma en sus elementos esenciales, aun
sabiendo que no es siempre fácil, en las situaciones concretas, deslindar
netamente los confines.
Ya en el Antiguo Testamento, para no pocos pecados -los cometidos con deliberación,(75)
las diversas formas de impudicicia,(76) idolatría,(77) culto a los
falsos dioses(78)- se declaraba que el reo debía ser "eliminado
de su pueblo", lo que podía también significar ser condenado
a muerte.(79) A estos pecados se contraponían otros, sobre todo los
cometidos por ignorancia, que eran perdonados mediante un sacrificio.(80)
Refiriéndose también a estos
textos, la Iglesia, desde hace siglos, constantemente habla de pecado mortal
y de pecado venial. Pero esta distinción y estos términos
se esclarecen sobre todo en el Nuevo Testamento, donde se encuentran muchos
textos que enumeran y reprueban con expresiones duras los pecados particularmente
merecedores de condena,(81) además de la ratificación del
Decálogo hecha por el mismo Jesús.(82) Quiero referirme aqui
de modo especial a dos páginas significativas e impresionantes.
San Juan, en un texto de su primera Carta, habla de un pecado que conduce a la muerte (pròs thánaton) en contraposición a un pecado que no conduce a la muerte (mè pròs thánaton).(83)
Obviamente, aquí el concepto de muerte
es espiritual: se trata de la pérdida de la verdadera vida o "vida
eterna", que para Juan es el conocimiento del Padre y del Hijo,(84)
la comunión y la intimidad entre ellos. El pecado que conduce a la
muerte parece ser en este texto la negación del Hijo,(85) o el culto
a las falsas divinidades.(86) De cualquier modo con esta distinción
de conceptos, Juan parece querer acentuar la incalculable gravedad de lo
que es la esencia del pecado, el rechazo de Dios, que se realiza sobre todo
en la apostasía y en la idolatría, o sea en repudiar la fe
en la verdad revelada y en equiparar con Dios ciertas realidades creadas,
elevándolas al nivel de ídolos o falsos dioses.(87) Pero el
Apóstol en esa página intenta también poner en claro
la certeza que recibe el cristiano por el hecho de ser "nacido de Dios"
y por la venida del Hijo: existe en él una fuerza que lo preserva
de la caída del pecado; Dios lo custodia, "el Maligno no lo
toca". Porque si peca por debilidad o ignorancia, existe en él
la esperanza de la remisión, gracias también a la ayuda que
le proviene de la oración común de los hermanos.
En otro texto del Nuevo Testamento, en el
Evangelio de Mateo,(88) el mismo Jesús habla de una "blasfemia
contra el Espíritu Santo", la cual es "irremisible",
ya que ella es, en sus manifestaciones, un rechazo obstinado de conversión
al amor del Padre de las misericordias.
Es claro que se trata de expresiones extremas
y radicales del rechazo de Dios y de su gracia y, por consiguiente, de la
oposición al principio mismo de la salvación,(89) por las
que el hombre parece cerrarse voluntariamente la vía de la remisión.
Es de esperar que pocos quieran obstinarse hasta el final en esta actitud
de rebelión o, incluso, de desafío contra Dios, el cual, por
otro lado, en su amor misericordioso es más fuerte que nuestro corazón
-como nos enseña también San Juan(90)- y puede vencer todas
nuestras resistencias psicológicas y espirituales, de manera que
-como escribe Santo Tomás de Aquino- "no hay que desesperar
de la salvación de nadie en esta vida, considerada la omnipotencia
y la misericordia de Dios".(91)
Pero ante el problema del encuentro de una
voluntad rebelde con Dios, infinitamente justo, no se puede dejar de abrigar
saludables sentimientos de "temor y temblor", como sugiere San
Pablo;(92) mientras la advertencia de Jesús sobre el pecado que no
es "remisible" confirma la existencia de culpas, que pueden ocasionar
al pecador "la muerte eterna" como pena.
A la luz de estos y otros textos de la Sagrada Escritura, los doctores y los teólogos, los maestros de la vida espiritual y los pastores han distinguido los pecados en mortales y veniales.
San Agustín, entre otros, habla de
letalia o mortifera crimina, oponiéndolos a venialia, levia o quotidiana.(93)
El significado que él atribuye a estos calificativos influirá
en el Magisterio posterior de la Iglesia. Después de él, será
Santo Tomás de Aquino el que formulará en los términos
más claros posibles la doctrina que se ha hecho constante en la Iglesia.
Al definir y distinguir los pecados mortales
y veniales, no podría ser ajena a Santo Tomás y a la teología
sobre el pecado, que se basa en su enseñanza, la referencia bíblica
y, por consiguiente, el concepto de muerte espiritual. Según el Doctor
Angélico, para vivir espiritualmente, el hombre debe permanecer en
comunión con el supremo principio de la vida, que es Dios, en cuanto
es el fin último de todo su ser y obrar. Ahora bien, el pecado es
un desorden perpetrado por el hombre contra ese principio vital. Y cuando
"por medio del pecado, el alma comete una acción desordenada
que llega hasta la separación del fin último -Dios- al que
está unida por la caridad, entonces se da el pecado mortal; por el
contrario, cada vez que la acción desordenada permanece en los límites
de la separación de Dios, entonces el pecado es venial".(94)
Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante,
de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza
eterna, mientras que tal privación es precisamente consecuencia del
pecado mortal.
Considerando además el pecado bajo
el aspecto de la pena que incluye, Santo Tomás con otros doctores
llama mortal al pecado que, si no ha sido perdonado, conlleva una pena eterna;
es venial el pecado que merece una simple pena temporal (o sea parcial y
expiable en la tierra o en el purgatorio).
Si se mira además a la materia del
pecado, entonces las ideas de muerte, de ruptura radical con Dios, sumo
bien, de desviación del camino que lleva a Dios o de in terrupción
del camino hacia Él (modos todos ellos de definir el pecado mortal)
se unen con la idea de gravedad del contenido objetivo; por esto, el pecado
grave se identifica prácticamente, en la doctrina y en la acción
pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal.
Recogemos aquí el núcleo de la enseñanza tradicional de la Iglesia, reafirmada con frecuencia y con vigor durante el reciente Sínodo. En efecto, éste no sólo ha vuelto a afirmar cuanto fue proclamado por el Concilio de Trento sobre la existencia y la naturaleza de los pecados mortales y veniales,(95) sino que ha querido recordar que es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento.
Es un deber añadir -como se ha hecho
también en el Sínodo- que algunos pecados, por razón
de su materia, son intrínsecamente graves y mortales. Es decir, existen
actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las
circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón
de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento
y libertad, son siempre culpa grave.(96)
Esta doctrina basada en el Decálogo
y en la predicación del Antiguo Testamento, recogida en el Kérigma
de los Apóstoles y perteneciente a la más antigua enseñanza
de la Iglesia que la repite hasta hoy, tiene una precisa confirmación
en la experiencia humana de todos los tiempos. El hombre sabe bien, por
experiencia, que en el camino de fe y justicia que lo lleva al conocimiento
y al amor de Dios en esta vida y hacia la perfecta unión con él
en la eternidad, puede detenerse o distanciarse, sin por ello abandonar
la vida de Dios; en este caso se da el pecado venial, que, sin embargo,
no deberá ser atenuado como si automáticamente se convirtiera
en algo secundario o en un "pecado de poca importancia".
Pero el hombre sabe también, por una
experiencia dolorosa, que mediante un acto consciente y libre de su voluntad
puede volverse atrás, caminar en el sentido opuesto al que Dios quiere
y alejarse así de Él (aversio a Deo), rechazando la comunión
de amor con Él, separándose del principio de vida que es Él,
y eligiendo, por lo tanto, la muerte.
Siguiendo la tradición de la Iglesia,
llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad
y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone,
prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita,
a algo contrario a la voluntad divina (conversio ad creaturam). Esto puede
ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría,
apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos
los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave.
El hombre siente que esta desobediencia a Dios rompe la unión con
su principio vital: es un pecado mortal, o sea un acto que ofende gravemente
a Dios y termina por volverse contra el mismo hombre con una oscura y poderosa
fuerza de destrucción.
Durante la asamblea sinodal algunos Padres
propusieron una triple distinción de los pecados, que podrían
clasificarse en veniales, graves y mortales. Esta triple distinción
podría poner de relieve el hecho de que existe una gradación
en los pecados graves. Pero queda siempre firme el principio de que la distinción
esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad
y el pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte
no existe una vía intermedia.
Del mismo modo se deberá evitar reducir
el pecado mortal a un acto de "opción fundamental" -como
hoy se suele decir- contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito
y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal
también, cuando el hombre, sabiendo y queriendo elige, por cualquier
razón, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección
está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del
amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre
se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental
puede pues ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda
pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico,
que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración
de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución
de una categoría teológica, como es concretamente la "opción
fundamental" entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie
o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal.
Si bien es de apreciar todo intento sincero
y prudente de clarificar el misterio psicológico y teológico
del pecado, la Iglesia, sin embargo, tiene el deber de recordar a todos
los estudiosos de esta materia, por un lado, la necesidad de ser fieles
a la Palabra de Dios que nos instruye también sobre el pecado; y,
por el otro, el riesgo que se corre de contribuir a atenuar más aún,
en el mundo contemporáneo, el sentido del pecado.
Pérdida del sentido del pecado
18. A través del Evangelio leído
en la comunión eclesial, la conciencia cristiana ha adquirido, a
lo largo de las generaciones, una fina sensibilidad y una aguda percepción
de los fermentos de muerte, que están contenidos en el pecado. Sensibilidad
y capacidad de percepción también para individuar estos fermentos
en las múltiples formas asumidas por el pecado, en los tantos aspectos
bajo los cuales se presenta. Es lo que se llama el sentido del pecado.
Este sentido tiene su raíz en la conciencia
moral del hombre y es como su termómetro. Está unido al sentido
de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene
con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así
como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la
conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado.
Sin embargo, sucede frecuentemente en la
historia, durante períodos de tiempo más o menos largos y
bajo la influencia de múltiples factores, que se oscurece gravemente
la conciencia moral en muchos hombres. "¿Tenemos una idea justa
de la conciencia?" -preguntaba yo hace dos años en un coloquio
con los fieles- . "¿No vive el hombre contemporáneo bajo
la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de
la conciencia, de un entorpecimiento o de una "anestesia" de la
conciencia?".(97) Muchas señales indican que en nuestro tiempo
existe este eclipse, que es tanto más inquietante, en cuanto esta
conciencia, definida por el Concilio como "el núdeo más
secreto y el sagrario del hombre",(98) está "íntimamente
unida a la libertad del hombre (...). Por esto la conciencia, de modo principal,
se encuentra en la base de la dignidad interior del hombre y, a la vez,
de su relación con Dios".(99) Por lo tanto, es inevitable que
en esta situación quede oscurecido también el sentido del
pecado, que está íntimamente unido a la conciencia moral,
a la búsqueda de la verdad, a la voluntad de hacer un uso responsable
de la libertad. Junto a la conciencia queda también oscurecido el
sentido de Dios, y entonces, perdido este decisivo punto de referencia interior,
se pierde el sentido del pecado. He aquí por qué mi Predecesor
Pio XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo declarar
en una ocasión que "el pecado del siglo es la pérdida
del sentido del pecado".(100)
¿Por qué este fenómeno
en nuestra época? Una mirada a determinados elementos de la cultura
actual puede ayudarnos a entender la progresiva atenuación del sentido
del pecado, debido precisamente a la crisis de la conciencia y del sentido
de Dios antes indicada.
El "secularismo" que por su misma naturaleza y definición es un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de "perder la propia alma", no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre. Pero precisamente aquí se impone la amarga experiencia a la que hacía yo referencia en mi primera Encíclica, o sea que el hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre.(101) En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino.(102) Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida
contra Dios, o sea, el verdadero sentido
del pecado.
