Nuestra Palabra: una palabra de fe, esperanza, caridad
De Medellín a Puebla han pasado diez años. En realidad, con la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, solemnemente inaugurada por el Santo Padre Pablo VI, de feliz memoria, se abrió en el seno de la Iglesia latinoamericana un nuevo período de su vida.
Sobre nuestro Continente, signado por la esperanza cristiana y sobrecargado de problemas, «Dios derramó una inmensa luz que resplandece en el rostro rejuvenecido de su Iglesia» (Presentación de los Documentos de Medellín).
En Puebla de los Ángeles, se ha reunido la III Conferencia General del Episcopado de América Latina, para volver a considerar temas anteriormente debatidos y asumir nuevos compromisos, bajo la inspiración del Evangelio de Jesucristo.
Estuvo con nosotros, en la apertura de los trabajos, en medio de solicitudes pastorales que nos han conmovido profundamente, el Pastor Universal de nuestra Iglesia, Juan Pablo II. Sus palabras luminosas trazaron líneas amplias y profundas para nuestras reflexiones y deliberaciones, en espíritu de comunión eclesial. Alimentados por la fuerza y la sabiduría del Espíritu Santo y bajo la protección maternal de María Santísima, Señora de Guadalupe, con dedicación, humildad y confianza, estamos llegando al final de nuestra ingente tarea. No podemos partir de Puebla, hacia nuestras Iglesias particulares, sin dirigir una palabra de fe, de esperanza y de caridad al Pueblo de Dios en América Latina, extensiva a todos los pueblos del mundo.
Ante todo, queremos identificarnos: somos Pastores de la Iglesia Católica y Apostólica, nacida del corazón de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo.
(Puebla, Mensaje 1)
Nuestra interpelación y súplica de perdón
Nuestra primera pregunta, en este coloquio pastoral, ante la conciencia colectiva, es la siguiente: ¿Vivimos en realidad el Evangelio de Cristo en nuestro continente?
Esta interpelación que dirigimos a los cristianos, puede ser también analizada por todos aquellos que no participan de nuestra fe.
El cristianismo que trae consigo la originalidad de la caridad no siempre es practicado en su integridad por nosotros los cristianos. Es verdad que existe gran heroísmo oculto, mucha santidad silenciosa, muchos y maravillosos gestos de sacrificio. Sin embargo, reconocemos que aún estamos lejos de vivir todo lo que predicamos. Por todas nuestras faltas y limitaciones, pedimos perdón, también nosotros pastores, a Dios y a nuestros hermanos en la fe y en la humanidad.
Queremos no solamente ayudar a los demás en su conversión, sino también convertirnos juntamente con ellos, de tal modo que nuestras diócesis, parroquias, instituciones, comunidades, congregaciones religiosas, lejos de ser obstáculo sean un incentivo para vivir el Evangelio.
Si dirigimos la mirada a nuestro mundo latinoamericano, ¿qué espectáculo contemplamos? No es necesario profundizar el examen. La verdad es que va aumentando más y más la distancia entre los muchos que tienen poco y los pocos que tienen mucho. Los valores de nuestra cultura están amenazados. Se están violando los derechos fundamentales del hombre.
Las grandes realizaciones en favor del hombre no llegan a resolver, de manera adecuada, los problemas que nos interpelan.
(Puebla, Mensaje 2)
Nuestra contribución
Pero, ¿qué tenemos para ofreceros en medio de las graves y complejas cuestiones de nuestra época? ¿De qué manera podemos colaborar al bienestar de nuestros pueblos latinoamericanos, cuando algunos persisten en mantener sus privilegios a cualquier precio, otros se sienten abatidos y los demás promueven gestiones para su sobrevivencia y la clara afirmación de sus derechos?
Queridos hermanos: una vez más deseamos declarar que, al tratar los problemas sociales, económicos y políticos, no lo hacemos como maestros en esta materia, como científicos, sino en perspectiva pastoral en calidad de intérpretes de nuestros pueblos, confidentes de sus anhelos, especialmente de los más humildes, la gran mayoría de la sociedad latinoamericana.
