El secreto de la paz verdadera reside en el respeto de los derechos humanos
1. En la primera Encíclica, Redemptor hominis, que dirigí hace casi veinte años a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, ya puse de relieve la importancia del respeto de los derechos humanos. La paz florece cuando se observan íntegramente estos derechos, mientras que la guerra nace de su transgresión y se convierte, a su vez, en causa de ulteriores violaciones aún más graves.
A las puertas de un nuevo año, el último antes del gran jubileo, quisiera reflexionar una vez más sobre este tema de capital importancia con todos vosotros, hombres y mujeres de todas las partes del mundo; con vosotros, responsables políticos y guías religiosos de los pueblos; con vosotros, que amáis la paz y queréis consolidarla en el mundo.
Ésta es la convicción que, con vistas a la Jornada mundial de la Paz, deseo compartir con vosotros: cuando la promoción de la dignidad de la persona es el principio conductor que nos inspira, cuando la búsqueda del bien común es el compromiso predominante, entonces es cuando se ponen fundamentos sólidos y duraderos a la edificación de la paz. Por el contrario, si se ignoran o desprecian los derechos humanos, o la búsqueda de intereses particulares prevalece injustamente sobre el bien común, se siembran inevitablemente los gérmenes de la inestabilidad, la rebelión y la violencia.
Respeto de la dignidad humana patrimonio de la humanidad
2. La dignidad de la persona humana es un valor transcendente, reconocido siempre como tal por cuantos buscan sinceramente la verdad. En realidad, la historia entera de la humanidad se debe interpretar a la luz de esta convicción. Toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-28), y por tanto radicalmente orientada a su Creador, está en relación constante con los que tienen su misma dignidad. Por eso, allí donde los derechos y deberes se corresponden y refuerzan mutuamente, la promoción del bien del individuo se armoniza con el servicio al bien común.
2. La dignidad de la persona humana es un valor transcendente, reconocido siempre como tal por cuantos buscan sinceramente la verdad. En realidad, la historia entera de la humanidad se debe interpretar a la luz de esta convicción. Toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-28), y por tanto radicalmente orientada a su Creador, está en relación constante con los que tienen su misma dignidad. Por eso, allí donde los derechos y deberes se corresponden y refuerzan mutuamente, la promoción del bien del individuo se armoniza con el servicio al bien común.
La historia contemporánea ha puesto de relieve de manera trágica el peligro que comporta el olvido de la verdad sobre la persona humana. Están a la vista los frutos de ideologías como el marxismo, el nazismo y el fascismo, así como también los mitos de la superioridad racial, del nacionalismo y del particularismo étnico. Igualmente perniciosos, aunque no siempre tan evidentes, son los efectos del consumismo materialista, en el cual la exaltación del individuo y la satisfacción egocéntrica de las aspiraciones personales se convierten en el objetivo último de la vida. En esta perspectiva, las repercusiones negativas sobre los demás son consideradas del todo irrelevantes. Es preciso reafirmar, sin embargo, que ninguna ofensa a la dignidad humana puede ser ignorada, cualquiera que sea su origen, su modalidad o el lugar en que sucede.
Universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos
3. En 1998 se ha cumplido el 50º aniversario de la adopción de la «Declaración universal de los derechos humanos». Ésta fue deliberadamente vinculada a Carta de las Naciones Unidas, con la que comparte una misma inspiración. La Declaración tiene como premisa básica la afirmación de que el reconocimiento de la dignidad innata de todos los miembros de la familia humana, así como la igualdad e inalienabilidad de sus derechos, es el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo. Todos los documentos internacionales sucesivos sobre los derechos humanos reiteran esta verdad, reconociendo y afirmando que derivan de la dignidad y del valor inherentes a la persona humana.
La Declaración universal es muy clara: reconoce los derechos que proclama, no los otorga; en efecto, éstos son inherentes a la persona humana y a su dignidad. De aquí se desprende que nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza. Todos los seres humanos, sin excepción, son iguales en dignidad. Por la misma razón, tales derechos se refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad.