Se diluye este sentido del pecado en la sociedad
contemporánea también a causa de los equívocos en los
que se cae al aceptar ciertos resultados de la ciencia humana. Así,
en base a determinadas afirmaciones de la psicología, la preocupación
por no culpar o por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer
jamás una falta. Por una indebida extrapolación de los criterios
de la ciencia sociológica se termina -como ya he indicado- con cargar
sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado
inocente. A su vez, también una cierta antropología cultural,
a fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales
e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad
que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y,
por lo tanto, la posibilidad de pecar.
Disminuye fácilmente el sentido del
pecado también a causa de una ética que deriva de un determinado
relativismo historicista. Puede ser la ética que relativiza la norma
moral, negando su valor absoluto e incondicional, y negando, consiguientemente,
que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos, independientemente
de las circunstancias en que son realizados por el sujeto.
Se trata de un verdadero "vuelco o de
una caída de valores morales" y "el problema no es sólo
de ignorancia de la ética cristiana", sino "más
bien del sentido de los fundamentos y los criterios de la actitud moral".(103)
El efecto de este vuelco ético es también el de amortiguar
la noción de pecado hasta tal punto que se termina casi afirmando
que el pecado existe, pero no se sabe quién lo comete.
Se diluye finalmente el sentido del pecado,
cuando éste -como puede suceder en la enseñanza a los jóvenes,
en las comunicaciones de masa y en la misma vida familiar- se identifica
erróneamente con el sentimiento morboso de la culpa o con la simple
transgresión de normas y preceptos legales.
La pérdida del sentido del pecado
es, por lo tanto, una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo
de la atea, sino además de la secularista. Si el pecado es la interrupción
de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera
de la obediencia a Él, entonces pecar no es solamente negar a Dios;
pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo
de la propia existencia diaria. Un modelo de sociedad mutilado o desequilibrado
en uno u otro sentido, como es sostenido a menudo por los medios de comunicación,
favorece no poco la pérdida progresiva del sentido del pecado. En
tal situación el ofuscamiento o debilitamiento del sentido del pecado
deriva ya sea del rechazo de toda referencia a lo trascendente en nombre
de la aspiración a la autonomía personal, ya sea del someterse
a modelos éticos impuestos por el consenso y la costumbre general,
aunque estén condenados por la conciencia individual, ya sea de las
dramáticas condiciones socio-económicas que oprimen a gran
parte de la humanidad, creando la tendencia a ver errores y culpas sólo
en el ámbito de lo social; ya sea, finalmente y sobre todo, del oscurecimiento
de la idea de la paternidad de Dios y de su dominio sobre la vida del hombre.
Incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial algunas tendencias
favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado. Algunos,
por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras
exageraciones; pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna parte;
de acentuar demasiado el temor de las penas eternas, a predicar un amor
de Dios que excluiría toda pena merecida por el pecado; de la severidad
en el esfuerzo por corregir las conciencias erróneas, a un supuesto
respeto de la conciencia, que suprime el deber de decir la verdad. Y ¿por
qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia
de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas
en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la
dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral
cristiana, termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero
sentido del pecado? Ni tampoco han de ser silenciados algunos defectos en
la praxis de la Penitencia sacramental: tal es la tendencia a ofuscar el
significado eclesial del pecado y de la conversión, reduciéndolos
a hechos meramente individuales, o por el contrario, a anular la validez
personal del bien y del mal por considerar exclusivamente su dimensión
comunitaria; tal es también el peligro, nunca totalmente eliminado,
del ritualismo de costumbre que quita al Sacramento su significado pleno
y su eficacia formativa.
Restablecer el sentido justo del pecado es
la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual, que afecta al
hombre de nuestro tiempo. Pero el sentido del pecado se restablece únicamente
con una clara llamada a los principios inderogables de razón y de
fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre.
Es lícito esperar que, sobre todo
en el mundo cristiano y eclesial, florezca de nuevo un sentido saludable
del pecado. Ayudarán a ello una buena catequesis, iluminada por la
teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida
fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias,
y una praxis cada vez más cuidada del Sacramento de la Penitencia.
CAPÍTULO SEGUNDO
"MYSTERIUM PIETATIS"
19. Para conocer el pecado era necesario fijar la mirada en su naturaleza, que se nos ha dado a conocer por la revelación de la economía de la salvación: el pecado es el mysterium iniquitatis.
Pero en esta economía el pecado no
es protagonista, ni mucho menos vencedor. Contrasta como antagonista con
otro principio operante, que -empleando una bella y sugestiva expresión
de San Pablo- podemos llamar mysterium o sacramentum pietatis. El pecado
del hombre resultaría vencedor y, al final, destructor; el designio
salvífico de Dios permanecería incompleto o, incluso, derrotado,
si este mysterium pietatis no se hubiera inserido en la dinámica
de la historia para vencer el pecado del hombre.
Encontramos esta expresión en una
de las Cartas Pastorales de San Pablo, en la primera a Timoteo. Esta aparece
al improviso como una inspiración que irrumpe. En efecto, el Apóstol
ha dedicado precedentemente largos párrafos de su mensaje al discípulo
predilecto con el fin de explicar el significado del ordenamiento de la
comunidad (el litúrgico y, unido a él, el jerárquico);
habla después del cometido de los jefes de la comunidad, para referirse
finalmente al comportamiento del mismo Timoteo "en la casa de Dios,
que es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad".
Luego, al final del fragmento, evoca casi ex abrupto, pero con un propósito
profundo, lo que da significado a todo lo que ha escrito: "Y sin duda
... es grande el misterio de la piedad ...".(104)
Sin traicionar mínimamente el sentido
literal del texto, podemos ampliar esta magnífica intuición
teológica del Apóstol a una visión más completa
del papel que la verdad anunciada por él tiene en la economía
de la salvación. "Es grande en verdad -repetimos con él-
el misterio de la piedad", porque vence al pecado.
Pero, ¿qué es esta piedad en
la concepción paulina?
Es el mismo Cristo
20. Es muy significativo que, para presentar
este "mysterium pietatis", Pablo, sin establecer una relación
gramatical con el texto precedente,(105) transcriba simplemente tres líneas
de un Himno cristológico, que -según la opinión de
estudiosos acreditados- era empleado en las comunidades helénico-cristianas.
Con las palabras de ese Himno, densas de
contenido teológico y de gran belleza, los creyentes del primer siglo
profesaban su fe en el misterio de Cristo:
· que Él se ha manifestado
en la realidad de la carne humana y ha sido constituido por el Espíritu
Santo como el justo, que se ofrece por los injustos;
· que Él ha aparecido ante
los ángeles como más grande que ellos, y ha sido predicado
a las gentes como portador de salvación;
· que Él ha sido creído
en el mundo como enviado del Padre, y que el mismo Padre lo ha elevado al
cielo, como Señor.(106)
Por lo tanto, el misterio o sacramento de la piedad es el mismo misterio de Cristo. Es en una síntesis completa: el misterio de la Encarnación y de la Redención, de la Pascua plena de Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María; misterio de su pasión y muerte, de su resurrección y glorificación.
Lo que san Pablo, recogiendo las frases del
himno, ha querido recalcar es que este misterio es el principio secreto
vital que hace de la Iglesia la casa de Dios, la columna y el fundamento
de la verdad. Siguiendo la enseñanza paulina, podemos afirmar que
este mismo misterio de la infinita piedad de Dios hacia nosotros es capaz
de penetrar hasta las raíces más escondidas de nuestra iniquidad,
para suscitar en el alma un movimiento de conversión, redimirla e
impulsarla hacia la reconcliación.
Refiriéndose sin duda a este misterio,
también San Juan, con su lenguaje característico diferente
del de San Pablo, pudo escribir que "todo el nacido de Dios no peca,
sino que el nacido de Dios le guarda, y el maligno no le toca".(107)
En esta afirmación de San Juan hay una indicación de esperanza,
basada en las promesas divinas: el cristiano ha recibido la garantía
y las fuerzas necesarias para no pecar. No se trata, por consiguiente, de
una impecabilidad adquirida por virtud propia o incluso connatural al hombre,
como pensaban los gnósticos. Es un resultado de la acción
de Dios. Para no pecar el cristiano dispone del conocimiento de Dios, recuerda
San Juan en este mismo texto. Pero poco antes escribía: "Quien
ha nacido de Dios no comete pecado, porque la simiente de Dios permanece
en él"(108) Si por esta "simiente de Dios" nos referimos
-como proponen algunos comentaristas- a Jesús, el Hijo de Dios, entonces
podemos decir que para no pecar -o para liberarse del pecado- el cristiano
dispone de la presencia en su interior del mismo Cristo y del misterio de
Cristo, que es misterio de piedad.
El esfuerzo del cristiano
21. Pero existe en el mysterium pietatis
otro aspecto; a la piedad de Dios hacia el cristiano debe corresponder la
piedad del cristiano hacia Dios. En esta segunda acepción, la piedad
(eusébeia) significa precisamente el comportamiento del cristiano,
que a la piedad paternal de Dios responde con su piedad filial.
Al respecto podemos afirmar también
con San Pablo que "es grande el misterio de la piedad". También
en este sentido la piedad, como fuerza de conversión y reconciliación,
afronta la iniquidad y el pecado. Además en este caso los aspectos
esenciales del misterio de Cristo son objeto de la piedad en el sentido
de que el cristiano acoge el misterio, lo contempla y saca de él
la fuerza espiritual necesaria para vivir según el Evangelio. También
se debe decir aquí que "el que ha nacido de Dios, no comete
pecado"; pero la expresión tiene un sentido imperativo: sostenido
por el misterio de Cristo, como manantial interior de energía espiritual,
el cristiano es invitado a no pecar; más aún, recibe el mandato
de no pecar , y de comportarse dignamente "en la casa de Dios, que
es la Iglesia del Dios viviente",(109) siendo un "hijo de Dios".
Hacia una vida reconciliada
22. Así la Palabra de la Escritura,
al manifestarnos el misterio de la piedad, abre la inteligencia humana a
la conversión y reconciliación, entendidas no como meras abstracciones,
sino como valores cristianos concretos a conquistar en nuestra vida diaria.
Insidiados por la pérdida del sentido
del pecado, a veces tentados por alguna ilusión poco cristiana de
impecabilidad, los hombres de hoy tienen necesidad de volver a escuchar,
como dirigida personalmente a cada uno, la advertencia de San Juan: "Si
dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a
nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros";(110) más
aún, "el mundo todo está bajo el maligno".(111)
Cada uno, por lo tanto, está invitado por la voz de la Verdad divina
a leer con realismo en el interior de su conciencia y a confesar que ha
sido engendrado en la iniquidad, como decimos en el Salmo Miserere.(112)
Sin embargo, amenazados por el miedo y la
desesperación, los hombres de hoy pueden sentirse aliviados por la
promesa divina que los abre a la esperanza de la plena reconciliación.
El misterio de la piedad, por parte de Dios,
es aquella misericordia de la que el Señor y Padre nuestro -lo repito
una vez más- es infinitamente rico.(113) Como he dicho en la Encíclica
dedicada al tema de la misericordia divina,(114) es un amor más poderoso
que el pecado, más fuerte que la muerte. Cuando nos damos cuenta
de que el amor que Dios tiene por nosotros no se para ante nuestro pecado,
no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más
solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha
llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne,
que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos
en un acto de reconocimiento: "Sí, el Señor es rico en
misericordia" y decimos asimismo: "El Señor es misericordia".
El misterio de la piedad es el camino abierto por la misericordia divina a la vida reconciliada.
TERCERA PARTE
LA PASTORAL DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN
Promover la penitencia y la reconciliación
23. Suscitar en el corazón del hombre
la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación
es la misión connatural de la Iglesia, continuadora de la obra redentora
de su divino Fundador. Esta es una misión que no acaba en meras afirmaciones
teóricas o en la propuesta de un ideal ético que no esté
acompañado de energías operativas, sino que tiende a expresarse
en precisas funciones ministeriales en orden a una práctica concreta
de la penitencia y la reconciliación.