¿Qué tenemos para ofreceros? Como Pedro, ante la súplica dirigida por el paralítico, a las puertas del Templo, os decimos, al considerar la magnitud de los desafíos estructurales de nuestra realidad: No tenemos oro ni plata para daros, pero os damos lo que tenemos: en nombre de Jesús de Nazaret, levantaos y andad. Y el enfermo se levantó y proclamó las maravillas del Señor.
Aquí, la pobreza de Pedro se hace riqueza y la riqueza de Pedro se llama Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, siempre presente, por su Espíritu Divino, en el Colegio Apostólico y en las incipientes comunidades que se han formado bajo su dirección. Jesús cura al enfermo. El poder de Dios requiere de los hombres el máximo esfuerzo para el surgimiento y la fructificación de su obra de amor, a través de todos los medios disponibles: fuerzas espirituales, conquistas de la ciencia y de las técnicas en favor del hombre.
¿Qué tenemos para ofreceros? Juan Pablo II, en el discurso inaugural de su Pontificado, nos responde de manera incisiva y admirable, al presentar a Cristo como respuesta de salvación universal: « ¡No temáis, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora las puertas de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y el desarrollo» (Juan Pablo II, Homilía en la inauguración de su Pontificado, 22. 10. 1978).
Para nosotros, ahí se encierra la potencialidad de las simientes de liberación del hombre latinoamericano. Nuestra esperanza para construir, día a día, la realidad de nuestro verdadero destino. Así, el hombre de este continente, objeto de nuestras preocupaciones pastorales, tiene para la Iglesia un significado esencial, porque Jesucristo asumió la humanidad y su condición real, excepto el pecado. Y, al hacerlo, él mismo asoció la vocación inmanente y trascendente de todos los hombres.
El hombre que lucha, sufre y, a veces, desespera, no se desanima jamás y quiere, sobre todo, vivir el sentido pleno de su filiación divina. Por eso, es importante que sus derechos sean reconocidos; que su vida no sea una especie de abominación: que la naturaleza, obra de Dios, no sea devastada contra sus legítimas aspiraciones.
El hombre exige, por los argumentos más evidentes, la supresión de las violencias físicas y morales, los abusos de poder, las manipulaciones del dinero, del abuso del sexo; exige, en una palabra, el cumplimiento de los preceptos del Señor, porque todo aquello que afecta la dignidad del hombre, hiere, de algún modo, al mismo Dios. «Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (1Cor 3, 21-23).
Lo que nos interesa como Pastores es la proclamación integral de la verdad sobre Jesucristo, sobre la naturaleza y misión de la Iglesia, sobre la dignidad y el destino del hombre.
Nuestro Mensaje, por lo mismo, se siente iluminado por la esperanza. Las dificultades que encontramos, los desequilibrios que anotamos, no significan señales de pesimismo. El contexto socio -cultural en que vivimos es tan contradictorio en su concepción y modo de obrar, que no solamente contribuye a la escasez de bienes materiales en la casa de los más pobres, sino también, lo que es más grave, tiende a quitarles su mayor riqueza, que es Dios. Esta comprobación nos lleva a exhortar a todos los miembros conscientes de la sociedad, para la revisión de sus proyectos y, por otra parte, nos impone el sagrado deber de luchar por la conservación y profundización del sentido de Dios en la conciencia del pueblo. Como Abraham, luchamos y lucharemos contra toda esperanza, lo que significa que jamás dejaremos de esperar en la gracia y en el poder del Señor, que estableció con su Pueblo una Alianza inquebrantable, a pesar de nuestras prevaricaciones.
Es conmovedor sentir en el alma del pueblo la riqueza espiritual desbordante de fe, esperanza y amor. En este sentido, América Latina es un ejemplo para los demás continentes y mañana podrá extender su sublime vocación misionera más allá de sus fronteras.
Por esto mismo, sursum corda! Levantemos el corazón, queridos hermanos de América Latina, porque el Evangelio que predicamos es una Buena Nueva tan espléndida que convierte, que transforma los esquemas mentales y afectivos, ya que comunica la grandeza del destino del hombre, prefigurada en Jesucristo Resucitado.
Nuestras preocupaciones pastorales por los miembros más humildes, impregnadas de humano realismo, no intentan excluir de nuestro pensamiento y de nuestro corazón a otros representantes del cuadro social en que vivimos. Por el contrario, son serias y oportunas advertencias para que las distancias no se agranden, los pecados no se multipliquen y el Espíritu de Dios no se aparte de la familia latinoamericana.
