Acción de la Iglesia por la persona en la sociedad nacional e internacional
La dignidad humana, lo ha recordado Juan Pablo II, es un valor evangélico y el Sínodo de 1974 nos enseñó que la promoción de la justicia es parte integrante de la evangelización. Esta dignidad y esta promoción de la justicia se debe verificar tanto en el orden nacional como en el internacional.
Ocupándonos de la realidad del orden nacional e internacional lo hacemos en una actitud de servicio como pastores, y no desde el ángulo económico, político, o meramente sociológico. Buscamos que haya entre los hombres una mayor comunión y participación en los bienes de todo orden que Dios nos ha dado.
Por eso, queremos ver la situación de la dignidad de la persona humana y de la promoción de la justicia en nuestra realidad latinoamericana, reflexionando sobre la misma a la luz de nuestra fe y de los principios fundados en la misma naturaleza humana para encontrar los criterios y servicios que conducirán nuestra acción pastoral hoy y en el próximo futuro.
A nivel nacional
Recordamos algunos puntos que fueron considerados ya en otras partes de este documento:
Son muchas las causas de esta situación de injusticia, pero en la raíz de todas se encuentra el pecado, tanto en su aspecto personal como en las estructuras mismas.
Con profunda pena comprobamos que se ha agravado la situación de violencia que puede llamarse institucionalizada (subversiva y represiva) en la cual se atropella la dignidad humana hasta en sus derechos más fundamentales.
De modo especial tenemos que señalar que, después de los años cincuenta y no obstante las realizaciones logradas, han fracasado las amplias esperanzas del desarrollo y han aumentado la marginación de grandes mayorías y la explotación de los pobres.
La falta de realización de la persona humana en sus derechos fundamentales se inicia aun antes del nacimiento del hombre por el incentivo de evitar la concepción e incluso de interrumpirla por medio del aborto; prosigue con la desnutrición infantil, el abandono prematuro, la carencia de asistencia médica, de educación y de vivienda, propiciando un desorden constante donde no es de extrañar la proliferación de la criminalidad, de la prostitución, del alcoholismo y de la drogadicción.
Impedido, en este contexto, el acceso a los bienes y servicios sociales y a las decisiones políticas, se agravan los atentados a la libertad de opinión, a la libertad religiosa, a la integridad física. Asesinatos, desapariciones, prisiones arbitrarias, actos de terrorismo, secuestros, torturas continentalmente extendidas, demuestran un total irrespeto por la dignidad de la persona humana. Algunas pretenden justificarse incluso como exigencias de la seguridad nacional.
Nadie puede negar la concentración de la propiedad empresarial, rural y urbana en pocas manos, haciéndose imperioso el reclamo de verdaderas reformas agrarias y urbanas, así como la concentración del poder por las tecnocracias civiles y militares, que frustran los reclamos de participación y de garantías de un Estado democrático.
A nivel internacional
El hombre latinoamericano encuentra una sociedad cada vez más desequilibrada en su convivencia. Hay «mecanismo que, por encontrarse impregnados no de un auténtico humanismo sino de materialismo, producen a nivel internacional ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres» (Juan Pablo II, Discurso inaugural III 4: AAS 71 p. 200). Tales mecanismos se manifiestan en una sociedad programada muchas veces a la luz del egoísmo, en las manipulaciones de la opinión pública, en expropiaciones invisibles y en nuevas formas de dominio supranacional, pues crecen las distancias entre las naciones ricas y pobres. Hay que añadir, además, que en muchos casos el poderío de empresas multinacionales se sobrepone al ejercicio de la soberanía de las naciones y al pleno dominio de sus recursos naturales.
Como consecuencia de los nuevos manejos y de la explotación causada por los sistemas de organización de la economía y de la política internacional, el subdesarrollo del hemisferio puede agravarse y hasta hacerse permanente. Por ello, vemos amenazado el ideal de la integración latinoamericana, hecho lamentable, motivado en gran parte por las ambiciones económicas nacionalistas, por la parálisis de los grandes planes de cooperación y por nuevos conflictos internacionales.