A este ministerio, basado e iluminado por
los principios de la fe, más arriba ilustrados, orientado hacia objetivos
precisos y sostenido por medios adecuados, podemos dar el nombre de pastoral
de la penitencia y de la reconciliación. Su punto de partida es la
convicción de la Iglesia de que el hombre, al que se dirige toda
forma de pastoral, pero principalmente la pastoral de la penitencia y la
reconciliación, es el hombre marcado por el pecado, cuya imagen más
significativa se puede encontrar en el rey David. Reprendido por el profeta
Natán, acepta enfrentarse con sus propias infamias y confiesa: "He
pecado contra Yavé"(115) y proclama: "Reconozco mi transgresión,
y mi pecado está siempre delante de mí";(116) pero reza
a la vez: "Rocíame con hisopo, y seré puro; lávame,
y seré más blanco que la nieve",(117) recibiendo la respuesta
de la misericordia divina: "Yavé ha perdonado tu pecado. No
morirás".(118)
La Iglesia se encuentra, por tanto, frente
al hombre -a toda la humanidad- herido por el pecado y tocado en lo más
íntimo de su ser, pero, a la vez movido hacia un incoercible deseo
de liberación del pecado y, especialmente si es cristiano, consciente
de que el misterio de piedad, Cristo Señor, obra ya en él
y en el mundo con la fuerza de la Redención.
La función reconciliadora de la Iglesia
debe desarrollarse así según aquel íntimo nexo que
une profundamente el perdón y la remisión del pecado de cada
hombre a la reconciliación plena y fundamental de la humanidad, realizada
mediante la Redención. Este nexo nos hace comprender que, siendo
el pecado el principio activo de la división -división entre
el hombre y el Creador, división en el corazón y en el ser
del hombre, división entre los hombres y los grupos humanos, división
entre el hombre y la naturaleza creada por Dios- , sólo la conversión
ante el pecado es capaz de obrar una reconciliación profunda y duradera,
donde quiera que haya penetrado la división.
No es necesario repetir lo que he dicho sobre
la importancia de este "ministerio de la reconciliación"(119)
y de la relativa pastoral que lo realiza en la conciencia y en la vida de
la Iglesia. Esta erraría en un aspecto esencial de su ser y faltaría
a una función suya indispensable, si no pronunciara con claridad
y firmeza, a tiempo y a destiempo, la "palabra de reconciliación"(120)
y no ofreciera al mundo el don de la reconciliación. Conviene repetir
aquí que la importancia del servicio eclesial de reconciliación
se extiende, más allá de los confines de la Iglesia, a todo
el mundo.
Por tanto, hablar de pastoral de la penitencia
y reconciliación quiere decir referirse al conjunto de las tareas
que incumben a la Iglesia, a todos los niveles, para la promoción
de ellas. Más en concreto, hablar de esta pastoral quiere decir evocar
todas las actividades, mediante las cuales la Iglesia, a través de
todos y cada uno de sus componentes -Pastores y fieles, a todos los niveles
y en todos los ambientes- y con todos los medios a su disposición
-palabra y acción, enseñanza y oración- conduce a los
hombres, individualmente o en grupo, a la verdadera penitencia y los introduce
así en el camino de la plena reconciliación.
Los Padres del Sínodo, como representantes
de sus hermanos en el Episcopado y como guías del pueblo a ellos
encomendado, se han ocupado de esta pastoral en sus elementos más
prácticos y concretos. Yo me alegro de hacerles eco, asociándome
a sus inquietudes y esperanzas, acogiendo los frutos de sus búsquedas
y experiencias, animándoles en sus proyectos y realizaciones. Ojalá
puedan encontrar en esta parte de la Exhortación Apostólica
la aportación que ellos mismos han ofrecido al Sínodo, aportación
cuya utilidad quiero ofrecer, mediante estas páginas, a toda la Iglesia.
Estoy pues convencido de destacar lo esencial
de la pastoral de la penitencia y reconciliación, poniendo de relieve,
con la Asamblea del Sínodo, los dos puntos siguientes:
1. Los medios usados y los caminos seguidos
por la Iglesia para promover la penitencia y la reconciliación.
2. El Sacramento por excelencia de la penitencia
y la reconciliación.
CAPÍTULO PRIMERO
MEDIOS Y VÍAS
PARA LA PROMOCIÓN DE LA PENITENCIA
Y DE LA RECONCILIACIÓN
24. Para promover la penitencia y la reconciliación la Iglesia tiene a su disposición principalmente dos medios, que le han sido confiados por su mismo Fundador: la catequesis y los Sacramentos.
Su empleo, considerado siempre por la Iglesia
como plenamente conforme con las exigencias de su misión salvífica
y correspondiente, al mismo tiempo, a las exigencias y necesidades espirituales
de los hombres de todos los tiempos, puede realizarse de formas y modos
antiguos y nuevos, entre los que será bueno recordar particularmente
lo que, siguiendo a mi predecesor Pablo VI, podemos llamar el método
del diálogo.
El diálogo
25. El diálogo es para la Iglesia,
en cierto sentido, un medio y, sobre todo, un modo de desarrollar su acción
en el mundo contemporáneo.
En efecto, el Concilio Vaticano II, después
de haber proclamado que "la Iglesia, en virtud de la misión
que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y
de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres (...), se convierte
en señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo
sincero", añade que la misma Iglesia debe ser capaz de "abrir,
con fecundidad siempre creciente, el diálogo entre todos los que
integran el único Pueblo de Dios",(121) así como también
de "mantener un diálogo con la sociedad humana".(122)
Mi predecesor Pablo VI ha dedicado al diálogo
una parte importante de su primera Encíclica "Ecclesiam suam",
donde lo describe y caracteriza significativamente como diálogo de
la salvación.(123)
En efecto, la Iglesia emplea el método
del diálogo para llevar mejor a los hombres -los que por el bautismo
y la profesión de fe se consideran miembros de la comunidad cristiana
y los que son ajenos a ella- a la conversión y a la penitencia por
el camino de una renovación profunda de la propia conciencia y vida,
a la luz del misterio de la redención y la salvación realizada
por Cristo y confiada al ministerio de su Iglesia. El diálogo auténtico,
por consiguiente, está encaminado ante todo a la regeneración
de cada uno a través de la conversión interior y la penitencia,
y debe hacerse con un profundo respeto a las conciencias y con la paciencia
y la gradualidad indispensables en las condiciones de los hombres de nuestra
época.
El diálogo pastoral en vista de la
reconciliación sigue siendo hoy una obligación fundamental
de la Iglesia en los diversos ambientes y niveles.
La misma Iglesia promueve, ante todo, un
diálogo ecuménico, esto es, entre las Iglesias y Comunidades
eclesiales que comparten la fe en Cristo, Hijo de Dios y único Salvador;
es un diálogo con las otras comunidades de hombres que, al igual
que los cristianos, buscan a Dios y quieren tener una relación de
comunión con Él.
En la base de este diálogo con las
otras Iglesias y Comunidades eclesiales y con las otras religiones -y como
condición de su credibilidad y eficacia- debe darse un esfuerzo sincero
de diálogo permanente y renovado dentro de la misma Iglesia católica.
Ella es consciente de ser por su naturaleza, sacramento de la comunión
universal de caridad;(124) y es también consciente de las tensiones
que existen en su interior, que corren el riesgo de convertirse en factores
de división.
La invitación apremiante y firme dirigida
por mi Predecesor Pablo VI con ocasión del Año Santo de 1975,(125)
sirve también en el momento presente. Para conseguir la superación
de los conflictos y hacer que las normales tensiones no resulten perjudiciales
para la unidad de la Iglesia, es menester que todos nos dejemos interpelar
por la Palabra de Dios y, abandonando los propios puntos de vista subjetivos,
busquemos la verdad donde quiera que se encuentre, o sea, en la misma Palabra
divina y en la interpretación auténtica que da de ella el
Magisterio de la Iglesia. Bajo esta luz, la escucha recíproca, el
respeto y la abstención de todo juicio apresurado, la paciencia,
la capacidad de evitar que la fe que une esté subordinada a las opiniones,
modas, opciones ideológicas que dividen, son cualidades de un diálogo
que dentro de la Iglesia debe ser constante, decidido y sincero. Es evidente
que no sería tal y no se convertiría en un factor de reconciliación,
sin prestar atención al Magisterio y su aceptación.
De este modo, la Iglesia católica,
empeñada concretamente en la búsqueda de la propia comunión
interna, puede dirigir la llamada a la reconciliación -como lo está
haciendo ya desde hace tiempo- a las otras Iglesias con la cuales no hay
plena comunión, así como a las otras religiones e incluso
al que busca a Dios con corazón sincero.
A la luz del Concilio y del Magisterio de
mis Predecesores, cuya herencia preciosa he recibido y me esfuerzo por conservar
y poner en práctica, puedo afirmar que la Iglesia católica
se empeña a todos los niveles en el diálogo ecuménico
con lealtad, sin fáciles optimismos, pero también sin desconfianzas,
dudas o retrasos. Las leyes fundamentales que intenta seguir en este diálogo
son, por una parte, la persuasión de que sólo un ecumenismo
espiritual -o sea basado en la oración común y en la docilidad
común al único Señor- permite responder sincera y seriamente
a las demás exigencias de la acción ecuménica;(126)
por otra parte, la convicción de que un cierto fácil "irenismo"en
materia doctrinal y, sobre todo, dogmática podría conducir
tal vez a una forma de convivencia superficial y no durable, pero no a aquella
comunión profunda y estable que todos deseamos. Se llegará
a esta comunión en el instante querido por la divina Providencia;
pero para alcanzarla, la Iglesia católica, en cuanto le concierne,
sabe que debe estar abierta y ser sensible a todos "los valores verdaderamente
cristianos, procedentes del patrimonio común que se encuentra entre
nuestros hermanos separados",(127) pero que debe a la vez poner en
la base de un diálogo leal y constructivo la claridad de las posiciones,
la fidelidad y la coherencia con la fe transmitida y definida por su Magisterio
siguiendo la tradición cristiana. Además, no obstante la amenaza
de un determinado "derrotismo", y a pesar de la lentitud inevitable
que la ligereza nunca podría corregir, la Iglesia católica
sigue buscando con todos los demás hermanos cristianos separados
el camino de la unidad, y con los seguidores de las otras religiones un
diálogo sincero. Ojalá este diálogo interreligioso
pueda conducir a la superación de toda actitud hostil, desconfiada,
de condena mutua y hasta de invectiva mutua como condición preliminar
al encuentro, al menos, en la fe en un único Dios y en la seguridad
de la vida eterna para el alma inmortal. Quiera el Señor que especialmente
el diálogo ecuménico lleve a una reconciliación sincera
en torno a aquello que podamos tener ya en común con las Iglesias
cristianas: la fe en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, como Salvador
y Señor, escuchar la Palabra, el estudio de la Revelación
y el Sacramento del Bautismo.
En la medida en que la Iglesia es capaz de
crear concordia activa -la unidad en la variedad- dentro de sí misma,
y de presentarse como testigo y operadora humilde de reconciliación
respecto a las otras religiones cristianas y no cristianas, se convierte,
según la expresiva definición de San Agustín, en "un
mundo reconciliado".(128) Sólo así podrá ser signo
de reconciliación en el mundo y para el mundo.
Consciente de la suma gravedad de la situación
creada por las fuerzas de la división y la guerra, que constituye
hoy una fuerte amenaza no sólo para el equilibrio y la armonía
de las Naciones sino para la misma supervivencia de la humanidad, la Iglesia
siente la obligación de ofrecer y proponer su colaboración
específica para la superación de los conflictos y el restablecimiento
de la concordia.