Los derechos humanos son agrupados tradicionalmente en dos grandes clases que incluyen, por una parte, los derechos civiles y políticos y, por otra, los económicos, sociales y culturales. Ambas clases están garantizadas, si bien en grado diverso, por acuerdos internacionales; en efecto, los derechos humanos están estrechamente entrelazados unos con otros, siendo expresión de aspectos diversos del único sujeto, que es la persona. La promoción integral de todas las clases de derechos humanos es la verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos.
La defensa de la universalidad y de la indivisibilidad de los derechos humanos es esencial para la construcción de una sociedad pacífica y para el desarrollo integral de individuos, pueblos y naciones. La afirmación de esta universalidad e indivisibilidad no excluye, en efecto, diferencias legítimas de índole cultural y política en la actuación de cada uno de los derechos, siempre que, en cualquier caso, se respeten los términos fijados por la Declaración universal para toda la humanidad.
Teniendo muy presentes estos presupuestos fundamentales, quisiera ahora destacar algunos derechos específicos, que hoy parecen estar particularmente expuestos a violaciones más o menos manifiestas.
El derecho a la vida
El derecho a la vida
4. Entre ellos, el primero es el derecho fundamental a la vida. La vida humana es sagrada e inviolable desde su concepción hasta su término natural. «No matar» es el mandamiento divino que señala el límite extremo, que nunca es lícito traspasar. «La eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral».
El derecho a la vida es inviolable. Esto implica una opción positiva, una opción por la vida. El desarrollo de una cultura orientada en este sentido se extiende a todas las circunstancias de la existencia y asegura la promoción de la dignidad humana en cualquier situación. Una auténtica cultura de la vida, al mismo tiempo que garantiza el derecho a venir al mundo a quien aún no ha nacido, protege también a los recién nacidos, particularmente a las niñas, del crimen del infanticidio. Asegura igualmente a los minusválidos el desarrollo de sus posibilidades y la debida atención a los enfermos y ancianos.
Un reto que suscita profundas inquietudes proviene de los recientes descubrimientos en el campo de la ingeniería genética. Para que la investigación científica en dicho ámbito esté al servicio de la persona, es preciso que esté acompañada en cada fase por una atenta reflexión ética, que inspire adecuadas normas jurídicas para salvaguardar la integridad de la vida humana. Jamás la vida puede ser degradada a objeto.
Optar por la vida conlleva el rechazo de toda forma de violencia. La violencia de la pobreza y del hambre, que aflige a tantos seres humanos; la de los conflictos armados; la de la difusión criminal de las drogas y el tráfico de armas; la de los daños insensatos al medio ambiente . El derecho a la vida debe ser promovido y tutelado en cualquier circunstancia con oportunas garantías legales y políticas, puesto que ninguna ofensa contra el derecho a la vida, contra la dignidad de cada persona, es irrelevante.
La libertad religiosa, centro de los derechos humanos
La libertad religiosa, centro de los derechos humanos
5. La religión expresa las aspiraciones más profundas de la persona humana, determina su visión del mundo y orienta su relación con los demás. En el fondo, ofrece la respuesta a la cuestión sobre el verdadero sentido de la existencia, tanto en el ámbito personal como en el social. La libertad religiosa, por tanto, ocupa el centro mismo de los derechos humanos. Es inviolable hasta el punto de exigir que se reconozca a la persona incluso la libertad de cambiar de religión, si así lo pide su conciencia. En efecto, cada uno debe seguir la propia conciencia en cualquier circunstancia y no puede ser obligado a obrar en contra de ella . Precisamente por eso, nadie puede ser obligado a aceptar por la fuerza una determinada religión, sean cuales fueran las circunstancias o los motivos.
La Declaración universal de los Derechos Humanos reconoce que el derecho a la libertad religiosa incluye el derecho a manifestar las propias creencias, tanto individualmente como con otros, en público o en privado . A pesar de ello, existen aún hoy lugares en los que el derecho a reunirse por motivos de culto, o no es reconocido o está limitado a los miembros de una sola religión. Esta grave violación de uno de los derechos fundamentales de la persona es causa de enormes sufrimientos para los creyentes. Cuando un Estado concede un estatuto especial a una religión, esto no puede hacerse en detrimento de las otras. Sin embargo, es notorio que hay naciones en las que individuos, familias y grupos enteros siguen siendo discriminados y marginados a causa de su credo religioso.