Y porque creemos que la revisión del comportamiento religioso y moral de los hombres debe reflejarse en el ámbito del proceso político y económico de nuestros países, invitamos a todos, sin distinción de clases, a aceptar y asumir la causa de los pobres, como si estuviesen aceptando y asumiendo su propia causa, la causa misma de Cristo. «Todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos, por humildes que sean, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
(Puebla, Mensaje 3)
El episcopado latinoamericano
Hermanos, no os impresionéis con las noticias de que el Episcopado está dividido. Hay diferencias de mentalidad y de opiniones, pero vivimos, en verdad, el principio de colegialidad, completándonos los unos a los otros, según las capacidades dadas por Dios. Solamente así podremos enfrentar el gran desafío de la Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina.
El Santo Padre Juan Pablo II anotó en su discurso inaugural tres prioridades pastorales: la familia, la juventud y la pastoral vocacional.
(Puebla, Mensaje 4)
La familia
Invitamos, pues, con especial cariño, a la familia de América Latina a tomar su lugar en el corazón de Cristo y a transformarse más y más en ambiente privilegiado de Evangelización, de respeto a la vida y al amor comunitario.
(Puebla, Mensaje 5)
La juventud
Invitamos cordialmente a los jóvenes a vencer los obstáculos que amenazan su derecho de participación consciente y responsable en la construcción de un mundo mejor. No les deseamos la ausencia pecaminosa de la mesa de la vida, ni la triste entrega a los imperativos del placer, del indiferentismo o de la soledad voluntaria e improductiva. Ya pasó la hora de la protesta traducida en formas exóticas o a través de exaltaciones intempestivas. «Vuestra capacidad es inmensa». Ha llegado el momento de la reflexión y de la plena aceptación del desafío de vivir, en plenitud, los valores esenciales del verdadero humanismo integral.
(Puebla, Mensaje 6)
Los agentes de pastoral
Con palabras de afecto y de confianza, saludamos a los abnegados agentes de pastoral en nuestras Iglesias particulares, en todas sus categorías. Al exhortaros a la continuación de vuestros trabajos en favor del Evangelio, os estimulamos a un creciente esfuerzo en pro de la pastoral vocacional, dentro de la cual se inscriben los ministerios confiados a los laicos, en razón de su bautismo y su confirmación. La Iglesia necesita más sacerdotes diocesanos y religiosos en cuanto sea posible, sabios y santos, para el ministerio de la Palabra y la Eucaristía y para la mayor eficacia del apostolado religioso y social. Necesita laicos conscientes de su misión en el interior de la Iglesia y en la construcción de la ciudad temporal.
(Puebla, Mensaje 7)
Los hombres de buena voluntad y la civilización del amor
Y ahora, queremos dirigirnos a todos los hombres de buena voluntad, a cuantos ejercen cargos y misiones en los más variados campos de la cultura, la ciencia, la política, la educación, el trabajo, los medios de comunicación social, el arte.
Os invitamos a ser constructores abnegados de la «Civilización del Amor», según luminosa visión de Pablo VI, inspirada en la palabra, en la vida y en la donación plena de Cristo y basada en la justicia, la verdad y la libertad. Estamos seguros de obtener así vuestra respuesta a los imperativos de la hora presente, a la tan ambicionada paz interior y social, en el ámbito de las personas, de las familias, los países, los continentes, del universo entero.
Deseamos explicitar el sentido orgánico de la civilización del amor, en esta hora difícil pero llena de esperanza de América Latina.
¿Qué nos impone el mandamiento del amor?
El amor cristiano sobrepasa las categorías de todos los regímenes y sistemas, porque trae consigo la fuerza insuperable del Misterio pascual, el valor del sufrimiento de la cruz y las señales de victoria y resurrección. El amor produce la felicidad de la comunión e inspira los criterios de la participación.
La justicia, como se sabe, es un derecho sagrado de todos los hombres, conferido por el mismo Dios. Está insertada en la esencia misma del mensaje evangélico. La verdad, iluminada por la fe, es fuente perenne de discernimiento para nuestra conducta ética. Expresa las formas auténticas de una vida digna. La libertad es un don precioso de Dios. Consecuencia de nuestra condición humana y factor indispensable para el progreso de los pueblos.
