La paz, un valor sin fronteras, norte-sur, este-oeste: una sola paz
Al comienzo del nuevo año, inspirándome en Cristo, Príncipe de la Paz, quiero reafirmar mi compromiso y el de toda la Iglesia católica en favor de esta noble causa. Al mismo tiempo, dirijo a cada persona en particular y a todos los pueblos de la tierra mi más cordial saludo y mis mejores deseos: ¡Paz a todos vosotros! ¡Paz en todos los corazones!
La paz es un valor de una importancia tal que debe ser proclamado una y otra vez, y promovido por todos. No existe ser humano que no se beneficie de la paz. No existe corazón humano que no se sienta aliviado cuando reina la paz. Las naciones del mundo sólo podrán realizar plenamente sus destinos -que están entrelazados- si todas unidas persiguen la paz como valor universal.
Con ocasión de esta XIX Jornada mundial de la Paz, en el Año Internacional de la Paz proclamado por la Organización de las Naciones Unidas, propongo a cada uno como mensaje de esperanza mi profunda convicción: «La paz es un valor sin fronteras». Es un valor que responde a las esperanzas y aspiraciones de todos los pueblos y de todas las naciones, de los jóvenes y de los ancianos, de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esto es lo que yo proclamo a todos y especialmente a los líderes del mundo.
El tema de la paz como valor universal debe ser afrontado con toda honestidad intelectual, con lealtad de espíritu y con agudo sentido de responsabilidad ante sí mismo y frente a todas las naciones de la tierra. Yo desearía pedir a los responsables de las decisiones políticas que afectan a las relaciones entre Norte y Sur, entre Este y Oeste, que se convencieran de que solamente puede existir una sola paz. Aquellos de quienes depende el futuro de este mundo -prescindiendo de su filosofía política, de su sistema económico o compromiso religioso- están llamados a contribuir a la edificación de una única paz fundada sobre las bases de la justicia social, la dignidad y los derechos de cada persona humana.
Esta tarea requiere una apertura radical a la humanidad entera con la convicción de que todas las naciones de la tierra están en estrecha relación unas con otras. Esta forma de interrelación se expresa en una interdependencia que puede ser profundamente ventajosa, como también profundamente destructiva. De aquí que la solidaridad y la cooperación a escala mundial deben ser consideradas como imperativos éticos que llamen a la conciencia de los individuos y a la responsabilidad de todas las naciones. En este contexto de imperativos éticos me dirijo al mundo entero el 1 de enero de 1986, proclamando el valor universal de la paz.
2. Amenazas a la paz
Al poner ante nuestros ojos esta visión en el alba del nuevo año, somos totalmente conscientes de que en la presente situación, la paz es un valor que se apoya en unos cimientos demasiado frágiles.
A primera vista, nuestra meta de hacer de la paz un imperativo absoluto, puede parecer una utopía, dado que nuestro mundo nos presenta una evidencia clara de excesivo interés egoísta en el contexto de grupos políticos, ideológicos y económicos opuestos entre sí. Atrapados por los condicionamientos de estos sistemas, los líderes de los diversos grupos se sienten impulsados a proseguir sus objetivos particulares y sus ambiciones de poder, de progreso y de riqueza, sin tener en cuenta suficientemente la necesidad y el deber de solidaridad internacional y cooperación en favor del bien común de los pueblos que forman la familia humana.
De esta situación han surgido y se mantienen bloques que dividen y contraponen entre sí a los pueblos, a los grupos y a los individuos, dando como resultado una paz precaria, poniendo con ello graves obstáculos al desarrollo. Las posiciones se endurecen y el excesivo deseo por mantener las propias ventajas o por incrementar la propia participación, viene a ser, con frecuencia, la razón efectiva que prevalece en la acción. Esto conduce a la explotación de los demás, mientras crece la espiral hacia una polarización que se alimenta de los frutos del interés egoísta y de la desconfianza creciente hacia los otros. En tal situación, quien más sufre es el pequeño y el débil, el pobre y el que no tiene voz. Esto puede suceder directamente cuando las personas pobres y comparativamente más indefensas caen bajo el yugo de la fuerza del poder. O también puede suceder indirectamente cuando el poder económico viene usado para privar a las personas de lo que legítimamente les corresponde y para mantenerlas en una sujeción social y económica que genera malestar y violencia. Los ejemplos son por desgracia muy numerosos en nuestros días.
