SI QUIERES LA PAZ, SAL AL ENCUENTRO DEL POBRE
1. ¿Qué persona de buena voluntad no aspira a la paz? Hoy la paz es reconocida universalmente como uno de los valores más altos que hay que buscar y defender. Sin embargo, mientras se disipa el espectro de una guerra devastadora entre bloques ideológicos contrapuestos, graves conflictos locales siguen perturbando diversas regiones de la tierra. En particular, está a la vista de todos la dramática situación en que se encuentra la Bosnia-Herzegovina, donde cada día las acciones bélicas siguen ocasionando nuevas victimas, especialmente entre la población civil indefensa, y causando ingentes daños materiales a las propiedades y al medio ambiente. Parece que nada pueda hacer frente a la violencia incontrolada de las armas: ni los esfuerzos conjuntos para favorecer una tregua efectiva, ni la acción humanitaria de las organizaciones internacionales, ni la petición de paz que se eleva al unísono desde las tierras ensangrentadas por los combates. La lógica aberrante de la guerra prevalece, por desgracia, sobre los repetidos llamamientos a la paz hechos por personas cualificadas.
Se constata y se hace cada más grave en el mundo otra seria amenaza para la paz: muchas personas, es más, poblaciones enteras viven hoy en condiciones de extrema pobreza. La desigualdad entre ricos y pobres se ha hecho más evidente, incluso en las naciones más desarrolladas económicamente. Se trata de un problema que se plantea a la conciencia de la humanidad, puesto que las condiciones en que se encuentra un gran número de personas son tales que ofenden su dignidad innata y comprometen, por consiguiente, el auténtico y armónico progreso de la comunidad mundial.
Esta realidad emerge con toda su gravedad en numerosos países del mundo: tanto en Europa como en África, Asia y América. En diversas regiones no son pocos los desafíos sociales y económicos que deben afrontar los creyentes y los hombres de buena voluntad. Pobreza y miseria, diferencias sociales e injusticias a veces legalizadas, conflictos fratricidas y regímenes opresores interpelan la conciencia de poblaciones enteras en cualquier parte del mundo.
La reciente Conferencia del Episcopado latinoamericano, celebrada en Santo Domingo el pasado mes de octubre, ha estudiado con atención la situación existente en América Latina y, proponiendo de nuevo con gran urgencia a los cristianos la tarea de la nueva evangelización, ha invitado de manera apremiante a los fieles y a cuantos aman la justicia y el bien a servir la causa del hombre sin soslayar ninguna de sus exigencias más profundas. Los obispos han recordado la gran misión que debe coordinar los esfuerzos de todos: defender la dignidad de la persona, comprometerse en una distribución equitativa de los bienes, promover de manera armónica y solidaria una sociedad donde cada uno se sienta acogido y amado. Estos son, como se puede ver, los presupuestos imprescindibles para construir la verdadera paz.
En efecto, decir «paz» es decir mucho más que la simple ausencia de guerras; es pedir una situación de auténtico respeto a la dignidad y los derechos de cada ser humano, que le permita realizarse en plenitud. La explotación de los débiles, las preocupantes zonas de miseria y las desigualdades sociales constituyen otros tantos obstáculos y rémoras para que se produzcan las condiciones estables para una auténtica paz.
Pobreza y paz: al inicio del nuevo año, quisiera invitar a todos a una reflexión común sobre las múltiples conexiones existentes entre estas dos realidades.
En particular, deseo llamar la atención sobre la amenaza para la paz derivada de la pobreza, sobre todo cuando ésta se convierte en miseria. Son millones los niños, las mujeres y los hombres que sufren cotidianamente hambre, inseguridad y marginación. Estas situaciones constituyen una grave ofensa a la dignidad humana y contribuyen a la inestabilidad social.
La opción inhumana de la guerra
2. Actualmente existe otra situación que es fuente de pobreza y miseria: la que deriva de la guerra entre naciones y de conflictos dentro de un mismo país. Frente a los trágicos hechos que han ensangrentado y siguen ensangrentando sobre todo por motivos étnicos, varias regiones del mundo, es necesario recordar lo que dije en el mensaje para la jornada de la paz de 1981, que tenía como tema: «Para servir a la paz, respeta la libertad». Subrayaba entonces que el presupuesto indispensable para la edificación de una verdadera paz es el respeto de las libertades y los derechos de los demás individuos y colectividades. La paz se obtiene promoviendo unos pueblos libres en un mundo de libertad. Conserva, por tanto toda su actualidad el llamamiento que hice entonces: «El respeto a la libertad de los pueblos y de las naciones es una parte integrante de la paz.