Tampoco se debe pasar por alto otro problema indirectamente relacionado con la libertad religiosa. A veces se crean entre comunidades o pueblos de diferentes convicciones y culturas religiosas tensiones crecientes que, por la pasión suscitada, terminan por transformarse en conflictos violentos. El recurso a la violencia en nombre del propio credo religioso es una deformación de las enseñanzas mismas de las principales religiones. Como han repetido tantas veces diversos exponentes religiosos, también yo reitero que el uso de la violencia no puede tener nunca una fundada justificación religiosa, y tampoco promueve el auge del auténtico sentimiento religioso.
El derecho a participar
El derecho a participar
6. Cada ciudadano tiene el derecho a participar en la vida de la propia comunidad. Ésta es una convicción generalmente compartida hoy en día. No obstante, este derecho se desvanece cuando el proceso democrático pierde su eficacia a causa del favoritismo y los fenómenos de corrupción, los cuales no solamente impiden la legítima participación en la gestión del poder, sino que obstaculizan el acceso mismo a un disfrute equitativo de los bienes y servicios comunes. Incluso las elecciones pueden ser manipuladas con el fin de asegurar la victoria de ciertos partidos o personas. Se trata de una ofensa a la democracia, que conlleva consecuencias muy serias, puesto que los ciudadanos, además del derecho, tienen también la responsabilidad de participar; cuando se les impide esto, pierden la esperanza de poder intervenir eficazmente y se abandonan a una actitud de indiferencia pasiva. De este modo, se hace prácticamente imposible el desarrollo de un sano sistema democrático.
Recientemente se han adoptado diversas medidas para asegurar elecciones legítimas en Estados que con dificultad intentan pasar de una forma de totalitarismo a un régimen democrático. Sin embargo, aún siendo útiles y eficaces en situaciones de emergencia, tales iniciativas no eximen del esfuerzo que conlleva la creación en los ciudadanos de una plataforma de convicciones compartidas, con las cuales se evite definitivamente la manipulación del proceso democrático.
En el ámbito de la comunidad internacional, las naciones y los pueblos tienen derecho a participar en las decisiones que con frecuencia modifican profundamente su modo de vivir. El carácter técnico de ciertos problemas económicos provoca la tendencia a limitar su discusión a círculos restringidos, con el consiguiente peligro de concentración del poder político y financiero en un número limitado de gobiernos o grupos de interés. La búsqueda del bien común nacional e internacional exige poner en práctica, también en el campo económico, el derecho de todos a participar en las decisiones que les conciernen.
Una forma particularmente grave de discriminación
7. Una de las formas más dramáticas de discriminación consiste en negar a grupos étnicos y minorías nacionales el derecho fundamental a existir como tales. Esto ocurre cuando se intenta su supresión o deportación, o también cuando se pretende debilitar su identidad étnica hasta hacerlos irreconocibles. ¿Se puede permanecer en silencio ante crímenes tan graves contra la humanidad? Ningún esfuerzo ha de ser considerado excesivo cuando se trata de poner término a semejantes aberraciones, indignas de la persona humana.
Un signo positivo de la creciente voluntad de los Estados de reconocer la propia responsabilidad en la protección de las víctimas de tales crímenes y en el compromiso por prevenirlos, es la reciente iniciativa de una Conferencia diplomática de las Naciones Unidas, que, con una deliberación específica, ha aprobado los Estatutos de un Tribunal penal internacional, destinada a determinar las culpas y castigar a los responsables de los crímenes de genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y de agresión. Esta nueva institución, si se constituye sobre buenas bases jurídicas, podría contribuir progresivamente a asegurar a escala mundial una tutela eficaz de los derechos humanos.
Derecho a la propia realización
8. Todo ser humano posee capacidades innatas que han de ser desarrolladas. De ello depende la plena realización de su personalidad y también su conveniente inserción en el contexto social del propio ambiente. Por eso es necesario, ante todo, proveer a la educación apropiada de quienes comienzan la aventura de la vida, pues de ello depende su éxito futuro.