Es un diálogo complejo y delicado
de reconciliación, en el que la Iglesia se empeña, ante todo,
mediante la actividad de la Santa Sede y de sus diversos Organismos. La
Santa Sede se esfuerza por intervenir ya sea ante los gobernantes de las
Naciones y los responsables de las distintas instancias internacionales,
ya sea para asociarse con ellos, dialogando con ellos o estimulándoles
a dialogar entre sí, en favor de la reconciliación en medio
de los numerosos conflictos. La Iglesia realiza esto no por segundas causas
o intereses ocultos -porque no los tiene-, sino "por una preocupación
humanitaria",(129) poniendo su estructura institucional y su autoridad
moral, del todo singulares, al servicio de la concordia y la paz. Hace esto
convencida de que como "en la guerra dos partes se levantan una contra
la otra", así "en la cuestión de la paz también
existen siempre y necesariamente dos partes que deben saber empeñarse",
y en esto "consiste el verdadero sentido del diálogo en favor
de la paz".(130)
En el diálogo en favor de la reconciliación
la Iglesia se empeña también mediante los Obispos, con la
competencia y responsabilidad que les es propia, tanto individualmente en
la dirección de sus respectivas Iglesias particulares, como reunidos
en las Conferencias Episcopales, con la colaboración de los Presbíteros
y de todos los miembros de las Comunidades cristianas. Cumplen puntualmente
su deber cuando promueven el diálogo indispensable y proclaman las
exigencias humanas y cristianas de reconciliación y paz. En comunión
con sus Pastores, los seglares que tienen como "campo propio de su
actividad evangelizadora el mundo vasto y complejo de la política,
de la realidad social, de la economía ... de la vida internacional",(131)
son llamados a comprometerse directamente en el diálogo o en favor
del diálogo para la reconciliación. A través de ellos,
la Iglesia sigue desarrollando su acción reconciliadora. En la regeneración
de los corazones mediante la conversión y la penitencia radica, por
tanto, el presupuesto fundamental y una base firme para cualquier renovación
social duradera y para la paz entre las naciones.
Hay que reafirmar que, por parte de la Iglesia
y sus miembros, el diálogo, de cualquier forma se desarrolle -y son
y pueden ser muy diversas, dado que el mismo concepto de diálogo
tiene un valor analógico- , no podrá jamás partir de
una actitud de indiferencia hacia la verdad, sino que debe ser más
bien una presentación de la misma realizada de modo sereno y respetando
la inteligencia y conciencia ajena. El diálogo de la reconciliación
jamás podrá sustituir o atenuar el anuncio de la verdad evangélica,
que tiene como finalidad concreta la conversión ante el pecado y
la comunión con Cristo y la Iglesia, sino que deberá servir
para su transmisión y puesta en práctica a través de
los medios dejados por Cristo a la Iglesia para la pastoral de la reconciliación:
la catequesis y la penitencia.
La Catequesis
26. En la vasta área en la que la
Iglesia tiene la misión de actuar por medio del diálogo, la
pastoral de la penitencia y de la reconciliación se dirige a los
miembros del cuerpo de la Iglesia, ante todo, con una adecuada catequesis
sobre las dos realidades distintas y complementarias a las que los Padres
Sinodales han dado una importancia particular, y que han puesto de relieve
en algunas de las Propositiones conclusivas: precisamente la penitencia
y la reconciliación. La catequesis, pues, es el primer medio que
hay que emplear.
En la base de la exhortación del Sínodo,
tan oportuna, se encuentra un presupuesto fundamental: lo que es pastoral
no se opone a lo doctrinal, ni la acción pastoral puede prescindir
del contenido doctrinal del que, más bien, saca su esencia y su validez
real. Ahora bien, si la Iglesia es "columna y fundamento de la verdad"(132)
y ha sido puesta en el mundo como Madre y Maestra, ¿cómo podría
olvidar el cometido de enseñar la verdad que constituye un camino
de vida?
De los Pastores de la Iglesia se espera,
ante todo, una catequesis sobre la reconciliación. Esta debe fundamentarse
sobre la enseñanza bíblica, especialmente la neotestamentaria,
sobre la necesidad de restablecer la alianza con Dios en Cristo redentor
y reconciliador y, a la luz y como expansión de esta nueva comunión
y amistad, sobre la necesidad de reconciliarse con el hermano, aun a costa
de tener que interrumpir la ofrenda del sacrificio.(133) Sobre este tema
de la reconciliación fraterna Jesús insiste mucho: por ejemplo,
cuando invita a poner la otra mejilla a quien nos ha golpeado y a dejar
también el manto a quien nos ha quitado la túnica,(134) o
cuando inculca la ley del perdón que cada uno recibe en la medida
en la que sabe perdonar;(135) perdón que hay que ofrecer también
a los enemigos;(136) perdón que hay que conceder setenta veces siete,(137)
es decir, prácticamente sin limitación alguna. Con estas condiciones,
realizables sólo en un clima genuinamente evangélico, es posible
una verdadera reconciliación tanto entre los individuos, como entre
las familias, las comunidades, las naciones y los pueblos. De estos datos
bíblicos sobre la reconciliación derivará naturalmente
una catequesis teológica, la cual integrará en síntesis
también los elementos de la psicología, de la sociologia y
de las otras ciencias humanas, que pueden servir para aclarar las situaciones,
plantear bien los problemas, persuadir a los oyentes o a los lectores a
tomar resoluciones concretas.
De los Pastores de la Iglesia se espera también
una catequesis sobre la penitencia. También aquí la riqueza
del mensaje bíblico debe ser su fuente. Este mensaje subraya en la
penitencia ante todo su valor de conversión, término con el
que se trata de traducir la palabra del texto griego metánoia,(138)
que literalmente significa cambiar radicalmente la actitud del espíritu
para hacerlo volver a Dios. Son éstos, por lo demás, los dos
elementos fundamentales sobresalientes en la parábola del hijo pródigo:
el "volver en sí"(139) y la decisión de regresar
al padre. No puede haber reconciliación sin estas actitudes primordiales
de la conversión; y la catequesis debe explicarlos con conceptos
y términos adecuados a las diversas edades, a las distintas condiciones
culturales, morales y sociales.
Es un primer valor de la penitencia que se
prolonga en el segundo. Penitencia significa también arrepentimiento.
Los dos sentidos de la metánoia aparecen en la consigna significativa
dada por Jesús: "Si tu hermano se arrepiente ( = vuelve a ti),
perdónale. Si siete veces al día peca contra ti y siete veces
se vuelve a ti dicéndote: "Me arrepiento", le perdonarás".(140)
Una buena catequesis enseñará cómo el arrepentimiento,
al igual que la conversión, lejos de ser un sentimiento superficial,
es un verdadero cambio radical del alma.
Un tercer valor contenido en la penitencia
es el movimiento por el que las actitudes precedentes de conversión
y de arrepentimiento se manifiestan al exterior: es el hacer penitencia.
Este significado es bien perceptible en el término metánoia,
como lo usa el Precursor, según el texto de los Sinópticos.(141)
Hacer penitencia quiere decir, sobre todo, restablecer el equilibrio y la
armonía rotos por el pecado, cambiar dirección incluso a costa
de sacrificio.
En fin, una catequesis sobre la penitencia,
la más completa y adecuada posible, es imprescindible en un tiempo
como el nuestro, en el que las actitudes dominantes en la psicología
y en el comportamiento social están tan en contraste con el triple
valor ya ilustrado. Al hombre contemporáneo parece que le cuesta
más que nunca reconocer los propios errores y decidir volver sobre
sus pasos para reemprender el camino después de haber rectificado
la marcha; parece muy reacio a decir "me arrepiento" o "lo
siento"; parece rechazar instintivamente, y con frecuencia irresistiblemente,
todo lo que es penitencia en el sentido del sacrificio aceptado y practicado
para la corrección del pecado. A este respecto, quisiera subrayar
que, aunque mitigada desde hace algún tiempo, la disciplina penitencial
de la Iglesia no puede ser abandonada sin grave daño, tanto para
la vida interior de los cristianos y de la comunidad eclesial como para
su capacidad de irradiación misionera. No es raro que los no cristianos
se sorprendan por el escaso testimonio de verdadera penitencia por parte
de los discípulos de Cristo. Está claro, por lo demás,
que la penitencia cristiana será auténtica si está
inspirada por el amor, y no sólo por el temor; si consiste en un
verdadero esfuerzo por crucificar al "hombre viejo" para que pueda
renacer el "nuevo", por obra de Cristo; si sigue como modelo a
Cristo que, aun siendo inocente, escogió el camino de la pobreza,
de la paciencia, de la austeridad y, podría decirse, de la vida penitencial.
De los Pastores de la Iglesia se espera asimismo
-como ha recordado el Sínodo- una catequesis sobre la conciencia
y su formación. También éste es un tema de gran actualidad
dado que en los sobresaltos a los que está sujeta la cultura de nuestro
tiempo, el santuario interior, es decir lo más íntimo del
hombre, su conciencia, es muy a menudo agredido, probado, turbado y obscurecido.
Para una sabia catequesis sobre la conciencia se pueden encontrar preciosas
indicaciones tanto en los Doctores de la Iglesia, como en la teología
del Concilio Vaticano II, especialmente en los Documentos sobre la Iglesia
en el mundo actual(142) y sobre la libertad religiosa.(143) En esta misma
línea el Pontífice Pablo VI intervino a menudo para recordar
la naturaleza y el papel de la conciencia en nuestra vida.(144) Yo mismo,
siguiendo sus huellas, no dejo ninguna ocasión para hacer luz sobre
esta elevada condición de la grandeza y dignidad del hombre,(145)
sobre esta "especie de sentido moral que nos lleva a discernir lo que
está bien de lo que está mal... es como un ojo interior, una
capacidad visual del espíritu en condiciones de guiar nuestros pasos
por el camino del bien", recalcando la necesidad de formar cristianamente
la propia conciencia, a fin de que ella no se convierta en "una fuerza
destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios
le revela su bien verdadero".(146)
Asimismo, sobre otros puntos de no menor
importancia para la reconciliación se espera la catequesis de los
Pastores de la Iglesia.
· Sobre el sentido del pecado, que
-como he dicho- se ha atenuado no poco en nuestro mundo.
· Sobre la tentación y las tentaciones el mismo Señor
Jesús, Hijo de Dios, "probado en todo igual que nosotros, excepto
en el pecado",(147) quiso ser tentado por el Maligno,(148) para indicar
que, como Él, también los suyos serían sometidos a
la tentación, así como para mostrar cómo conviene comportarse
en la tentación. Para quien pide al Padre no ser tentado por encima
de sus propias fuerzas(149) y no sucumbir a la tentación,(150) para
quien no se expone a las ocasiones, el ser sometido a tentación no
significa haber pecado, sino que es más bien ocasión para
crecer en la fidelidad y en la coherencia mediante la humildad y la vigilancia.
· Sobre el ayuno que puede practicarse en formas antiguas y nuevas,
como signo de conversión, de arrepentimiento y de mortificación
personal y, al mismo tiempo, de unión con Cristo Crucificado, y de
solidaridad con los que padecen hambre y los que sufren.
· Sobre la limosna que es un medio para hacer concreta la caridad,
compartiendo lo que se tiene con quien sufre las consecuencias de la pobreza.
· Sobre el vínculo íntimo que une la superación
de las divisiones en el mundo con la comunión plena con Dios y entre
los hombres, objetivo escatológico de la Iglesia.
· Sobre las circunstancias concretas en las que se debe realizar
la reconciliación (en la familia, en la comunidad civil, en las estructuras
sociales) y, particularmente, sobre la cuádruple reconciliación
que repara las cuatro fracturas fundamentales: reconciliación del
hombre con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado.
· La Iglesia tampoco puede omitir, sin grave mutilación de
su mensaje esencial, una constante catequesis sobre lo que el lenguaje cristiano
tradicional designa como los cuatro novísimos del hombre: muerte,
juicio (particular y universal), infierno y gloria. En una cultura, que
tiende a encerrar al hombre en su vicisitud terrena más o menos lograda,
se pide a los Pastores de la Iglesia una catequesis que abra e ilumine con
la certeza de la fe el más allá de la vida presente; más
allá de las misteriosas puertas de la muerte se perfila una eternidad
de gozo en la comunión con Dios o de pena lejos de Él. Solamente
en esta visión escatológica se puede tener la medida exacta
del pecado y sentirse impulsados decididamente a la penitencia y a la reconciliación.
