Mensaje de su Santidad Juan Pablo II para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz

PARA SERVIR A LA PAZ, RESPETA LA LIBERTAD

A todos vosotros, artífices de la paz, a vosotros, responsables de las naciones, a vosotros, hermanos y hermanas, ciudadanos del mundo, a vosotros, los jóvenes, que soñáis con un mundo mejor.

A vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad, me dirijo hoy para invitaros, con motivo de la XIV Jornada 1 Mundial de la Paz (1 de enero de 1981), a reflexionar acerca de la situación del mundo y de la gran causa de la paz. Lo hago impulsado por una profunda convicción: la paz es posible, pero es a la vez una conquista continua, un bien que debe ser realizado mediante esfuerzos renovados sin cesar. Cada generación percibe de una manera nueva la exigencia permanente de la paz frente a los problemas cotidianos de su existencia. Sí, cada día el ideal de la paz debe ser traducido en una realidad concreta por cada uno de nosotros.

1. Si yo os presento hoy como objeto de vuestras reflexiones el tema de la libertad, lo hago en la línea del Papa Juan XIII, en su encíclica Pacem in terris, donde proponía la libertad como uno de los «cuatro pilares que sostienen el edificio de la paz». La libertad responde a una aspiración profunda y generalizada del mundo contemporáneo; prueba de ello, entre otras, es el uso frecuente que se hace de ese término de «libertad», aunque el mismo no siempre es empleado en el mismo sentido por los creyentes y los ateos, por los hombres de ciencia y los economistas, por los que viven en una sociedad democrática y los que soportan un régimen totalitario. Cada uno le da un matiz especial e incluso una significación muy diferente. Tratando de ampliar nuestro servicio a la paz, nos es pues muy necesario comprender cuál es la verdadera libertad que es a la vez raíz y fruto de la paz.
Condicionamientos que aconsejan hoy un nuevo planeamiento del tema

2. La paz debe realizarse en la verdad; debe construirse sobre la justicia; debe estar animada por el amor; debe hacerse en la libertad (Cf. Pacem in terris). Sin un respeto profundo y generalizado de la libertad, la paz escapa al hombre. No tenemos más que mirar en derredor nuestro para convencernos. Porque el panorama que se abre ante nuestros ojos, en este principio de los años ochenta, no se presenta muy tranquilizador. En efecto, mientras muchos hombres y mujeres, simples ciudadanos o dirigentes responsables, se preocupan vivamente por la paz -a veces hasta llegar a la angustia-, sus aspiraciones no se concretizan en una paz verdadera a causa de la falta de libertad o de la violación de la misma, como también por la manera ambigua o errónea en la que es ejercida.

Porque ¿cuál puede ser la libertad de unas naciones cuya existencia, aspiraciones y reacciones están condicionadas por el miedo en vez de la confianza mutua, por la opresión en vez de la libre búsqueda del bien común? La libertad es herida, cuando las relaciones entre los pueblos se fundan no sobre el respeto de la dignidad igual de cada uno, sino sobre el derecho del más fuerte, sobre la actitud de bloques dominantes y sobre imperialismos militares o políticos. La libertad de las naciones es herida, cuando se obliga a las pequeñas naciones a alinearse con las grandes para ver asegurado su derecho a la existencia autónoma o su supervivencia. La libertad es herida, cuando el diálogo entre compañeros iguales no es posible a causa de las dominaciones económicas o financieras ejercidas por las naciones privilegiadas y fuertes.

Y dentro de una nación, a nivel político, ¿tiene la paz una suerte real, cuando no está garantizada la libre participación en las decisiones colectivas o el libre disfrute de las libertades individuales? No hay verdadera libertad -fundamento de la paz-, cuando todos los poderes están concentrados en manos de una sola clase social, de una sola raza, de un solo grupo; o cuando el bien común es confundido con los intereses de un solo partido que se identifica con el Estado. No hay verdadera libertad, cuando las libertades de los individuos son absorbidas por una colectividad «negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva» (Carta Octogésima adveniens, n. 26). La verdadera libertad está igualmente ausente cuando formas diversas de anarquía erigida en teoría llevan a rechazar o contestar sistemáticamente toda autoridad, confinando, en el extremo, con terrorismos políticos o violencias obcecadas, espontáneas u organizadas. Tampoco existe ya verdadera libertad, cuando la seguridad interna es erigida en norma única y suprema de las relaciones entre la autoridad y los ciudadanos, como si ella fuera el único y principal medio de mantener la paz. No puede ignorarse, en este contexto, el problema de la represión sistemática o selectiva -acompañada de asesinatos y torturas, de desapariciones y exilios- de la cual son víctimas tantas personas, incluidos obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos cristianos comprometidos en el servicio al prójimo.