A este respecto, el ejemplo más dramático e irrefutable continúa siendo el espectro de las armas nucleares, que tiene su origen precisamente en la oposición entre Este y Oeste. Las armas nucleares poseen una potencia tal en su capacidad destructiva, y las estrategias nucleares tienen unos planes de tal amplitud, que la imaginación popular se siente con frecuencia paralizada por el miedo. Es éste un miedo no sin fundamento. El único camino para responder a este temor justificado sobre las consecuencias de una destrucción nuclear es el del progreso en las negociaciones para la reducción de las armas nucleares mediante acuerdos recíprocos acerca de las medidas que reduzcan la posibilidad de una guerra nuclear. Yo desearía una vez más pedir a las potencias nucleares que reflexionen sobre sus graves responsabilidades morales y políticas en este campo. Se trata de una obligación que algunos han aceptado incluso jurídicamente en acuerdos internacionales. Para todos ellos es una obligación que dimana de una básica corresponsabilidad en favor de la paz y del progreso.
Pero la amenaza de las armas nucleares no es la sola causa que hace del conflicto algo permanente e incluso en aumento. El creciente mercado de las armas -convencionales pero muy sofisticadas- está produciendo resultados deplorables. Mientras las mayores potencias han logrado evitar conflictos directos, las rivalidades existentes entre ellas se han desencadenado con frecuencia en otras partes del mundo. Problemas locales y diferencias regionales se ven agravados y perpetuados a través de los armamentos que facilitan países más ricos y mediante la ideologización de conflictos locales por parte de potencias que buscan ventajas en una determinada región explotando la condición de los pobres e indefensos.
El conflicto armado no es la única forma a través de la cual los pobres soportan una injusta participación en el peso del mundo contemporáneo. Los países en vías de desarrollo tienen que afrontar retos formidables incluso cuando están libres de tales flagelos. En sus múltiples dimensiones el subdesarrollo continúa siendo una creciente amenaza para la paz mundial.
En efecto, entre los países que forman el «bloque Norte» y los del «bloque Sur» existe un abismo social y económico que separa a los ricos de los pobres. Las estadísticas de los últimos años muestran signos de mejora en algunos países, pero también evidencian un agrandarse de la brecha en muchos otros. A esto hay que añadir la imprevisible y fluctuante situación financiera con su impacto directo sobre los países con grandes deudas que luchan por llevar a la práctica un desarrollo positivo.
En esta situación, la paz como valor universal se encuentra en gran peligro. Aunque no existiera un verdadero conflicto armado en cuanto tal, donde se da la injusticia existe de hecho la causa y el factor potencial del conflicto. En cualquier caso, una situación de paz, en el pleno sentido de su valor, no puede coexistir con la injusticia. La paz no puede reducirse a la mera ausencia de conflicto; ella es la tranquilidad y la plenitud del orden. La paz se pierde a causa de la explotación social y económica por parte de especiales grupos de intereses, los cuales operan a nivel internacional o como «élites» dentro de los países en vías de desarrollo. La paz se pierde a causa de las divisiones sociales que conducen a la confrontación de ricos contra pobres a nivel de Estados o dentro del mismo Estado. La paz se pierde cuando el uso de la fuerza produce los amargos frutos del odio y la división. Se pierde cuando la explotación económica y las tensiones internas en el tejido social dejan al pueblo indefenso y desilusionado, convirtiéndolo en fácil presa de las fuerzas destructivas de la violencia. El valor que representa la paz se halla continuamente en peligro debido a intereses de fondo, a interpretaciones divergentes e incluso opuestas, a manipulaciones inteligentes al servicio de ideologías y sistemas políticos que tienen como objetivo último la dominación.