A los Pastores diligentes y capaces de creatividad no faltan jamás ocasiones para impartir esta catequesis amplia y multiforme, teniendo en cuenta la diversidad de cultura y formación religiosa de aquellos a quienes se dirigen. Las brindan a menudo las lecturas biblicas y los ritos de la Santa Misa y de los Sacramentos, así como las mismas circunstancias en que éstos se celebran.
Para el mismo fin pueden tomarse muchas iniciativas,
como predicaciones, lecciones, debates, encuentros y cursos de cultura religiosa,
etc., como se hace en mucho lugares. Deseo señalar aquí, en
particular, la importancia y eficacia que, para los fines de una catequesis,
tienen las tradicionales misiones populares. Si se adaptan a las exigencias
peculiares, de nuestro tiempo, ellas pueden ser, hoy como ayer, un instrumento
válido de educación en la fe incluso en el sector de la penitencia
y de la reconciliación.
Por la gran importancia que tiene la reconciliación,
fundamentada sobre la conversión, en el delicado campo de las relaciones
humanas y de la convivencia social a todos los niveles, incluido el internacional,
no puede faltar a la catequesis la preciosa aportación de la doctrina
social de la Iglesia. La enseñanza puntual y precisa de mis Predecesores,
a partir del Papa León XIII, a la que se ha añadido la rica
aportación de la Constitución pastoral Gaudium et spes del
Concilio Vaticano II y la de los distintos Episcopados urgidos por diversas
circunstancias en los respectivos Países, constituye un amplio y
sólido cuerpo de doctrina sobre las múltiples exigencias inherentes
a la vida de la comunidad humana, a las relaciones entre individuos, familias,
grupos en sus diferentes ámbitos, y a la misma constitución
de una sociedad que quiera ser coherente con la ley moral, fundamento de
la civilización.
En la base de esta enseñanza social
de la Iglesia se encuentra, obviamente, la visión que ella saca de
la Palabra de Dios sobre los derechos y deberes de los individuos, de la
familia y de la comunidad; sobre el valor de la libertad y las dimensiones
de la justicia; sobre la primacía de la caridad; sobre la dignidad
de la persona humana y las exigencias del bien común, al que deben
mirar la política y la misma economía. Sobre estos principios
fundamentales del Magisterio social, que confirman y proponen de nuevo los
dictámenes universales de la razón y de la conciencia de los
pueblos, se apoya en gran parte la esperanza de una solución pacífica
de tantos conflictos sociales y, en definitiva, de la reconciliación
universal.
Los Sacramentos
27. El segundo medio de institución
divina que la Iglesia ofrece a la pastoral de la penitencia y de la reconciliación,
lo constituyen los Sacramentos.
En el misterioso dinamismo de los Sacramentos,
tan rico de simbolismos y de contenidos, es posible entrever un aspecto
no siempre aclarado: cada uno de ellos, además de su gracia propia,
es signo también de penitencia y reconciliación y, por tanto,
en cada uno de ellos es posible revivir estas dimensiones del espíritu.
El Bautismo es, ciertamente, un baño
salvífico cuyo valor -como dice San Pedro- está "no quitando
la suciedad de la carne, sino demandando a Dios una buena conciencia".(151)
Es muerte, sepultura y resurrección con Cristo muerto, sepultado
y resucitado.(152) Es don del Espíritu Santo por mediación
de Cristo.(153) Pero este elemento esencial y original del Bautismo cristiano,
lejos de eliminar, enriquece el aspecto penitencial ya presente en el bautismo,
que Jesús mismo recibió de Juan, para cumplir toda justicia:(154)
es decir, un hecho de conversión y de reintegración en el
justo orden de las relaciones con Dios, de reconciliación con Él,
con la cancelación de la mancha original y la consiguiente inserción
en la gran familia de los reconciliados.
Igualmente la Confirmación, también
como ratificación del Bautismo -y con él sacramento de iniciación-
al conferir la plenitud del Espíritu Santo y al llevar a su madurez
la vida cristiana, significa y realiza por eso mismo una mayor conversión
del corazón y una pertenencia más íntima y
efectiva a la misma asamblea de los reconciliados, que es la Iglesia de
Cristo.
La definición que San Agustín da de la Eucaristía como sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis,(155) ilumina claramente los efectos de santificación personal (pietas) y de reconciliación comunitaria (unitas y caritas), que derivan de la esencia misma del misterio eucarístico, como renovación incruenta del sacrificio de la Cruz, fuente de salvación y de reconciliación para todos los hombres. Es necesario sin embargo recordar que la Iglesia, guiada por la fe en este augusto Sacramento, enseña que ningún cristiano, consciente de pecado grave, puede recibir la Eucaristía antes de haber obtenido el perdón de Dios. Como se lee en la Instrucción Eucharisticum mysterium, la cual, debidamente aprobada por Pablo VI, confirma plenamente la enseñanza del Concilio Tridentino: "La Eucaristía sea propuesta a los fieles también "como antídoto, que nos libera de las culpas cotidianas y nos preserva de los pecados mortales", y les sea indicado el modo conveniente de servirse de las partes penitenciales de la liturgia de la Misa. "A quien desea comulgar debe recordársele... el precepto: Examínese, pues, el hombre a sí mismo (1 Cor 11, 28). Y la costumbre de la Iglesia muestra que tal prueba es necesaria, para que nadie, consciente de estar en pecado mortal, aunque se considere arrepentido, se acerque a la santa Eucaristía sin hacer previamente la confesión sacramental".
Que, si se encuentra en caso de necesidad
y no tiene manera de confesarse, debe antes hacer un acto de contrición
perfecta".(156)
El sacramento del Orden está destinado
a dar a la Iglesia los Pastores que, además de ser maestros y guías,
están llamados a ser testigos y operadores de unidad, constructores
de la familia de Dios, defensores y preservadores de la comunión
de esta familia contra los fermentos de división y dispersión.
El sacramento del Matrimonio, elevación
del amor humano bajo la acción de la gracia, es signo del amor de
Cristo a la Iglesia y también de la victoria que Él concede
a los esposos de alcanzar sobre las fuerzas que deforman y destruyen el
amor, de modo que la familia, nacida de tal Sacramento, se hace signo también
de la Iglesia reconciliada y reconciliadora para un mundo reconciliado en
todas sus estructuras e instituciones.
La Unción de los Enfermos, finalmente,
en la prueba de la enfermedad y de la ancianidad, y especialmente en la
hora final del cristiano, es signo de la conversión definitiva al
Señor, así como de la aceptación total del dolor y
de la muerte como penitencia por los pecados. Y en esto se realiza la suprema
reconciliación con el Padre.
Sin embargo, entre los Sacramentos hay uno
que, aunque a menudo ha sido llamado de la confesión a causa de la
acusación de los pecados que en él se hace, más propiamente
puede considerarse el sacramento de la Penitencia por antonomasia, como
de hecho se le llama, y por tanto es el sacramento de la conversión
y de la reconciliación. De ese sacramento se ha ocupado particularmente
la reciente Asamblea del Sínodo por la importancia que tiene de cara
a la reconciliación.
CAPÍTULO SEGUNDO
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN
28. El Sínodo, en todas sus fases
y a todos los niveles de su desarrollo, ha considerado con la máxima
atención aquel signo sacramental que representa y a la vez realiza
la penitencia y la reconciliación. Este Sacramento ciertamente no
agota en sí mismo los conceptos de conversión y de reconciliación.
En efecto, la Iglesia desde sus orígenes conoce y valora numerosas
y variadas formas de penitencia: algunas litúrgicas o paralitúrgicas,
que van desde el acto penitencial de la Misa a las funciones propiciatorias
y a las peregrinaciones; otras de carácter ascético, como
el ayuno. Sin embargo, de todos los actos ninguno es más significativo,
ni divinamente más eficaz, ni más elevado y al mismo tiempo
accesible en su mismo rito, que el sacramento de la Penitencia.
El Sínodo, ya desde su preparación
y luego en las numerosas intervenciones habidas durante su desarrollo, en
los trabajos de los grupos y en las Propositiones finales, ha tenido en
cuenta la afirmación pronunciada muchas veces, con tonos y contenido
diversos: el Sacramento de la Penitencia está en crisis. Y el Sínodo
ha tomado nota de tal crisis. Ha recomendado una catequesis profunda, pero
también un análisis no menos profundo de carácter teológico,
histórico, psicológico, sociológico y jurídico
sobre la penitencia en general y el Sacramento de la Penitencia en particular.
Con todo esto ha querido aclarar los motivos de la crisis y abrir el camino
para una solución positiva, en beneficio de la humanidad. Entre tanto,
la Iglesia ha recibido del Sínodo mismo una clara confirmación
de su fe respecto al Sacramento por el que todo cristiano y toda la comunidad
de los creyentes recibe la certeza del perdón mediante la sangre
redentora de Cristo.
Conviene renovar y reafirmar esta fe en el
momento en que ella podría debilitarse, perder algo de su integridad
o entrar en una zona de sombra y de silencio, amenazada como está
por la ya mencionada crisis en lo que ésta tiene de negativo. Insidian
de hecho al Sacramento de la Confesión, por un lado el obscurecimiento
de la conciencia moral y religiosa, la atenuación del sentido del
pecado, la desfiguración del concepto de arrepentimiento, la escasa
tensión hacia una vida auténticamente cristiana; por otro,
la mentalidad, a veces difundida, de que se puede obtener el perdón
directamente de Dios incluso de modo ordinario, sin acercarse al Sacramento
de la reconciliación, y la rutina de una práctica sacramental
acaso sin fervor ni verdadera espiritualidad, originada quizás por
una consideración equivocada y desorientadora sobre los efectos del
Sacramento.
Por tanto, conviene recordar las principales
dimensiones de este gran Sacramento.
"A quien perdonareis"
29. El primer dato fundamental se nos ofrece en los Libros Santos del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre la misericordia del Señor y su perdón. En los Salmos y en la predicación de los profetas el término misericordioso es quizás el que más veces se atribuye al Señor, contrariamente al persistente cliché, según el cual el Dios del Antiguo Testamento es presentado sobre todo como severo y punitivo. Así, en un Salmo, un largo discurso sapiencial, siguiendo la tradición del Éxodo, se evoca de nuevo la acción benigna de Dios en medio de su pueblo. Tal acción, aun en su representación antropomórfica, es quizás una de las más elocuentes proclamaciones veterotestamentarias de la misericordia divina. Baste citar aquí el versículo:
"Pero es misericordioso y perdonaba
la iniquidad, y no los exterminó, refrenando muchas veces su ira
para que no se desfogara su cólera. Se acordó de que eran
carne, un soplo que pasa y no vuelve"(157)
En la plenitud de los tiempos, el Hijo de
Dios, viniendo como el Cordero que quita y carga sobre sí el pecado
del mundo,(158) aparece como el que tiene el poder tanto de juzgar(159)
como el de perdonar los pecados,(160) y que ha venido no para condenar,
sino para perdonar y salvar.(161)
Ahora bien, este poder de perdonar los pecados Jesús lo confiere, mediante el Espíritu Santo, a simples hombres, sujetos ellos mismos a la insidia del pecado, es decir a sus Apóstoles: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos".(162) Es ésta una de las novedades evangélicas más notables.
Jesús confirió tal poder a
los Apóstoles incluso como transmisible -así lo ha en tendido
la Iglesia desde sus comienzos- a sus sucesores, investidos por los mismos
Apóstoles de la misión y responsabilidad de continuar su obra
de anunciadores del Evangelio y de ministros de la obra redentora de Cristo.
Aquí se revela en toda su grandeza
la figura del ministro del Sacramento de la Penitencia, llamado, por costumbre
antiquisima, el confesor.