3. A nivel social, difícilmente puede calificarse de verdaderamente libres a hombres y mujeres que no tienen la garantía de un empleo honesto y remunerado o que, en tantos pueblos rurales, siguen estando sometidos a servidumbres deplorables, que son a veces la herencia de un pasado de dependencia o de una mentalidad colonial. Tampoco existe ya suficiente libertad para aquellos y aquellas que, tras un desarrollo industrial, urbano o burocrático incontrolado, se ven envueltos por un gigantesco engranaje, por un conjunto de mecanismos no queridos o no dominados que no dejan ya el espacio necesario para un desarrollo social digno del hombre. La libertad queda en primer lugar reducida, más de lo que parece, en una sociedad que se deja guiar por el dogma del crecimiento material indefinido, por la carrera a la posesión o la carrera a los armamentos. La crisis económica actual que alcanza a todas las sociedades corre el riesgo de provocar, si no ha sido confrontada con postulados de otro orden, medidas que restringirán todavía más el espacio de libertad del que la paz tiene necesidad para brotar y florecer.

A nivel del espíritu, la libertad puede seguir sufriendo manipulaciones de muchos tipos. Por ejemplo, cuando los medios de comunicación social abusan de su poder sin preocuparse de la objetividad rigurosa. Por ejemplo también, cuando se aplican procedimientos psicológicos sin tener en cuenta la libertad de la persona. Por otra parte, la libertad seguirá siendo muy incompleta, o al menos difícil de ejercer, en hombres, mujeres y niños para quienes el analfabetismo constituye una suerte de esclavitud cotidiana en una sociedad que supone la cultura.

En el umbral del año 1981, proclamado por las Naciones Unidas «Año de la Persona Minusválida», es conveniente finalmente incluir en este cuadro a nuestros hermanos y hermanas que han sido perjudicados en su integridad física o en su espíritu. Nuestra sociedad, ¿es suficientemente consciente de su deber de poner en obra los medios que le permitan participar más libremente en la vida en común, tener acceso al desarrollo humano que corresponde a sus derechos de persona humana y a sus posibilidades, en la dignidad?

Esfuerzos alentadores y realizaciones meritorias

4. Pero, al lado de estos ejemplos típicos donde los condicionamientos más o menos graves son un obstáculo al justo despliegue de la libertad, y que podrían ser cambiados, hay también otro aspecto, positivo aquel, en el cuadro del mundo contemporáneo que busca la paz en la libertad. Es la imagen de una muchedumbre de hombres y mujeres que creen en este ideal, que se empeñan por poner la libertad al servicio de la paz, por respetarla, por promoverla, por reivindicarla y defenderla, y que están dispuestos a los esfuerzos y aun a los sacrificios que este empeño exige. Pienso en todos cuantos, Jefes de Estado y de Gobierno, hombres políticos, funcionarios internacionales y responsables civiles a todos los niveles, se esfuerzan por hacer accesibles a todos las libertades solemnemente proclamadas. Mi pensamiento se dirige también a todos aquellos y aquellas que saben que la libertad es indivisible y que, consecuentemente, no dejan de señalar, con toda objetividad, en las situaciones cambiantes, los nuevos ataques contra la libertad en el ámbito de la vida personal, de la familia, de la cultura, del desarrollo socio-económico y de la vida política. Pienso en los hombres y en las mujeres del mundo entero, enamorados de una solidaridad sin fronteras, para quienes es imposible, en una civilización mundial, aislar sus propias libertades de las que sus hermanos y hermanas en otros continentes se esfuerzan por conquistar o defender. Pienso de modo especial en los jóvenes que creen que no se llega a ser verdaderamente libre sino es esforzándose por procurar a los demás la misma libertad.