3. Superar la situación presente
Hay quienes proclaman que la situación presente es natural e inevitable. Las relaciones entre los individuos y entre los Estados, dicen, se caracterizan por el conflicto permanente. Esta visión doctrinal y política se traduce en un modelo de sociedad y en un sistema de relaciones internacionales, que están dominados por la competición y los antagonismos, donde se impone el más fuerte. La paz que nace de tal visión será solamente un arreglo, un compromiso sugerido por el principio de la Realpolitik; pero en cuanto «arreglo» mira no tanto a resolver las tensiones mediante la justicia y la equidad, sino más bien a arreglar las diferencias y los conflictos con objeto de mantener una especie de equilibrio que proteja todo aquello que redunde en interés de la parte dominante. Está claro que la «paz» construida y mantenida sobre la injusticia social y el conflicto ideológico nunca podrá convertirse en una paz verdadera para el mundo. Una «paz» así no puede afrontar las causas de fondo de las tensiones mundiales o dar al mundo el tipo de visión y valores que pueden resolver las divisiones representadas por los polos Norte-Sur y Este-Oeste.
A quienes piensan que los bloques son algo inevitable, nosotros les respondemos que es posible e incluso necesario crear nuevos tipos de sociedad y de relaciones internacionales que aseguren la justicia y la paz sobre fundamentos estables y universales. En efecto, un sano realismo sugiere que tales tipos no pueden ser simplemente impuestos desde arriba o desde fuera, o puestos en práctica sólo mediante métodos y técnicas. Y esto se debe a que las raíces más profundas de las confrontaciones y tensiones que mutilan la paz y el desarrollo, han de ser buscadas en el corazón del hombre. Ante todo, son los corazones y las actitudes de las personas los que tienen que cambiar, y esto exige una renovación: la conversión de los individuos.
Si estudiamos la evolución de la sociedad en los últimos años podremos observar no sólo heridas profundas, sino también signos de determinación por parte de muchos de nuestros contemporáneos, así como de pueblos orientados a superar los presentes obstáculos con objeto de dar vida a un nuevo sistema internacional. Este es el camino que la humanidad tiene que emprender si quiere entrar en una era de paz universal y de desarrollo integral.
4. El camino de la solidaridad y del diálogo
Cualquier sistema internacional capaz de superar la lógica de bloques y de fuerzas opuestas tiene que basarse en el compromiso personal de cada uno por hacer de las necesidades primarias y básicas de la humanidad el primer imperativo de la política internacional. Hoy un sinnúmero de seres humanos en todas las partes del mundo han adquirido un sentido muy vivo de la igualdad fundamental de todos, de su dignidad humana y de sus derechos inalienables. Al mismo tiempo, existe una conciencia creciente de que la humanidad tiene una profunda unidad de intereses, de vocación y de destino, y de que todos los pueblos, en la variedad y riqueza de sus características nacionales están llamados a formar una sola familia. A esto hay que añadir la conciencia de que los recursos no son ilimitados, mientras que las necesidades son inmensas. Por tanto, en lugar de desaprovechar los recursos o emplearlos en mortíferas armas de destrucción, hay que usarlos ante todo para satisfacer las necesidades primarias y básicas de la humanidad.
Es igualmente importante resaltar que está ganando terreno la conciencia del hecho de que la reconciliación, la justicia y la paz entre los individuos y entre las naciones -considerando el estado a que ha llegado la humanidad y las gravísimas amenazas que penden sobre su futuro- no son simplemente un noble llamado dirigido a unos cuantos idealistas, sino una verdadera condición para la supervivencia de la misma vida. En consecuencia, el establecimiento de un orden basado en la justicia y en la paz es hoy vitalmente necesario como claro imperativo moral, válido para todos los pueblos y regímenes más allá de ideologías y sistemas. Junto y por encima del bien particular de una nación, la necesidad de considerar el bien común de la familia de las naciones es claramente un deber ético y jurídico.