Las guerras no han cesado de estallar y la destrucción ha golpeado pueblos y culturas enteras porque la soberanía de un pueblo o de una nación no había sido respetada. Todos los continentes han sido testigos y víctimas de guerras y de luchas fratricidas, provocadas por la tentativa de una nación de limitar la autonomía de otra» (Mensaje para la jornada de la paz de 1981, n. 8).
Y añadía además: «Sin la voluntad de respetar la libertad de cada pueblo, de toda nación o cultura, y sin un consenso global a este respecto, será difícil crear condiciones de paz... Por parte de cada nación y de sus gobernantes, esto supone un empeño consciente y público a renunciar a las reivindicaciones y a los designios que causan daño a las demás naciones; dicho de otro modo, esto supone el rechazo a seguir toda doctrina de supremacía nacional o cultural» (Mensaje para la jornada de la paz de 1981, n. 9).
Son fácilmente imaginables las consecuencias que de semejante compromiso se derivan también para las relaciones económicas entre los Estados. Rechazar toda tentación de predominio económico sobre las otras naciones significa renunciar a una política inspirada en el criterio prevaleciente de la ganancia, para plantear en cambio una política movida por la solidaridad con todos y especialmente con los más pobres.
Pobreza como fuente de conflictos
3. El número de personas que hoy viven en condiciones de pobreza extrema es vastísimo. Pienso, entre otras, en las situaciones dramáticas que se dan en algunos países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Son amplios sectores, frecuentemente zonas enteras de población que, en sus mismos países, se encuentran al margen de la vida civilizada; entre ellos se encuentra un número creciente de niños que para sobrevivir no pueden contar con más ayuda que con la propia. Semejante situación no constituye solamente una ofensa a la dignidad humana, sino que representa también una indudable amenaza para la paz. Un Estado -cualquiera que sea su organización política y su sistema económico- es por sí mismo frágil e inestable si no dedica una continua atención a sus miembros más débiles y no hace todo lo posible para satisfacer al menos sus exigencias primarias.
El derecho al desarrollo de los países más pobres exige a los países desarrollados el preciso deber de intervenir en su ayuda. A este respecto dice el concilio Vaticano II: «el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que corresponde a todos... Los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y ciertamente no sólo con los bienes superfluos, (Gaudium et spes, 69). La exhortación de la Iglesia, eco fiel de la voz de Cristo, es muy clara: los bienes de la tierra están destinados a toda la familia humana y no pueden ser monopolio exclusivo de uno pocos (cf. Centesimus annus, 31 y 37).
En favor de la persona, y por tanto de la paz, es urgente aportar a los mecanismos económicos los correctivos necesarios que les permitan garantizar una distribución más justa y equitativa de lo bienes. Para esto no basta sólo el funcionamiento del mercado, es necesario que la sociedad asuma sus responsabilidades (cf. Centesimus annus, 48), multiplicando los esfuerzos, a menudo ya considerables, para eliminar las causas de la pobreza con sus trágicas consecuencias. Ningún país aisladamente puede llevar a cabo semejante medida. Precisamente por esto es necesario trabajar juntos con la solidaridad exigida por un mundo que es cada vez más interdependiente. Consintiendo que perduren situaciones de extrema pobreza se dan las premisas de convivencias sociales cada vez más expuestas a la amenaza de violencias y conflictos.
Todo individuo y todo grupo social tiene derecho a poder proveer a las necesidades personales y familiares y a participar en la vida y en el progreso de su propia comunidad. Cuando este derecho no es reconocido, sucede frecuentemente que los interesados, sintiéndose víctimas de una estructura que no los acoge, reaccionan duramente. Esto lo vemos particularmente en los jóvenes que, privados de una adecuada instrucción y de la posibilidad de un trabajo, están más expuestos al riesgo de la marginación y de la explotación. Es bien conocido por todos el problema del desempleo, especialmente de los jóvenes, en el mundo entero, con el consiguiente empobrecimiento de un número cada vez mayor de individuos y de familias. El desempleo, además, es frecuentemente el resultado trágico de la destrucción de las infraestructuras económicas en un país azotado por la guerra o por conflictos internos.
Quisiera recordar aquí brevemente algunos problemas particularmente inquietantes, que afectan a los pobres y, como consecuencia, amenazan la paz.