Como en el altar donde celebra la Eucaristía
y como en cada uno de los Sacramentos, el Sacerdote, ministro de la Penitencia,
actúa "in persona Christi". Cristo, a quien él hace
presente, y por su medio realiza el misterio de la remisión de los
pecados, es el que aparece como hermano del hombre,(163) pontífice
misericordioso, fiel y compasivo,(164) pastor decidido a buscar la oveja
perdida,(165) médico que cura y conforta,(166) maestro único
que enseña la verdad e indica los caminos de Dios,(167) juez de los
vivos y de los muertos,(168) que juzga según la verdad y no según
las apariencias.(169)
Este es, sin duda, el más difícil
y delicado, el más fatigoso y exigente, pero también uno de
los más hermosos y consoladores ministerios del Sacerdote; y precisamente
por esto, atento también a la fuerte llamada del Sínodo, no
me cansaré nunca de invitar a mis Hermanos Obispos y Presbíteros
a su fiel y diligente cumplimiento.(170) Ante la conciencia del fiel, que
se abre al confesor con una mezcla de miedo y de confianza, éste
está llamado a una alta tarea que es servicio a la penitencia y a
la reconciliación humana: conocer las debilidades y caídas
de aquel fiel, valorar su deseo de recuperación y los esfuerzos para
obtenerla, discernir la acción del Espíritu santificador en
su corazón, comunicarle un perdón que sólo Dios puede
conceder, "celebrar" su reconciliación con el Padre representada
en la parábola del hijo pródigo, reintegrar a aquel pecador
rescatado en la comunión eclesial con los hermanos, amonestar paternalmente
a aquel penitente con un firme, alentador y amigable "vete y no peques
más".(171)
Para un cumplimiento eficaz de tal ministerio,
el confesor debe tener necesariamente cualidades humanas de prudencia, discreción,
discernimiento, firmeza moderada por la mansedumbre y la bondad. Él
debe tener, también, una preparación seria y cuidada, no fragmentaria
sino integral y armónica, en las diversas ramas de la teología,
en la pedagogía y en la psicología, en la metodología
del diálogo y, sobre todo, en el conocimiento vivo y comunicativo
de la Palabra de Dios. Pero todavía es más necesario que él
viva una vida espiritual intensa y genuina. Para guiar a los demás
por el camino de la perfección cristiana, el ministro de la Penitencia
debe recorrer en primer lugar él mismo este camino y, más
con los hechos que con largos discursos dar prueba de experiencia real de
la oración vivida, de práctica de las virtudes evangélicas
teologales y morales, de fiel obediencia a la voluntad de Dios, de amor
a la Iglesia y de docilidad a su Magisterio.
Todo este conjunto de dotes humanas, de virtudes
cristianas y de capacidades pastorales no se improvisa ni se adquiere sin
esfuerzo. Para el ministerio de la Penitencia sacramental cada sacerdote
debe ser preparado ya desde los años del Seminario junto con el estudio
de la teología dogmática, moral, espiritual y pastoral (que
son siempre una sola teología), las ciencias del hombre, la metodología
del diálogo y, especialmente, del coloquio pastoral. Después
deberá ser iniciado y ayudado en las primeras experiencias. Siempre
deberá cuidar la propia perfección y la puesta al día
con el estudio permanente. ¡Qué tesoro de gracia, de vida verdadera
e irradiación espiritual no tendría la Iglesia si cada Sacerdote
se mostrase solícito en no faltar nunca, por negligencia o pretextos
varios, a la cita con los fieles en el confesionario, y fuera todavía
más solícito en no ir sin preparación o sin las indispensables
cualidades humanas y las condiciones espirituales y pastorales!
A este propósito debo recordar con
devota admiración las figuras de extraordinarios apóstoles
del confesionario, como San Juan Nepomuceno, San Juan María Vianney,
San José Cafasso y San Leopoldo de Castelnuovo, citando a los más
conocidos que la Iglesia ha inscrito en el catálogo de sus Santos.
Pero yo deseo rendir homenaje también a la innumerable multitud de
confesores santos y casi siempre anónimos, a los que se debe la salvación
de tantas almas ayudadas por ellos en su conversión, en la lucha
contra el pecado y las tentaciones, en el progreso espiritual y, en definitiva,
en la santificación. No dudo en decir que incluso los grandes Santos
canonizados han salido generalmente de aquellos confesionarios; y con los
Santos, el patrimonio espiritual de la Iglesia y el mismo florecimiento
de una civilización impregnada de espíritu cristiano. Honor,
pues, a este silencioso ejército de hermanos nuestros que han servido
bien y sirven cada día a la causa de la reconciliación mediante
el ministerio de la Penitencia sacramental.
El Sacramento del perdón
30. De la revelación del valor de
este ministerio y del poder de perdonar los pecados, conferido por Cristo
a los Apóstoles y a sus sucesores, se ha desarrollado en la Iglesia
la conciencia del signo del perdón, otorgado por medio del Sacramento
de la Penitencia. Este da la certeza de que el mismo Señor Jesús
instituyó y confió a la Iglesia -como don de su benignidad
y de su "filantropía"(172) ofrecida a todos- un Sacramento
especial para el perdón de los pecados cometidos después del
Bautismo.
La práctica de este Sacramento, por
lo que se refiere a su celebración y forma, ha conocido un largo
proceso de desarrollo, como atestiguan los sacramentarios más antiguos,
las actas de Concilios y de Sínodos episcopales, la predicación
de los Padres y la enseñanza de los Doctores de la Iglesia. Pero
sobre la esencia del Sacramento ha quedado siempre sólida e inmutable
en la conciencia de la Iglesia la certeza de que, por voluntad de Cristo,
el perdón es ofrecido a cada uno por medio de la absolución
sacramental, dada por los ministros de la Penitencia; es una certeza reafirmada
con particular vigor tanto por el Concilio de Trento,(173) como por el Concilio
Vaticano II: "Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen
de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él
y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando,
y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las
oraciones".(174) Y como dato esencial de fe sobre el valor y la finalidad
de la Penitencia se debe reafirmar que Nuestro Salvador Jesucristo instituyó
en su Iglesia el Sacramento de la Penitencia, para que los fieles caídos
en pecado después del Bautismo recibieran la gracia y se reconciliaran
con Dios.(175)
La fe de la Iglesia en este Sacramento comporta
otras verdades fundamentales, que son ineludibles. El rito sacramental de
la Penitencia, en su evolución y variación de formas prácticas,
ha conservado siempre y puesto de relieve estas verdades. El Concilio Vaticano
II, al prescribir la reforma de tal rito, deseaba que éste expresara
aún más claramente tales verdades,(176) y esto ha tenido lugar
con el nuevo Rito de la Penitencia.(177) En efecto, éste ha tomado
en su integridad la doctrina de la tradición recogida por el Concilio
Tridentino, transfiriéndola de su particular contexto histórico
(el de un decidido esfuerzo de esclarecimiento doctrinal ante las graves
desviaciones de la enseñanza genuina de la Iglesia) para traducirla
fielmente en términos más ajustados al contexto de nuestro
tiempo.
Algunas convicciones fundamentales
31. Las mencionadas verdades, reafirmadas
con fuerza y claridad por el Sínodo, y presentes en las Propositiones,
pueden resumirse en las siguientes convicciones de fe, en torno a las que
se reúnen las demás afirmaciones de la doctrina católica
sobre el Sacramento de la Penitencia.
I. La primera convicción es que, para
un cristiano, el Sacramento de la Penitencia es el camino ordinario para
obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos
después del Bautismo. Ciertamente, el Salvador y su acción
salvífica no están ligados a un signo sacramental, de tal
manera que no puedan en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación
actuar fuera y por encima de los Sacramentos. Pero en la escuela de la fe
nosotros aprendemos que el mismo Salvador ha querido y dispuesto que los
humildes y preciosos Sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios
eficaces por los que pasa y actúa su fuerza redentora. Sería
pues insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente
de los instrumentos de gracia y de salvación que el Señor
ha dispuesto y, en su caso específico, pretender recibir el perdón
prescindiendo del Sacramento instituido por Cristo precisamente para el
perdón. La renovación de los ritos, realizada después
del Concilio, no autoriza ninguna ilusión ni alteración en
esta dirección. Esta debía y debe servir, según la
intención de la Iglesia, para suscitar en cada uno de nosotros un
nuevo impulso de renovación de nuestra actitud interior, esto es,
hacia una comprensión más profunda de la naturaleza del Sacramento
de la Penitencia; hacia una aceptación del mismo más llena
de fe, no ansiosa sino confiada; hacia una mayor frecuencia del Sacramento,
que se percibe como lleno del amor misericordioso del Señor.
II. La segunda convicción se refiere
a la función del Sacramento de la Penitencia para quien acude a él.
Este es, según la concepción tradicional más antigua,
una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal
de misericordia, más que de estrecha y rigurosa justicia, de modo
que no es comparable sino por analogía a los tribunales humanos,(178)
es decir, en cuanto que el pecador descubre allí sus pecados y su
misma condidón de criatura sujeta al pecado; se compromete a renunciar
y a combatir el pecado; acepta la pena (penitencia sacramental) que el confesor
le impone, y recibe la absolución.
Pero reflexionando sobre la función
de este Sacramento, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además
del carácter de juicio en el sentido indicado, un carácter
terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que
es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como médico,(179)
mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad
cristiana, "medicina salutis". "Yo quiero curar, no acusar",
decía san Augustín refiriéndose a la práctica
de la pastoral penitencial,(180) y es gracias a la medicina de la confesión
que la experiencia del pecado no degenera en desesperación.(181)
El Rito de la Penitencia alude a este aspecto medicinal del Sacramento,(182)
al que el hombre contemporáneo es quizas más sensible, viendo
en el pecado, ciertamente, lo que comporta de error, pero todavía
más lo que demuestra en orden a la debilidad y enfermedad humana.
Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo.
Y precisamente por esto el Sacramento implica,
por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados,
que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por
objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación),
sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento.
III. La tercera convicción, que quiero
acentuar se refiere a las realidades o partes que componen el signo sacramental
del perdón y de la reconciliación. Algunas de estas realidades
son actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada
uno o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea
fructuoso.
Una condición indispensable es, ante
todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia del penitente. Un
hombre no se pone en el camino de la penitencia verdadera y genuina, hasta
que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita
en la intimidad del propio ser;(183) hasta que no reconoce haber hecho la
experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta que no dice no
solamente "existe el pecado", sino "yo he pecado"; hasta
que no admite que el pecado ha introducido en su conciencia una división
que invade todo su ser y lo separa de Dios y de los hermanos. El signo sacramental
de esta transparencia de la conciencia es el acto tradicionalmente llamado
examen de conciencia, acto que debe ser siempre no una ansiosa introspección
psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la
ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la
Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro
y modelo de vida, y con el Padre celestial, que nos llama al bien y a la
perfección.(184)
Pero el acto esencial de la Penitencia, por
parte del penitente, es la contrición, o sea, un rechazo claro y
decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver
a cometerlo,(185) por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento.
La contrición, entendida así, es, pues, el principio y el
alma de la conversión, de la metánoia evangélica que
devuelve el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre,
y que tiene en el Sacramento de la Penitencia su signo visible, perfeccionador
de la misma atrición. Por ello, "de esta contrición del
corazón depende la verdad de la penitencia".186
Remitiendo a cuanto la Iglesia, inspirada por la Palabra de Dios, enseña sobre la contrición, me urge subrayar aquí un aspecto de tal doctrina, que debe conocerse mejor y tenerse presente. A menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en vista de un cambio radical de vida.
Pero es bueno recordar y destacar que contrición
y conversión son aún más un acercamiento a la santidad
de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada
por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí
mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida,
la alegría de ser salvados,(187) que la mayoría de los hombres
de nuestro tiempo ha dejado de gustar.