El justo camino para una comunidad mundial, en donde reine la paz y la justicia sin fronteras entre todos los pueblos y todos los continentes, es el camino de la solidaridad, del diálogo y de la fraternidad universal.
Este es el único camino posible. Las relaciones y sistemas políticos, económicos, sociales y culturales deben estar imbuidos por los valores de la solidaridad y del diálogo, los cuales, a su vez, exigen una dimensión institucional en la modalidad de organismos especiales de la comunidad mundial, que custodien el bien común de todos los pueblos.
Es claro que para construir de una manera efectiva una comunidad mundial de este tipo, las mentalidades y visiones políticas contaminadas por la codicia de poder, por ideologías, por la defensa de los propios privilegios y bienestar, deben ser abandonadas y reemplazadas por una apertura a compartir y a colaborar con todos en un espíritu de mutua confianza. El llamamiento a reconocer la unidad de la familia humana tiene unas repercusiones muy reales para nuestra vida y para nuestro compromiso por la paz. Significa ante todo que nosotros rechazamos los modos de pensar que llevan a las divisiones y a la explotación. Significa que nosotros nos comprometemos en favor de una nueva solidaridad: la solidaridad de la familia humana. Significa tener en cuenta las tensiones entre el Norte y el Sur y sustituirlas con un nuevo tipo de relación: la solidaridad social de todos. Esta solidaridad social se pone con honestidad ante el abismo que existe hoy, pero no se resigna frente a ningún tipo de determinismo económico. Reconoce la gran complejidad de un problema que durante demasiado tiempo se ha escapado de las manos, pero que aún puede ser rectamente encuadrado por hombres y mujeres que se consideran fraternalmente solidarios con las demás personas de la tierra. Es verdad que los cambios en los modelos de crecimiento económico han afectado a todo el mundo y no solamente a los más pobres. Pero la persona que considera la paz como valor universal deseará aprovechar esta oportunidad para reducir las diferencias entre Norte y Sur y para fortalecer las relaciones que acercarán más aún los unos a los otros. Pienso en los precios de las materias primas, en la necesidad de competencia tecnológica, en la preparación profesional, en la productividad potencial de millones de personas sin empleo, en las deudas que gravan sobre naciones pobres, en una mejor y más responsable utilización de los fondos por parte de los países en vías de desarrollo. Pienso en los muchos elementos que individualmente han provocado tensiones y que en su conjunto han polarizado las relaciones entre el Norte y el Sur. Todo esto puede y debe ser cambiado.
Si la justicia social es el medio para encaminarse hacia una paz para todos los pueblos, esto significa que nosotros consideramos la paz como fruto indivisible de las relaciones justas y honestas a todos los niveles -social, económico, cultural y ético- de la vida humana sobre la tierra. Esta conversión hacia una actitud de solidaridad social sirve también para poner de relieve las deficiencias en la presente situación Este-Oeste. En mi Mensaje a la II sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre el Desarme, he examinado muchos de los factores que son necesarios para mejorar la situación entre los dos bloques mayores de poder del Este y del Oeste. Todas las medidas allí recomendadas y reafirmadas desde entonces se orientan a consolidar la familia humana que camina unida por el sendero del diálogo. El diálogo puede abrir muchas puertas cerradas a causa de las tensiones que han marcado las relaciones entre el Este y el Oeste. El diálogo es un medio con el que las personas se manifiestan mutuamente y descubren las esperanzas de bien y las aspiraciones de paz que con demasiada frecuencia están ocultas en sus corazones. El verdadero diálogo va más allá de las ideologías y las personas se encuentran unas con otras en la realidad de su humano vivir. El diálogo rompe los prejuicios y las barreras artificiales. El diálogo lleva a los seres humanos a un contacto mutuo como miembros de la única familia humana con todas las riquezas de su diversidad cultural e histórica. La conversión del corazón impulsa a las personas a promover la fraternidad universal. El diálogo ayuda a conseguir este objetivo.