El desequilibrio socio -político a nivel nacional e internacional está creando numerosos desubicados, como son los emigrantes cuyo número puede ser magnitud insospechada en el próximo futuro. A éstos debe añadirse desubicados políticos como son los asilados, los refugiados, desterrados y también los indocumentados de todo género. En una situación de total abandono se encuentran los ancianos, los minusválidos, los errantes y las grandes masas de campesinos e indígenas «casi siempre abandonados en un innoble nivel de vida y a veces atrapados y explotados duramente» (Pablo VI, Discurso a los campesinos, Bogotá, 23. 8. 1968).
Finalmente, no resulta extraño en este complejo problema social el aumento de gastos en armamentos, así como la creación artificial de necesidades superfluas, impuestas desde fuera a los países pobres.
En la sociedad nacional
La realización de la persona se obtiene gracias al ejercicio de sus derechos fundamentales, eficazmente reconocidos, tutelados y promovidos. Por eso la Iglesia, experta en humanidad, tiene que ser voz de los que no tienen voz (de la persona, de la comunidad frente a la sociedad, de las naciones débiles frente a las poderosas) correspondiéndole una actividad de docencia, denuncia y servicio para la comunión y la participación.
Frente a la situación de pecado surge por parte de la Iglesia el deber de denuncia, que tiene que ser objetiva, valiente y evangélica; que no trata de condenar sino de salvar al culpable y a la víctima. Una tal denuncia hecha después de previo entendimiento entre los pastores, llama a la solidaridad interna de la Iglesia y al ejercicio de la colegialidad.
El enunciado de los derechos fundamentales de la persona humana hoy y en el futuro, es y será parte indispensable de su misión evangelizadora. Entre otros, la Iglesia proclama la exigencia y realización de los siguientes derechos:
Derechos individuales: derechos a la vida (a nacer, a la procreación responsable), a la integridad física y síquica, a la protección legal, a la libertad religiosa, a la libertad de opinión, a la participación en los bienes y servicios, a construir su propio destino, al acceso a la propiedad y a «otras formas de dominio privado sobre los bienes exteriores» (GS 71).
Derechos sociales: derecho a la educación, a la asociación, al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la recreación, al desarrollo, al buen gobierno, a la libertad y justicia social, a la participación en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones.
Derechos emergentes: derecho a la propia imagen, a la buena fama, a la privacidad, a la información y expresión objetiva, a la objeción de conciencia «con tal que no se violen las justas exigencias del orden público» (DH 4), y a una visión propia del mundo.
Sin embargo, la Iglesia también enseña que el reconocimiento de estos derechos supone y exige siempre «en el hombre que los posee otros tantos deberes: unos y otros tienen en la ley natural que los confiere o los impone, su origen, su mantenimiento y vigor indestructibles» (PT 28).
En la sociedad internacional
Tanto el desequilibrio de la sociedad internacional como la necesidad de salvaguardar el carácter trascendente de la persona humana en un nuevo orden internacional, hacen que la Iglesia urja la proclamación y el esfuerzo por hacer realidad ciertos derechos como:
El derecho a una convivencia internacional justa entre las naciones, con pleno respeto a su autodeterminación económica, política, social y cultural.
El derecho de cada nación a defender y promover sus propios intereses frente a las empresas transnacionales, haciéndose necesaria la elaboración a nivel internacional de un estatuto que regule las actividades de dichas empresas.
El derecho a una nueva cooperación internacional que revise las condiciones originales de dicha cooperación.
El derecho a un nuevo orden internacional con los valores humanos de solidaridad y de justicia.
Este nuevo orden internacional evitará una sociedad edificada sobre criterios neomalthusianos; se fundará en las legítimas necesidades sociales del hombre; asumirá un sano pluralismo con la adecuada representación de las minorías y los grupos intermedios, a fin de que él mismo no sea un círculo cerrado de naciones; preservará el patrimonio común de la humanidad y en especial los océanos.
Finalmente, los excedentes económicos, los ahorros provenientes del desarme y cualquiera otra riqueza sobre la que, aun a nivel internacional, pesa la «hipoteca social», deberán ser utilizados socialmente, asegurando al acceso inmediato y libre de los más débiles a su desarrollo integral.