Se comprende, pues, que desde los primeros
tiempos cristianos, siguiendo a los Apóstoles y a Cristo, la Iglesia
ha incluido en el signo sacramental de la Penitencia la acusación
de los pecados. Esta aparece tan importante que, desde hace siglos, el nombre
usual del Sacramento ha sido y es todavia el de confesión. Acusar
los pecados propios es exigido ante todo por la necesidad de que el pecador
sea conocido por aquel que en el Sacramento ejerce el papel de juez -el
cual debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento
del penitente- y a la vez hace el papel de médico, que debe conocer
el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo. Pero la confesión
individual tiene también el valor de signo; signo del encuentro del
pecador con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo
del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del comprenderse
a sí mismo bajo la mirada de Dios. La acusación de los pecados,
pues, no se puede reducir a cualquier intento de autoliberación psicológica,
aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a
alguno, la cual es connatural al corazón humano; es un gesto litúrgico,
solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado.
Es el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por
él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía;
gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia
que perdona.(188) Se comprende entonces por qué la acusación
de los pecados debe ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que
el pecado es un hecho profundamente personal. Pero, al mismo tiempo, esta
acusación arranca en cierto modo el pecado del secreto del corazón
y, por tanto, del ámbito de la pura individualidad, poniendo de relieve
también su carácter social, porque mediante el ministro de
la Penitencia es la Comunidad eclesial, dañada por el pecado, la
que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado.
Otro momento esencial del Sacramento de la
Penitencia compete ahora al confesor juez y médico, imagen de Dios
Padre que acoge y perdona a aquél que vuelve: es la absolución.
Las palabras que la expresan y los gestos que la acompañan en el
antiguo y en el nuevo Rito de la Penitencia revisten una sencillez significativa
en su grandeza. La fórmula sacramental: "Yo te absuelvo ...",
y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada
sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito
y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios. Es
el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad
se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza
salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús
es comunicada al mismo penitente como "misericordia más fuerte
que la culpa y la ofensa", según la definí en la Encíclica
Dives in misericordia. Dios es siempre el principal ofendido por el pecado
-"tibi soli peccavi"- , y sólo Dios puede perdonar. Por
esto la absolución que el Sacerdote, ministro del perdón -aunque
él mismo sea pecador- concede al penitente, es el signo eficaz de
la intervención del Padre en cada absolución y de la "resurrección"
tras la "muerte espiritual", que se renueva cada vez que se celebra
el Sacramento de la Penitencia. Solamente la fe puede asegurar que en aquel
momento todo pecado es perdonado y borrado por la misteriosa intervención
del Salvador.
La satisfacción es el acto final,
que corona el signo sacramental de la Penitencia. En algunos Países
lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después
de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia.
¿Cuál es el significado de esta satisfacción que se
hace, o de esta penitencia que se cumple? No es ciertamente el precio que
se paga por el pecado absuelto y por el perdón recibido; porque ningún
precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la preciosísima
Sangre de Cristo. Las obras de satisfacción -que, aun conservando
un carácter de sencillez y humildad, deberían ser más
expresivas de lo que significan- "quieren decir cosas importantes:
son el signo del compromiso personal que el cristiano ha asumido ante Dios,
en el Sacramento, de comenzar una existencia nueva (y por ello no deberían
reducirse solamente a algunas fórmulas a recitar, sino que deben
consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación);
incluyen la idea de que el pecador perdonado es capaz de unir su propia
mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada,
a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón;
recuerdan que también después de la absolución queda
en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la
imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación
de las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado,
que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia.
Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción.(189)
IV. Queda por hacer una breve alusión
a otras importantes convicciones sobre el Sacramento de la Penitencia.
Ante todo, hay que afirmar que nada es más
personal e intimo que este Sacramento en el que el pecador se encuentra
ante Dios solo con su culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede
arrepentirse en su lugar ni puede pedir perdón en su nombre. Hay
una cierta soledad del pecador en su culpa, que se puede ver dramáticamente
representada en Caín con el pecado "como fiera acurrucada a
su puerta", como dice tan expresivamente el Libro del Génesis,
y con aquel signo particular de maldición, marcado en su frente;(190)
o en David, reprendido por el profeta Natán;(191) o en el hijo pródigo,
cuando toma conciencia de la condición a la que se ha reducido por
el alejamiento del padre y decide volver a él:(192) todo tiene lugar
solamente entre el hombre y Dios. Pero al mismo tiempo es innegable la dimensión
social de este Sacramento, en el que es la Iglesia entera -la militante,
la purgante y la gloriosa del Cielo- la que interviene para socorrer al
penitente y lo acoge de nuevo en su regazo, tanto más que toda la
Iglesia había sido ofendida y herida por su pecado. El Sacerdote,
ministro de la penitencia, aparece en virtud de su ministerio sagrado como
testigo y representante de esa dimensión eclesial. Son dos aspectos
complementarios del Sacramento: la individualidad y la eclesialidad, que
la reforma progresiva del rito de la Penitencia, especialmente la del Ordo
Paenitentiae promulgada por Pablo VI, ha tratado de poner de relieve y de
hacer más significativos en su celebración.
V. Hay que subrayar también que el
fruto más precioso del perdón obtenido en el Sacramento de
la Penitencia consiste en la reconciliación con Dios, la cual tiene
lugar en la intimadad del corazón del hijo pródigo, que es
cada penitente. Pero hay que añadir que tal reconciliación
con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones
que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado
se reconcilia consigo mismo en el fondo más intimo de su propio ser,
en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos,
agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia
con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación. De tal convencimiento,
al terminar la celebración -y siguiendo la invitación de la
Iglesia- surge en el penitente el sentimiento de agradecimiento a Dios por
el don de la misericordia recibida.
Cada confesionario es un lugar privilegiado
y bendito desde el cual, canceladas las divisiones, nace nuevo e incontaminado
un hombre reconciliado, un mundo reconciliado.
VI. Finalmente, tengo particular interés
en hacer una última consideración, que se dirige a todos nosotros
Sacerdotes que somos los ministros del Sacramento de la Penitencia, pero
que somos también -y debemos serlo- sus beneficiarios. La vida espiritual
y pastoral del Sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende,
para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal
del Sacramento de la Penitencia.(193) La celebración de la Eucaristía
y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación
con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración
con el Obispo, la vida de oración, en una palabra toda la existencia
sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia
o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una
auténtica fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En
un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote
y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta
también la Comunidad de la que es pastor.
Pero añado también que el Sacerdote -incluso para ser un ministro bueno y eficaz de la Penitencia- necesita recurrir a la fuente de gracia y santidad presente en este Sacramento.
Nosotros Sacerdotes basándonos en
nuestra experiencia personal, podemos decir con toda razón que, en
la medida en la que recurrimos atentamente al Sacramento de la Penitencia
y nos acercamos al mismo con frecuencia y con buenas disposiciones, cumplimos
mejor nuestro ministerio de confesores y aseguramos el beneficio del mismo
a los penitentes. En cambio, este ministerio perdería mucho de su
eficacia, si de algun modo dejáramos de ser buenos penitentes. Tal
es la lógica interna de este gran Sacramento. Él nos invita
a todos nosotros, Sacerdotes de Cristo,
a una renovada atención en nuestra confesión personal.
A su vez, la experiencia personal es, y debe
ser hoy, un estímulo para el ejercicio diligente, regular, paciente
y fervoroso del sagrado ministerio de la Penitencia, en que estamos comprometidos
en virtud de nuestro sacerdocio, de nuestra vocación a ser pastores
y servidores de nuestros hermanos. También con la presente Exhortación
dirijo, pues, una insistente invitación a todos los Sacerdotes del
mundo, especialmente a mis Hermanos en el episcopado y a los Párrocos,
a que faciliten con todas sus fuerzas la frecuencia de los fieles a este
Sacramento, y pongan en acción todos los medios posibles y convenientes,
busquen todos los caminos para hacer llegar al mayor número de nuestros
hermanos la "gracia que nos ha sido dada" mediante la Penitencia
para la reconciliación de cada alma y de todo el mundo con Dios en
Cristo.
Las formas de la celebración
32. Siguiendo las indicaciones del Concilio
Vaticano II, el Ordo Paenitentiae ha autorizado tres formas que, salvando
siempre los elementos esenciales, permiten adaptar la celebración
del Sacramento de la Penitencia a determinadas circunstancias pastorales.
La primera forma -reconciliación de
cada penitente- constituye el único modo normal y ordinario de la
celebración sacramental, y no puede ni debe dejar de ser usada o
descuidada. La segunda -reconciliación de varios penitentes con confesión
y absolución individual-, aunque con los actos preparatorios permite
subrayar más los aspectos comunitarios del Sacramento, se asemeja
a la primera forma en el acto sacramental culminante, que es la confesión
y la absolución individual de los pecados, y por eso puede equipararse
a la primera forma en lo referente a la normalidad del rito. En cambio,
la tercera -reconciliación de varios penitentes con confesión
y absolución general- reviste un carácter de excepción
y por tanto no queda a la libre elección, sino que está regulada
por la disciplina fijada para el caso.
La primera forma permite la valorización
de los aspectos más propiamente personales -y esenciales- que están
comprendidos en el itinerario penitencial. El diálogo entre penitente
y confesor, el conjunto mismo de los elementos utilizados (los textos bíblicos,
la elección de la forma de "satisfacción", etc.)
son elementos que hacen la celebración sacramental más adecuada
a la situación concreta del penitente. Se descubre el valor de tales
elementos cuando se piensa en las diversas razones que llevan al cristiano
a la penitencia sacramental: una necesidad de reconciliación personal
y de readmisión a la amistad con Dios, obteniendo la gracia perdida
a causa del pecado; una necesidad de verificación del camino espiritual
y, a veces, de un discernimiento vocacional más preciso; otras muchas
veces una necesidad y deseo de salir de un estado de apatía espiritual
y de crisis religiosa. Gracias también a su índole individual
la primera forma de celebración permite asociar el Sacramento de
la Penitencia a algo distinto, pero conciliable con ello: me refiero a la
dirección espiritual. Es pues cierto que la decisión y el
empeño personal están claramente significados y promovidos
en esta primera forma.
La segunda forma de celebración, precisamente
por su carácter comunitario y por la modalidad que la distingue,
pone de relieve algunos aspectos de gran importancia: la Palabra de Dios
escuchada en común tiene un efecto singular respecto a su lectura
individual, y subraya mejor el carácter eclesial de la conversión
y de la reconciliación. Esta resulta particularmente significativa
en los diversos tiempos del año litúrgico y en conexión
con acontecimientos de especial importancia pastoral. Baste indicar aquí
que para su celebración es oportuna la presencia de un número
suficiente de confesores.
Es natural, por tanto, que los criterios
para establecer a cual de las dos formas de celebración se deba recurrir
estén dictados no por motivaciones conyunturales y subjetivas, sino
por el deseo de obtener el verdadero bien espiritual de los fieles, obedeciendo
a la disciplina penitencial de la Iglesia.
Será bueno también recordar
que, para una equilibrada orientación espiritual y pastoral al respecto,
es necesario seguir atribuyendo gran valor y educar a los fieles a recurrir
al Sacramento de la Penitencia incluso sólo para los pecados veniales,
como lo atestiguan una tradición doctrinal y una praxis ya seculares.
Aun sabiendo y enseñando que los pecados
veniales son perdonados también de otros modos -piénsese en
los actos de dolor, en las obras de caridad, en la oración, en los
ritos penitenciales- , la Iglesia no cesa de recordar a todos la riqueza
singular del momento sacramental también con referencia a tales pecados.
El recurso frecuente al Sacramento -al que están obligadas algunas
categorías de fieles- refuerza la conciencia de que también
los pecados menores ofenden a Dios y dañan a la Iglesia, Cuerpo de
Cristo, y su celebración es para ellos "la ocasión y
el estímulo para conformarse más íntimamente a Cristo
y a hacerse más dóciles a la voz del Espíritu".(194)
Sobre todo hay que subrayar el hecho de que la gracia propia de la celebración
sacramental tiene una gran virtud terapéutica y contribuye a quitar
las raíces mismas del pecado.