Este diálogo es hoy más necesario que nunca. Armas y sistemas de armamentos, estrategias y alianzas militares, abandonados a sí mismos, se convierten en instrumentos de intimidación y de recíproca incriminación, con el consiguiente terror que tanto afecta en nuestros días al género humano. Pienso ante todo en los diversos diálogos de Ginebra que buscan negociar la reducción y limitación de los armamentos. Pero también existen diálogos que se llevan a cabo en el marco del proceso multilateral, iniciado con el Acta Final de Helsinki, de la Conferencia sobre la Seguridad y Cooperación en Europa; este proceso será revisado una vez más el año próximo en Viena y será ulteriormente continuado. Con respecto al diálogo y a la cooperación entre Norte y Sur, puede pensarse en el importante papel confiado a ciertos organismos como la UNCTAD, y a la Convención de Lomé en la que la Comunidad Europea está presente. Pienso también en el tipo de diálogo que tiene lugar cuando las fronteras están abiertas y las personas pueden viajar libremente. Pienso en el diálogo que tiene lugar cuando una cultura se enriquece mediante el contacto con otra, cuando los estudiantes gozan de libertad de comunicación, cuando los trabajadores gozan de libertad para reunirse, cuando la gente joven aúna sus fuerzas ante el futuro, cuando los ancianos están cerca de sus seres queridos. El camino del diálogo es un camino de descubrimientos; cuanto más nos descubrimos unos a otros, tanto más podemos sustituir las tensiones del pasado por los lazos de la paz.
5. Nuevas relaciones basadas en la solidaridad y el diálogo
En el espíritu de la solidaridad y mediante los instrumentos del diálogo aprendemos a:
- respetar a todo ser humano;
- respetar los auténticos valores y las culturas de los demás; - respetar la legítima autonomía y la autodeterminación de los demás;
- mirar más allá de nosotros mismos para entender y apoyar lo bueno de los demás;
- contribuir con nuestros propios recursos a la solidaridad social en favor del desarrollo y crecimiento que se derivan de la equidad y la justicia;
- construir unas estructuras que aseguren la solidaridad social y el diálogo como rasgos del mundo en que vivimos.
Las tensiones nacidas de los bloques serán felizmente reemplazadas por unas relaciones más estrechas de solidaridad y diálogo cuando nos acostumbremos a insistir en la primacía de la persona humana. La dignidad de la persona y la defensa de sus derechos humanos están en juego, pues tales valores, de un modo u otro, sufren las consecuencias de aquellas tensiones y distorsiones de los bloques que estamos examinando. Esto puede suceder en países en los que muchas libertades individuales están garantizadas pero donde el individualismo y el consumismo alteran y falsean los valores de la vida. Esto sucede en las sociedades donde la persona está como sofocada dentro de la colectividad. Esto puede suceder en países jóvenes impacientes por tomar el control de sus propios asuntos, pero que con frecuencia se ven obligados por los poderosos a poner en práctica determinadas políticas o se dejan seducir por el señuelo de una ganancia inmediata a costa del pueblo mismo. En todos estos casos debemos insistir en la primacía de la persona.
6. Visión cristiana y compromiso
Mis hermanos y hermanas en la fe cristiana encuentran en Jesucristo, en el mensaje del Evangelio y en la vida de la Iglesia nobles razones, más aún, motivos de inspiración para realizar cualquier esfuerzo que pueda dar paz verdadera al mundo de hoy. La fe cristiana tiene como único punto focal a Jesucristo, que con sus brazos abiertos en la cruz une a los hijos de Dios que están dispersos (cf. Jn 11, 52), para abatir así el muro de la división (cf. Ef 2, 14) y reconciliar a los pueblos en la fraternidad y en la paz. La cruz, elevada sobre el mundo, lo abraza simbólicamente y tiene el poder de reconciliar Norte y Sur, Este y Oeste.