Ante todo, el problema de la deuda externa que, para algunos países y, en ellos, para los sectores sociales menos pudientes, sigue siendo un peso insoportable, a pesar de los esfuerzos realizados por la comunidad internacional, los gobiernos y las instituciones económicas para reducirlo. ¿No son quizás los sectores más pobres de dichos países los que tienen que sostener frecuentemente la carga mayor de la devolución? Semejante situación de injusticia puede abrir el camino a crecientes rencores, a sentimientos de frustración y hasta de desesperación. En muchos casos los mismos gobiernos comparten el malestar generalizado de sus pueblos y esto repercute en las relaciones con los demás Estados. Ha llegado quizás el momento de examinar nuevamente el problema de la deuda externa, dándole la debida prioridad. Las condiciones de devolución total o parcial deben ser revisadas, buscando soluciones definitivas que permitan afrontar plenamente las graves consecuencias sociales de los programas de ajuste. Además, será necesario actuar sobre las causas del endeudamiento, condicionando las concesiones de las ayudas a que los Gobiernos asuman el compromiso concreto de reducir gastos excesivos o inútiles -se piensa particularmente en los gastos para armamentos- y garantizar que las subvenciones lleguen efectivamente a las poblaciones necesitadas.
Un segundo problema candente es el de la droga: su relación con la violencia y el crimen es conocida triste y trágicamente por todos. Es sabido que, en algunas regiones del mundo, bajo la presión de los traficantes de drogas, son precisamente las poblaciones más pobres las que cultivan plantas para la producción de estupefacientes.
Las cuantiosas ganancias prometidas -que por otro lado representan sólo una mínima parte de los beneficios derivados de tales cultivos- son una tentación a la que difícilmente consiguen resistir quienes obtienen un rédito tan insuficiente de los cultivos tradicionales. Por esto, lo primero que hay que hacer para ayudar a los cultivadores a superar esa situación es ofrecerles medios adecuados para salir de su pobreza.
Un problema ulterior nace de las situaciones de grave dificultad económica que hay en algunos países, las cuales favorecen corrientes migratorias masivas hacia países más afortunados en los que, como contrapeso, se producen después tensiones que perturban la convivencia social. Para afrontar semejantes reacciones de violencia xenófoba, antes que recurrir a medidas provisionales de emergencia, es mejor atacar más bien las causas, promoviendo, mediante nuevas formas de solidaridad entre las naciones, el progreso y el desarrollo en los países de origen de esas corrientes migratorias.
Amenaza subrepticia pero real para la paz es, pues, la miseria: la cual, socavando la dignidad del hombre, constituye un serio atentado al valor de la vida y perjudica gravemente el desarrollo pacífico de la sociedad.
Pobreza como resultado del conflicto
4. En años recientes hemos asistido en casi todos los continentes a guerras locales y a conflictos internos de despiadada intensidad. La violencia étnica tribal y racial ha destruido vidas humanas, ha dividido comunidades que en el pasado convivían serenamente, ha provocado muertes y sentimientos de odio. En efecto, el recurso a la violencia exaspera las tensiones existentes y crea otras nuevas. Nada se resuelve con la guerra; es más, todo queda seriamente comprometido por la guerra. Frutos de este flagelo son el sufrimiento y la muerte de innumerables personas, el resquebrajamiento de las relaciones humanas y la pérdida irreparable de ingentes patrimonios artísticos y ambientales. La guerra agrava los sufrimientos de los pobres; es más, crea nuevos pobres, destruyendo sus medios de sustento, casas, propiedades y deteriorando el entorno mismo del ambiente vital. Los jóvenes ven cómo se derrumban sus esperanzas para el futuro y, muy a menudo, de víctimas pasan a ser protagonistas irresponsables de conflictos. Las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, los heridos se ven obligados a huir y se convierten en refugiados que sólo poseen lo que llevan consigo. Inermes, indefensos, buscan asilo en otros países o regiones, con frecuencia pobres y turbulentos como los suyos.
Aun reconociendo que las organizaciones internacionales y humanitarias están haciendo mucho por remediar el trágico destino de las víctimas de la violencia, siento el deber de exhortar a todas las personas de buena voluntad a que intensifiquen sus esfuerzos. En efecto, en algunos casos la suerte de los refugiados depende únicamente de la generosidad de las poblaciones que los acogen, poblaciones igualmente pobres, o incluso más pobres que ellas. Solamente mediante el interés y la colaboración de la comunidad internacional se podrán encontrar soluciones satisfactorias.