En especial reconociendo que los pueblos latinoamericanos tienen tantos valores, necesidades, dificultades y esperanzas en común, se debe promover una legítima integración que supere los egoísmos y los estrechos nacionalismos y respete la legítima autonomía de cada pueblo, su integridad territorial, etc., y promueva la autolimitación de los gastos de armamentos.
La Iglesia, además del anuncio de la dignidad de la persona humana, de sus derechos y deberes y de la denuncia de los atropellos al hombre, tiene que ejercer una acción de servicio como parte integrante de su misión evangelizadora y misionera. Ella debe crear en común con todos los hombres de fe y buena voluntad, una conciencia ética en torno a los grandes problemas internacionales. Por lo tanto:
- Da testimonio evangélico de Dios presente en la historia y despierta en el hombre una actitud abierta a la comunión y a la participación.
- Establece en su ámbito organismos de acción social y promoción humana.
- Suple en la medida de sus posibilidades las lagunas y ausencias de los poderes públicos y de las organizaciones sociales.
- Convoca la comunidad humana para que se revisen y orienten las instituciones internacionales y se creen nuevas formas de protección que basadas en la justicia, garanticen la promoción auténticamente humana de la creciente muchedumbre de los desamparados.
Se recomienda la colaboración entre Conferencias Episcopales para el estudio de problemas pastorales, especialmente en cuanto a la justicia, que desbordan el nivel nacional.
Corresponde en particular a la acción de la Iglesia, frente a los anónimos sociales, el deber de acogerlos y asistirlos, de restaurar su dignidad y su rostro humano «porque cuando un hombre es herido en su dignidad, toda la Iglesia sufre» (Pablo VI, Enero de 1977).
La Iglesia debe propiciar el que este grupo flotante de la humanidad se reintegre socialmente, sin perder sus propios valores; debe velar por la restauración plena de sus derechos; debe colaborar para que quienes no existen legalmente posean la necesaria documentación a fin de que todos tengan acceso al desarrollo integral, que la dignidad de hombre y de hijo de Dios merece. Así ella cooperará a garantizar al hombre una existencia digna que lo capacite para realizarse al interior de la familia y de la sociedad.
Es también necesaria la acción de la Iglesia para que los desubicados y marginados de nuestro tiempo no se constituyan permanentemente en ciudadanos de segunda clase, puesto que son sujetos de derecho con legítimas aspiraciones sociales y tienen derecho a una adecuada atención pastoral, según los documentos pontificios y las orientaciones propuestas en las reuniones latinoamericanas sobre pastoral de migraciones.
La Iglesia hace un urgente llamado a la conciencia de los pueblos y también a las organizaciones humanitarias para que:
- Se fortalezca y se generalice el derecho de asilo, institución genuinamente latinoamericana (tratado de Río de Janeiro, 1942), forma actual de la protección que brindaba antes la Iglesia;
- los países amplíen sus cuotas de recepción de refugiados y emigrantes y se agilice la implementación de los acuerdos y mecanismos de integración competentes en estas acciones;
- se ataque la raíz del problema ocupacional, con políticas específicas de tenencia de la tierra, de producción y de comercialización, que cubran las necesidades urgentes de la población y que fijen al trabajador en su medio;
- se aliente la concurrencia fraterna de las naciones en ocasión de catástrofe;
- se posibilite la amnistía como signo de reconciliación para conseguir la paz, de acuerdo con la invitación de Pablo VI en la proclamación del Año Santo de 1975;
- se creen centros de defensa de la persona humana que trabajen con el objeto de «que se quiten barreras de explotación hechas frecuentemente de egoísmos intolerables y contra los que se estrellan sus mejores esfuerzos de promoción» (Juan Pablo II, Alocución Oaxaca 5).
A todas las personas afligidas y a los que sufren por la violación de sus derechos, les hacemos llegar nuestra palabra de comprensión y aliento. Exhortamos a los responsables del bien común a que con decidida voluntad pongan todo su empeño en remediar las causas que generan estas situaciones y a que creen las condiciones necesarias para una convivencia auténticamente humana.