Los cristianos, iluminados por la fe, son conscientes de que la razón última por la que el mundo, en lugar de ser centro de auténtica fraternidad, es escenario de divisiones, tensiones, rivalidades, bloques contrapuestos e injustas desigualdades, está en el pecado, esto es, en el desorden moral del hombre. Pero los cristianos saben también que la gracia de Cristo, que puede transformar la condición humana, es ofrecida continuamente al mundo, pues «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). La Iglesia, que lleva adelante la obra de Cristo y es dispensadora de su gracia redentora, considera como misión específica suya la reconciliación de todos los individuos y de todos los pueblos en la unidad, la fraternidad y la paz. «La promoción de la unidad -afirma el Concilio Vaticano II- concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es 'en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano'» (Gaudium et spes, 42). La Iglesia, que es una y universal en la variedad de los pueblos que congrega, «puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión» (Gaudium et spes, 42).
Esta visión y estas exigencias que surgen desde el centro mismo de la fe deben, ante todo, inducir a los cristianos a ser más conscientes de las situaciones que no están en armonía con el Evangelio, de tal manera que las puedan purificar y rectificar. Al mismo tiempo, los cristianos deberán reconocer y valorar los signos positivos que dan testimonio de los esfuerzos que ya se hacen para poner remedio a tales situaciones, esfuerzos que ellos deben apoyar, sostener y fortalecer de una manera efectiva.
Los cristianos, animados por una esperanza viva -capaces de esperar contra toda esperanza (cf. Rom 4, 18)- deben superar las barreras de las ideologías y de los sistemas, para entrar así en diálogo con todas las personas de buena voluntad, creando de esta manera nuevas relaciones y nuevas formas de solidaridad. A este respecto, desearía expresar mi aprecio y reconocimiento a todas aquellas personas que están comprometidas en la obra del voluntariado internacional y otras formas de actividad que tienden a crear lazos de participación y fraternidad por encima de los diversos bloques.
7. Año Internacional de la Paz y llamado final
Queridos amigos, hermanos y hermanas:
Al comienzo del nuevo año deseo renovar mi llamado a todos vosotros para que dejéis a un lado las hostilidades, para que rompáis la cadena de tensiones que existe en el mundo. Dirijo mi llamado a vosotros para que transforméis las tensiones entre el Norte y el Sur, el Este y el Oeste, en unas relaciones nuevas de solidaridad social y de diálogo. La Organización de las Naciones Unidas ha proclamado 1986 Año Internacional de la Paz. Este noble esfuerzo merece todo nuestro aliento y nuestro apoyo. ¡Qué mejor modo puede haber para promover los objetivos del Año de la Paz que el que las relaciones Norte-Sur, Este-Oeste se conviertan en las bases para una paz universal!
A vosotros, políticos y hombres de Estado, dirijo mi llamado: dad directrices que estimulen a las personas a un renovado esfuerzo en esa dirección.
A vosotros, hombres de negocios y a quienes sois responsables de las organizaciones financieras y comerciales, dirijo mi llamado: examinad de nuevo vuestras responsabilidades frente a vuestros hermanos y hermanas.
A vosotros, estrategas militares, oficiales, científicos y técnicos, dirijo mi llamado: usad vuestros conocimientos y preparación de tal modo que promuevan el diálogo y la comprensión mutua.
A vosotros, los que sufrís, los disminuidos físicos y a cuantos padecéis alguna limitación, dirijo mi llamado: ofreced vuestras oraciones y vuestras vidas para que sean abatidas las barreras que dividen al mundo.
A vosotros, que creéis en Dios, os exhorto a vivir con la conciencia de formar una sola familia bajo la paternidad de Dios. A todos y a cada uno de vosotros, jóvenes y ancianos, débiles y poderosos, dirijo mi llamado: abrazad la paz como el más grande valor unificador de vuestras vidas. En cualquier parte de este planeta donde os encontréis, yo os exhorto ardientemente a perseverar en la solidaridad y en el diálogo sincero:
La paz es un valor sin fronteras:
de Norte a Sur, de Este a Oeste,
en todo lugar, un único pueblo unido
en una única paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 1985.
JUAN PABLO II