La civilización del amor repudia la violencia, el egoísmo, el derroche, la explotación y los desatinos morales. A primera vista, parece una expresión sin la energía necesaria para enfrentar los graves problemas de nuestra época. Sin embargo, os aseguramos: no existe palabra más fuerte que ella en el diccionario cristiano. Se confunde con la propia fuerza de Cristo. Si no creemos en el amor, tampoco creemos en AQUEL que dice: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12).
La civilización del amor propone a todos la riqueza evangélica de la reconciliación nacional e internacional. No existe gesto más sublime que el perdón. Quien no sabe perdonar no será perdonado.
En la balanza de las responsabilidades comunes, hay mucho que poner de renuncia y de solidaridad, para el correcto equilibrio de las relaciones humanas. La meditación de esta verdad llevaría a nuestros países a la revisión de su comportamiento frente a los expatriados con su secuela de problemas, de acuerdo con el bien común, en caridad y sin detrimento de la justicia. Existen en nuestro continente innumerables familias traumatizadas.
La civilización del amor condena las divisiones absolutas y las murallas psicológicas que separan violentamente a los hombres, a las instituciones y a las comunidades nacionales. Por eso, defiende con ardor la tesis de la integración de América Latina. En la unidad y en la variedad, hay elementos de valor continental que merecen apreciarse y profundizarse mucho más que los intereses meramente nacionales. Conviene recordar a nuestros países de América Latina la urgente necesidad de conservar e incrementar el patrimonio de la paz continental, porque sería, de hecho, tremenda responsabilidad histórica el rompimiento de los vínculos de la amistad latinoamericana, cuando estamos convencidos de que existen recursos jurídicos y morales para la solución de los problemas de interés común.
La civilización del amor repele la sujeción y la dependencia perjudicial a la dignidad de América Latina. No aceptamos la condición de satélite de ningún país del mundo, ni tampoco de sus ideologías propias. Queremos vivir fraternalmente con todos, porque repudiamos los nacionalismos estrechos e irreductibles. Ya es tiempo de que América Latina advierta a los países desarrollados que no nos inmovilicen; que no obstaculicen nuestro propio progreso; no nos exploten; al contrario, nos ayuden con magnanimidad a vencer las barreras de nuestro subdesarrollo, respetando nuestra cultura, nuestros principios, nuestra soberanía, nuestra identidad, nuestros recursos naturales. En ese espíritu, creceremos juntos, como hermanos de la misma familia universal.
Otro punto que nos hace estremecer las entrañas y el corazón es la carrera armamentista que no cesa de fabricar instrumentos de muerte. Ella entraña la dolorosa ambigüedad de confundir el derecho a la defensa nacional con las ambiciones de ganancias ilícitas. No es apta para construir la paz. Al terminar nuestro mensaje, invitamos respetuosa y confiadamente a todos los responsables del orden político y social a la meditación de estas reflexiones extraídas de nuestras experiencias, hijas de nuestra sensibilidad pastoral. Creednos: deseamos la Paz y para alcanzarla, es necesario eliminar los elementos que provocan las tensiones entre el tener y el poder; entre el ser y sus más justas aspiraciones. Trabajar por la justicia, por la verdad, por el amor y por la libertad, dentro de los parámetros de la comunión y de la participación, es trabajar por la paz universal.
(Puebla, Mensaje 8)
Palabra final
En Medellín, terminamos nuestro mensaje con la siguiente afirmación: «Tenemos fe en Dios, en los hombres, en los valores y en el futuro de América Latina». En Puebla, tomando de nuevo esta profesión de fe divina y humana, proclamamos:
Dios está presente, vivo, por Jesucristo liberador, en el corazón de América Latina.
Creemos en el poder del Evangelio.
Creemos en la eficacia del valor evangélico de la comunión y de la participación, para generar la creatividad, promover experiencias y nuevos proyectos pastorales.
Creemos en la gracia y en el poder del Señor Jesús que penetra la vida y nos impulsa a la conversión y a la solidaridad.
Creemos en la esperanza que alimenta y fortalece al hombre en su camino hacia Dios, nuestro Padre.
Creemos en la civilización del amor.
Que Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América Latina, nos acompañe, solícita como siempre, en esta peregrinación de Paz.
(Puebla, Mensaje 9)