Desde este punto de vista, ¿cómo no preocuparse al ver que, en algunas de las regiones más pobres del mundo, las oportunidades de formación, especialmente por lo que se refiere a la instrucción primaria, están en realidad disminuyendo? Esto se debe a veces a la situación económica del país, que no permite retribuir convenientemente a los profesores. En otros casos, parece haber dinero disponible para proyectos de prestigio o para la educación secundaria, pero no para la primaria. Cuando se limitan las oportunidades formativas, especialmente para las niñas, se predisponen estructuras de discriminación que pueden influir sobre el desarrollo integral de la sociedad. El mundo acabaría por estar dividido según un nuevo criterio: por una parte, Estados e individuos dotados de tecnologías avanzadas y, por otra, países y personas con conocimientos y aptitudes muy limitadas. Como es fácil intuir, esto no haría más que reforzar las ya notables desigualdades económicas existentes no sólo entre los Estados, sino incluso dentro de ellos. La educación y la formación profesional deben estar en primera línea, tanto en los planes de los países en vías de desarrollo como en los programas de renovación urbana y rural de los pueblos económicamente más avanzados.
Otro derecho fundamental, de cuya realización depende la consecución de un digno nivel de vida, es el derecho al trabajo. Sin él, ¿cómo se pueden adquirir los alimentos, el vestido, la casa, la asistencia médica y tantas otras necesidades de la vida? Sin embargo, la falta de trabajo representa hoy un grave problema: es incontable el número de personas que en muchas partes del mundo están afectadas por el desolador fenómeno del desempleo. Es necesario y urgente que todos, especialmente los que tienen en sus manos los hilos del poder político o económico, hagan todo lo posible para poner remedio a una situación tan penosa. Aún siendo necesarias, no es posible limitarse a las intervenciones de emergencia en caso de desempleo, enfermedad o circunstancias semejantes que no dependen de la voluntad de cada sujeto , sino que se ha de trabajar para que los parados puedan asumir la responsabilidad de su propia existencia, emancipándose de un régimen de asistencialismo humillante.
Progreso global en solidaridad
9. La rápida carrera hacia la globalización de los sistemas económicos y financieros, a su vez, hace más clara la urgencia de establecer quién debe garantizar el bien común y global, y la realización de los derechos económicos y sociales. El libre mercado por sí solo no puede hacerlo, ya que, en realidad, existen muchas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. « Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad ».
Los efectos de las recientes crisis económicas y financieras han repercutido gravemente sobre muchas personas, reducidas a condiciones de extrema pobreza. Muchas de ellas sólo desde hacía poco tiempo habían alcanzado una situación que justificaba su esperanza con vistas al futuro. Sin ninguna responsabilidad por su parte, tales esperanzas se han visto cruelmente truncadas, con consecuencias trágicas para ellos y para sus hijos. Y ¿cómo ignorar los efectos de las fluctuaciones de los mercados financieros? Es urgente una nueva visión de progreso global en la solidaridad, que prevea un desarrollo integral y sostenible de la sociedad, permitiendo a cada uno de sus miembros llevar a cabo sus potencialidades.
En este contexto, dirijo un llamamiento apremiante a los que tienen la responsabilidad a escala mundial de las relaciones económicas, para que se interesen por la solución del problema acuciante de la deuda externa de las naciones más pobres. A este respecto, instituciones financieras internacionales han tomado una iniciativa concreta digna de aprecio. Dirijo mi llamada a todos los que están interesados en este problema, especialmente a las naciones más ricas, para que den el apoyo necesario que asegure el pleno éxito de esta iniciativa. Es preciso un esfuerzo rápido y vigoroso que permita al mayor número posible de países, frente al año 2000, salir de una situación ya insostenible. Estoy seguro de que el diálogo entre las instituciones competentes, si está animado por una voluntad de entendimiento, llevará a una solución satisfactoria y definitiva. De ese modo, será posible un desarrollo duradero para las naciones más desfavorecidas, y el milenio que tenemos por delante será también para ellas un tiempo de esperanza renovada.