El cuidado del aspecto celebrativo,(195)
con particular referencia a la importancia de la Palabra de Dios, leída,
recordada y explicada, cuando sea posible y oportuno, a los fieles y con
los fieles, contribuirá a vivificar la práctica del Sacramento
y a impedir que caiga en una formalidad o rutina. El penitente habrá
de ser más bien ayudado a descubrir que está viviendo un acontecimiento
de salvación, capaz de infundir un nuevo impulso de vida y una verdadera
paz en el corazón. Este cuidado por la celebración llevará
también a fijar en cada Iglesia los tiempos apropiados para la celebración
del Sacramento, y a educar a los fieles, especialmente los niños
y jóvenes, a atenerse a ellos en vía ordinaria, excepto en
casos de necesidad en los que el pastor de almas deberá mostrarse
siempre dispuesto a acoger de buena gana a quien recurra a él.
La celebración del Sacramento con
absolución general
33. En el nuevo ordenamiento litúrgico
y, más recientemente, en el nuevo Código de Derecho Canónico,(196)
se precisan las condiciones que legitiman el recurso al "rito de la
reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución
general". Las normas y las disposiciones dadas sobre este punto, fruto
de madura y equilibrada consideración, deben ser acogidas y aplicadas,
evitando todo tipo de interpretación arbitraria.
Es oportuno reflexionar de manera más profunda sobre los motivos que imponen la celebración de la Penitencia en una de las dos primeras formas y que permiten el recurso a la tercera forma.
Ante todo hay una motivación de fidelidad
a la voluntad del Señor Jesús, transmitida por la doctrina
de la Iglesia, y de obediencia, además, a las leyes de la Iglesia.
El Sínodo ha ratificado en una de sus Propositiones la enseñanza
inalterada que la Iglesia ha recibido de la más antigua Tradición,
y la ley con la que ella ha codificado la antigua praxis penitencial: la
confesión individual e íntegra de los pecados con la absolución
igualmente individual constituye el único modo ordinario, con el
que el fiel, consciente de pecado grave, es reconciliado con Dios y con
la Iglesia. De esta ratificación de la enseñanza de la Iglesia,
resulta claramente que cada pecado grave debe ser siempre declarado, con
sus circunstancias determinantes, en una confesión individual.
Hay también una motivación
de orden pastoral. Si es verdad que, recurriendo a las condiciones exigidas
por la disciplina canónica, se puede hacer uso de la tercera forma
de celebración, no se debe olvidar sin embargo que ésta no
puede convertirse en forma ordinaria, y que no puede ni debe usarse -lo
ha repetido el Sínodo- si no es "en casos de grave necesidad",
quedando firme la obligación de confesar individualmente los pecados
graves antes de recurrir de nuevo a otra absolución general. El Obispo,
por tanto, al cual únicamente toca, en el ámbito de su diócesis,
valorar si existen en concreto las condiciones que la ley canónica
establece para el uso de la tercera forma, dará este juicio sintiendo
la grave carga que pesa sobre su conciencia en el pleno respeto de la ley
y de la praxis de la Iglesia, y teniendo en cuenta, además, los criterios
y orientaciones concordados -sobre la base de las consideraciones doctrinales
y pastorales antes expuestas- con los otros miembros de la Conferencia Episcopal.
Igualmente, será siempre una auténtica preocupación
pastoral poner y garantizar las condiciones que hacen que el recurso a la
tercera forma sea capaz de dar los frutos espirituales para los que está
prevista. Ni el uso excepcional de la tercera forma de celebración
deberá llevar jamás a una menor consideración, y menos
al abandono, de las formas ordinarias, ni a considerar esta forma como alternativa
a las otras dos; no se deja en efecto a la libertad de los pastores y de
los fieles el escoger entre las mencionadas formas de celebración
aquella considerada más oportuna. A los pastores queda la obligación
de facilitar a los fieles la práctica de la confesión íntegra
e individual de los pecados, lo cual constituye para ellos no sólo
un deber, sino también un derecho inviolable e inalienable, además
de una necesidad del alma. Para los fieles el uso de la tercera forma de
celebración comporta la obligación de atenerse a todas las
normas que regulan su práctica, comprendida la de no recurrir de
nuevo a la absolución general antes de una regular confesión
íntegra e individual de los pecados, que debe hacerse lo antes posible.
Sobre esta norma y la obligación de observarla, los fieles deben
ser advertidos e instruídos por el Sacerdote antes de la absolución.
Con este llamamiento a la doctrina y a la
ley de la Iglesia deseo inculcar en todos el vivo sentido de responsabilidad
, que debe guiarnos al tratar las cosas sagradas, que no son propriedad
nuestra, como es el caso de los Sacramentos, o que tienen derecho a no ser
dejadas en la incertidumbre y en la confusión, como es el caso de
las conciencias. Cosas sagradas -repito- son unas y otras -los Sacramentos
y las conciencias- , y exigen por parte nuestra ser servidas en la verdad.
Esta es la razón de la ley de la Iglesia.
Algunos casos más delicados
34. Creo que debo hacer en este momento una
alusión, aunque brevísima, a un caso pastoral que el Sínodo
ha querido tratar -en cuanto le era posible hacerlo- , y que contempla también
una de las Propositiones. Me refiero a ciertas situaciones, hoy no raras,
en las que se encuentran algunos cristianos, deseosos de continuar la práctica
religiosa sacramental, pero que se ven impedidos por su situación
personal, que está en oposición a las obligaciones asumidas
libremente ante Dios y la Iglesia. Son situaciones que se presentan como
particularmente delicadas y casi insolubles.
Durante el Sínodo, no pocas intervenciones que expresaban el parecer general de los Padres, han puesto de relieve la coexistencia y la mutua influencia de dos principios, igualmente importantes, ante estos casos. El primero es el principio de la compasión y de la misericordia, por el que la Iglesia, continuadora de la presencia y de la obra de Cristo en la historia, no queriendo la muerte del pecador sino que se convierta y viva,(197) atenta a no romper la caña rajada y a no apagar la mecha que humea todavía,(198) trata siempre de ofrecer, en la medida en que le es posible, el camino del retorno a Dios y de la reconciliación con Él. El otro es el principio de la verdad y de la coherencia, por el cual la Iglesia no acepta llamar bien al mal y mal al bien.
Basándose en estos dos principios
complementarios, la Iglesia desea invitar a sus hijos, que se encuentran
en estas situaciones dolorosas, a acercarse a la misericordia divina por
otros caminos, pero no por el de los Sacramentos de la Penitencia y de la
Eucaristía, hasta que no hayan alcanzado las disposiciones requeridas.
Sobre esta materia, que aflige profundamente
también nuestro corazón de pastores, he creído deber
mío decir palabras claras en la Exhortación Apostólica
Familiaris consortio, por lo que se refiere al caso de divorciados casados
de nuevo,(199) o en cualquier caso al de cristianos que conviven irregularmente.
Asimismo siento el vivo deber de exhortar,
en unión con el Sínodo, a las comunidades eclesiales y sobre
todo a los Obispos, para que presten toda ayuda posible a aquellos Sacerdotes
que, faltando a los graves compromisos asumidos en la Ordenación,
se encuentran en situaciones irregulares. Ninguno de estos hermanos debe
sentirse abandonado por la Iglesia.
Para todos aquellos que no se encuentran
actualmente en las condiciones objetivas requeridas por el Sacramento de
la Penitencia, las muestras de bondad maternal por parte de la Iglesia,
el apoyo de actos de piedad fuera de los Sacramentos, el esfuerzo sincero
por mantenerse en contacto con el Señor, la participación
a la Misa, la repetición frecuente de actos de fe, de esperanza y
de caridad, de dolor lo más perfecto posible, podrán preparar
el camino hacia una reconciliación plena en la hora que sólo
la Providencia conoce.
DESEO CONCLUSIVO
35. Al final de este Documento, se hace eco
en mí y deseo repetir a todos vosotros la exhortación que
el primer Obispo de Roma, en una hora crítica al principio de la
Iglesia, dirigió "a los elegidos extranjeros en la diáspora
... elegidos según la presciencia de Dios Padre". "Todos
tengan un mismo sentir, sean compasivos, fraternales, misericordiosos, humildes".(200)
El Apóstol recomendaba: "Tengan todos un mismo sentir...";
pero en seguida proseguía señalando los pecados contra la
concordia y la paz, que es necesario evitar: "No devolviendo mal por
mal ni ultraje por ultraje; al contrario, bendiciendo, que para esto hemos
sido llamados, para ser herederos de la bendición". Y concluía
con una palabra de aliento y de esperanza: "¿Y quién
os hará mal si fuereis celosos promovedores del bien?".(201)
Me atrevo a relacionar mi Exhortación,
en una hora no menos crítica de la historia, con la del Príncipe
de los Apóstoles, que se sentó el primero en esta Cátedra
romana, como testigo de Cristo y pastor de la Iglesia, y aquí "presidió
en la caridad" ante el mundo entero. También yo, en comunión
con los Obispos sucesores de los Apóstoles, y confortado por la reflexión
colegial que muchos de ellos, reunidos en el Sínodo, han dedicado
a los temas y problemas de la reconciliación, he querido comunicaros
con el mismo espíritu del pescador de Galilea todo lo que él
decía a nuestros hermanos en la fe, lejanos en el tiempo pero muy
unidos en el corazón: "Tengan todos un mismo sentir..., no devolviendo
mal por mal ..., sean promovedores del bien".(202) Y añadía:
"Que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios,
que padecer haciendo el mal".(203)
Esta consigna está impregnada por
las palabras que Pedro había escuchado del mismo Jesús, y
por conceptos que eran parte de su "gozosa nueva": el nuevo mandamiento
del amor mutuo; el deseo y el compromiso de unidad; las bienaventuranzas
de la misericordia y de la paciencia en la persecución por la justicia;
el devolver bien por mal; el perdón de las ofensas; el amor a los
enemigos. En estas palabras y conceptos está la síntesis original
y transcendente de la ética cristiana o, mejor y más profundamente,
de la espiritualidad de la Nueva Alianza en Jesucristo.
Confío al Padre, rico en misericordia;
confío al Hijo de Dios, hecho hombre como nuestro redentor y reconciliador;
confío al Espíritu Santo, fuente de unidad y de paz, esta
llamada mía de padre y pastor a la penitencia y a la reconciliación.
Que la Trinidad Santísima y adorable haga germinar en la Iglesia
y en el mundo la pequeña semilla que en esta hora deposito en la
tierra generosa de tantos corazones humanos.
Para que en un día no lejano produzca
copiosos frutos, os invito a volver conmigo los ojos al corazón de
Cristo, signo elocuente de la divina misericordia, "propiciación
por nuestros pecados", "nuestra paz y reconciliación"(204)
para recibir el empuje interior a fin de detestar el pecado y convertirse
a Dios, y encuentren en ella la benignidad divina que responde amorosamente
al arrepentimiento humano.
Os invito al mismo tiempo a dirigiros conmigo
al Corazón Inmaculado de María, Madre de Jesús, en
la que "se realizó la reconciliación de Dios con la humanidad...,
se realizó verdaderamente la obra de la reconciliación, porque
recibió de Dios la plenitud de la gracia en virtud del sacrificio
redentor de Cristo".(205) Verdaderamente, María se ha convertido
en la "aliada de Dios" en virtud de su maternidad divina, en la
obra de la reconciliación.(206)
En las manos de esta Madre, cuyo "Fiat"
rnarcó el comienzo de la "plenitud de los tiempos", en
quien fue realizada por Cristo la reconciliación del hombre con Dios
y en su Corazón Inmaculado -al cual he confiado repetidamente toda
la humanidad, turbada por el pecado y maltrecha por tantas tensiones y conflictos-
pongo ahora de modo especial esta intención: que por su intercesión
la humanidad misma descubra y recorra el camino de la penitencia, el único
que podrá conducirlo a la plena reconciliación.
A todos vosotros, que con espíritu
de comunión eclesial en la obediencia y en la fe(207) acogeréis
las indicaciones, sugerencias y directrices contenidas en este Documento,
tratando de convertirlas con una vital praxis pastoral, imparto gustosamente
la confortadora Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día
2 de diciembre, Primer Domingo de Adviento, del año 1984, séptimo
de mi Pontificado.