Después de tantas e inútiles mortandades, es ciertamente muy importante reconocer, de una vez por todas, que la guerra jamás favorece el bien de la comunidad humana, que la violencia destruye y jamás construye, que las heridas producidas por ella quedan sangrando mucho tiempo y, finalmente, que con los conflictos empeoran las ya tristes condiciones de los pobres y se producen nuevas formas de pobreza. Está a la vista de la opinión pública mundial el espectáculo desolador de la miseria causada por las guerras. Que las imágenes estremecedoras, difundidas incluso recientemente por los medios de comunicación social, sean al menos una advertencia eficaz para todos -individuos, sociedad, Estados- y recuerden a cada uno que el dinero no debe utilizarse para la guerra, ni ser empleado para destruir y matar, sino para defender la dignidad del hombre, mejorar su vida y construir una sociedad auténticamente abierta, libre y solidaria.
Espíritu de pobreza como fuente de paz
5. En los países industrializados la gente está dominada hoy por el ansia frenética de poseer bienes materiales. La sociedad de consumo pone todavía más de relieve la distancia que separa a ricos y pobres, y la afanosa búsqueda de bienestar impide ver las necesidades de los demás. Para promover el bienestar social, cultural, espiritual e incluso económico de cada miembro de la sociedad, es, pues, indispensable frenar el consumo inmoderado de bienes materiales y contener la avalancha de las necesidades artificiales. La moderación y la sencillez deben llegar a ser los criterios de nuestra vida cotidiana. La cantidad de bienes consumidos por una reducidísima parte de la población mundial produce una demanda excesiva respecto a los recursos disponibles. La reducción de la demanda constituye un primer paso para aliviar la pobreza, si esto va acompañado de esfuerzos eficaces que aseguren una justa distribución de la riqueza mundial.
A este respecto, el Evangelio invita a los creyentes a no acumular bienes de este mundo perecedero: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo» (Mt 6, 19-20). Este es un deber inherente a la vocación cristiana, igual que el de trabajar para vencer la pobreza, y es también un medio muy eficaz para alcanzar tal objetivo.
La pobreza evangélica es muy distinta de la económica y social. Mientras ésta tiene características penosas y a menudo dramáticas cuando se sufre como una violencia, la pobreza evangélica es buscada libremente por la persona que trata de corresponder así a la exhortación de Cristo: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 33).
Esta pobreza evangélica se presenta como fuente de paz, porque gracias a ella la persona puede establecer una justa relación con Dios, con los demás y con la creación. La vida de quien actúa con esta perspectiva es, así, un testimonio de que la humanidad depende absolutamente de Dios, que ama a todas las criaturas, y los bienes materiales son considerados por lo que son: un don de Dios para el bien de todos.
La pobreza evangélica es algo que transforma a quienes la viven. Éstos no pueden permanecer indiferentes ante el sufrimiento de los que están en la miseria; es más, se sienten empujados a compartir activamente con Dios el amor preferencial por ellos (cf. Sollicitudo rei socialis, 42). Los pobres, según el espíritu del Evangelio, están dispuestos a sacrificar sus bienes y a sí mismos para que otros puedan vivir. Su único deseo es vivir en paz con todos, ofreciendo a los demás el don de la paz de Jesús (cf. Jn 14, 27).
El divino Maestro nos enseñó con su vida y sus palabras las exigencias características de esta pobreza que dispone a la verdadera libertad. Él, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (Flp 2, 6-7). Nació en la pobreza; de niño se vio obligado al exilio con su familia para huir de la crueldad de Herodes; vivió como uno que «no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20). Fue denigrado como «un comilón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19) y sufrió la muerte reservada a los criminales. Llamó bienaventurados a los pobres y aseguró que es para ellos el reino de Dios (cf. Lc 6, 20). Recordó a los ricos que el engaño de la riqueza sofoca la Palabra (cf. Mt 13, 22), y que para ellos es difícil entrar en el reino de Dios (cf. Mc 10, 25).
El ejemplo de Cristo, así como su palabra, es norma para los cristianos. Sabemos que todos, sin distinción, en el día del juicio universal, seremos juzgados sobre nuestro amor concreto a los hermanos. Es más, será en el amor manifestado concretamente como muchos, aquel día, descubrirán que encontraron a Cristo, aun no habiéndolo conocido de manera explícita (cf Mt 25, 35-37).
«¡Si quieres la paz, sal al encuentro del pobre!». ¡Que los ricos y los pobres puedan reconocerse como hermanos y hermanas, compartiendo entre sí todo lo que poseen, como hijos de un único Dios que ama a todos, que quiere el bien de todos, que ofrece a todos el don de la paz!
Vaticano, 8 de diciembre de 1992.
JUAN PABLO II
Vaticano, 8 de diciembre de 1992.
JUAN PABLO II