Responsabilidad con respecto al medio ambiente
10. Con la promoción de la dignidad humana se relaciona el derecho a un medio ambiente sano, ya que éste pone de relieve el dinamismo de las relaciones entre el individuo y la sociedad. Un conjunto de normas internacionales, regionales y nacionales sobre el medio ambiente está dando gradualmente forma jurídica a este derecho. Sin embargo, por sí solas, las medidas jurídicas no son suficientes. El peligro de daños graves a la tierra y al mar, al clima, a la flora y a la fauna, exige un cambio profundo en el estilo de vida típico de la moderna sociedad de consumo, particularmente en los países más ricos. No se debe subestimar otro riesgo, aunque sea menos drástico: empujados por la necesidad, los que viven míseramente en las áreas rurales pueden llegar a explotar por encima de sus límites la poca tierra de que disponen. Por eso, se debe favorecer una formación específica que les enseñe cómo armonizar el cultivo de la tierra con el respeto por el medio ambiente.
El presente y el futuro del mundo dependen de la salvaguardia de la creación, porque hay una constante interacción entre la persona humana y la naturaleza. Poner el bien del ser humano en el centro de la atención por el medio ambiente es, en realidad, el modo más seguro para salvaguardar la creación, pues así se estimula la responsabilidad de cada uno en relación con los recursos naturales y su uso racional.
El derecho a la paz
El derecho a la paz
11. La promoción del derecho a la paz asegura, en cierto modo, el respeto de todos los demás derechos, porque favorece la construcción de una sociedad en cuyo seno las relaciones de fuerza se sustituyen por relaciones de colaboración con vistas al bien común. La situación actual prueba sobradamente el fracaso del recurso a la violencia como medio para resolver los problemas políticos y sociales. La guerra destruye, no edifica; debilita las bases morales de la sociedad y crea ulteriores divisiones y tensiones persistentes. No obstante, las noticias continúan hablando de guerras y conflictos armados con un sinfín de víctimas. ¡Cuántas veces mis predecesores y yo mismo hemos implorado el fin de estos horrores! Continuaré haciéndolo hasta que se comprenda que la guerra es el fracaso de todo auténtico humanismo .
Gracias a Dios, son muchos los pasos que se han dado en algunas regiones hacia la consolidación de la paz. Se debe reconocer el gran mérito de aquellos políticos decididos que tienen el valor de continuar las negociaciones incluso cuando la situación parece hacerlas imposibles. Pero, a la vez, ¿cómo no denunciar las masacres que continúan en otras regiones, con la deportación de pueblos enteros de sus tierras y la destrucción de casas y cultivos? Ante las víctimas ya incontables, me dirijo a los responsables de las naciones y a los hombres de buena voluntad para que acudan en auxilio de los que están implicados en atroces conflictos, especialmente en África, tal vez inspirados por intereses económicos externos, y les ayuden a poner fin a los mismos. Un paso concreto en este sentido es seguramente la abolición del tráfico de armas hacia los países en guerra y el apoyo a los responsables de esos pueblos en la búsqueda de la vía del diálogo. ¡Ésta es la vía digna del hombre, ésta es la vía de la paz!
Mi pensamiento se dirige con aflicción a quienes viven y crecen en un ambiente de guerra, a quienes no han conocido más que conflictos y violencias. Los que sobrevivan llevarán para el resto de su vida las heridas de tan terrible experiencia. Y ¿qué decir de los niños soldados? ¿Se puede aceptar en algún caso que se arruinen así estas vidas apenas estrenadas? Adiestrados para matar, y a menudo empujados a hacerlo, estos niños tendrán graves problemas en su posterior inserción en la sociedad civil. Si se interrumpe su educación y se daña su capacidad de trabajo, ¡qué consecuencias para su futuro! Los niños tienen necesidad de paz; tienen derecho a ella.
Al recuerdo de estos niños quisiera unir el de los muchachos víctimas de las minas antipersonales y de otros medios de guerra. A pesar de los esfuerzos ya realizados para limpiar los campos minados, se asiste ahora a una paradoja increíble e inhumana: desobedeciendo a la voluntad claramente expresada por los Gobiernos y los pueblos de poner definitivamente fin al uso de un arma tan perversa, se han seguido colocando otras minas en lugares ya limpiados.
Gérmenes de guerra se difunden también por la proliferación masiva e incontrolada de armas ligeras que, al parecer, circulan libremente de un área de conflicto a otra, sembrando violencia a lo largo de su recorrido. Corresponde a los Gobiernos adoptar medidas apropiadas para el control de la producción, la venta, la importación y la exportación de estos instrumentos de muerte. Sólo de ese modo es posible afrontar eficazmente en su conjunto el problema del considerable tráfico ilícito de armas.
Una cultura de los derechos humanos, responsabilidad de todos
12. No es posible ahora extendernos sobre este punto. Quisiera destacar, sin embargo, que ningún derecho humano está seguro si no nos comprometemos a tutelarlos todos. Cuando se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro. Es indispensable, por lo tanto, un planteamiento global del tema de los derechos humanos y un compromiso serio en su defensa. Sólo cuando una cultura de los derechos humanos, respetuosa con las diversas tradiciones, se convierte en parte integrante del patrimonio moral de la humanidad, se puede mirar con serena confianza al futuro.
En efecto, ¿cómo podría existir la guerra, si cada derecho humano fuera respetado? El respeto integral de los derechos humanos es el camino más seguro para estrechar relaciones sólidas entre los Estados. La cultura de los derechos humanos no puede ser sino cultura de paz. Toda violación de los mismos contiene en sí el germen de un posible conflicto. Ya mi venerado predecesor, el Siervo de Dios Pío XII, al final de la segunda guerra mundial, hacía la pregunta: « Cuando un pueblo es expulsado por la fuerza, ¿quién tendría el valor de prometer seguridad al resto del mundo en el contexto de una paz duradera? ».
Para promover una cultura de los derechos humanos que repercuta en las conciencias, es necesaria la colaboración de todas las fuerzas sociales. Quisiera referirme específicamente al papel de los medios de comunicación social, tan importantes en la formación de la opinión pública y, en consecuencia, en la orientación de los comportamientos de los ciudadanos. Al mismo tiempo que es innegable su responsabilidad en aquellas violaciones de los derechos humanos que tienen su origen en la exaltación de la violencia eventualmente fomentada en ellos, es justo reconocerles el mérito de las nobles iniciativas de diálogo y solidaridad que han madurado gracias a los mensajes difundidos en los mismos medios en favor de la comprensión recíproca y de la paz.
Tiempo de opciones, tiempo de esperanza
13. El nuevo milenio está ya a las puertas y su cercanía ha alimentado en los corazones de muchos la esperanza de un mundo más justo y solidario. Es una aspiración que puede, más aún, debe ser llevada a término.
En esta perspectiva me dirijo ahora en particular a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas en Cristo, que en las distintas partes del mundo tomáis el Evangelio como norma de vida: ¡haceos heraldos de la dignidad del hombre! La fe nos enseña que toda persona ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. Ante el rechazo del hombre, el amor del Padre celestial permanece fiel; su amor no tiene fronteras. Él ha enviado a su Hijo Jesús para redimir a cada persona, devolviéndole su plena dignidad . Ante tal actitud, ¿cómo podríamos excluir a alguno de nuestra atención? Al contrario, debemos reconocer a Cristo en los más pobres y marginados, a los que la Eucaristía, comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo ofrecidos por nosotros, nos compromete a servir . Como indica claramente la parábola del rico, que quedará para siempre sin nombre, y del pobre llamado Lázaro, « en el fuerte contraste entre ricos insensibles y pobres necesitados de todo, Dios está de parte de estos últimos ». También nosotros debemos ponernos de esta parte.
El tercer año, y último, de preparación al jubileo está marcado por una peregrinación espiritual hacia el Padre: cada uno está invitado a un camino de auténtica conversión, que conlleva el abandono del mal y la positiva elección del bien. Ya en el umbral del año 2000, es deber nuestro tutelar con renovado empeño la dignidad de los pobres y de los marginados y reconocer concretamente los derechos de los que no tienen derechos. Elevemos juntos la voz por ellos, viviendo en plenitud la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos. Es éste el espíritu del jubileo ya inminente .
Jesús nos ha enseñado a llamar a Dios con el nombre de Padre, Abbá, revelándonos así la profundidad de nuestra relación con él. Su amor a cada persona y a toda la humanidad es infinito y eterno. Son elocuentes a este propósito las palabras de Dios en el libro del profeta Isaías:
"¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada" (Is 49, 15-16).
Aceptemos la invitación a compartir este amor. En él está el secreto del respeto de los derechos de cada mujer y de cada hombre. El alba del nuevo milenio nos encontrará así mejor dispuestos para construir juntos la paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 1998.
Vaticano, 8 de diciembre de 1998.