El arraigo de la libertad en el hombre

5. La libertad en su esencia es interior al hombre, connatural a la persona humana, signo distintivo de su naturaleza. La libertad de la persona encuentra, en efecto, su fundamento en su dignidad trascendente: una dignidad que le ha sido regalada por Dios, su Creador, y que le orienta hacia Dios. El hombre, dado que ha sido creado a imagen de Dios (Cf. Gn. 1, 27), es inseparable de la libertad, de esa libertad que ninguna fuerza o apremio exterior podrá jamás arrebatar y que constituye su derecho fundamental, tanto como individuo cuanto como miembro de la sociedad. El hombre es libre porque posee la facultad de determinarse en función de lo verdadero y del bien. El es libre, dado que posee la facultad de elección, «movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa» (Constitución Gaudium et Spes, n. 17). Ser libre, es poder y querer elegir, es vivir según su propia conciencia.

Promover hombres libres en una sociedad de libertad

6. El hombre debe pues poder hacer sus elecciones en función de los valores a los cuales da su adhesión; se mostrará responsable en ello, y corresponde a la sociedad favorecer esta libertad, teniendo en cuenta el bien común.

El primero de estos valores y el más fundamental es siempre su relación con Dios expresado en sus convicciones religiosas. La libertad religiosa se transforma así en la base de las demás libertades. En vísperas de la reunión de Madrid sobre la seguridad y la cooperación en Europa, pude repetir lo que no ceso de afirmar desde el comienzo de mi ministerio: «la libertad de conciencia y de religión... es... un derecho primario e inalienable de la persona; más aún, en la medida en la que ella alcanza la esfera más íntima del espíritu, se puede incluso decir que sostiene la razón de ser, íntimamente anclada en cada persona, de las restantes libertades» (La libertad religiosa y el Acta final de Helsinki, n. 5; Cf. L'Osservatore Romano, 15 de noviembre de 1980). Las diferentes instancias responsables de la sociedad deben hacer posible el ejercicio de la verdadera libertad en todas sus manifestaciones. Ellas deben intentar garantizar a cada hombre y a cada mujer la posibilidad de realizar plenamente su potencial humano. Ellas deben reconocerles un espacio autónomo, jurídicamente protegido, para que todo ser humano pueda vivir, solo o colectivamente, según las exigencias de su conciencia. Tal libertad, por otra parte, es invocada en los más importantes documentos y pactos internacionales, como la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y las Convenciones internacionales referentes al mismo tema, así como también por la gran mayoría de las Constituciones nacionales. Esto no es nada más que justicia, porque el Estado, como portador del mandato de los ciudadanos, no solamente debe reconocer las libertades fundamentales de las personas, sino protegerlas y promoverlas. Este cometido positivo, lo realizará respetando la regla del derecho y buscando el bien común conforme a las exigencias de la ley moral. De la misma manera, los grupos intermedios libremente constituidos contribuirán, a su modo, a la salvaguardia y a la promoción de las libertades. Esta noble tarea concierne a todas las fuerzas vivas de la sociedad.

7. Pero la libertad, no es sólo un derecho que se reclama para uno mismo, es un deber que se asume cara a los otros. Para servir verdaderamente a la paz, la libertad de cada ser humano y de cada comunidad humana debe respetar las libertades y los derechos de los demás, individuales o colectivos. Ella encuentra en este respeto su límite, pero además su lógica y su dignidad, porque el hombre es por naturaleza un ser social.

Ciertas formas de «libertad» no merecen verdaderamente este nombre, y es necesario vigilar para defender la libertad contra las falsificaciones de diversos tipos. Por ejemplo, la sociedad de consumo -ese exceso de bienes no necesarios al hombre- puede constituir, en cierto sentido, un abuso de la libertad, cuando la búsqueda cada vez más insaciable de bienes no está sometida a la ley de la justicia y del amor social. Tal práctica del consumo entraña, de hecho, un límite de la libertad de los demás; e incluso, en la perspectiva de la solidaridad internacional, ella afecta a sociedades enteras que no pueden disponer del mínimo de bienes necesarios para sus necesidades esenciales. La existencia de zonas de pobreza absoluta en el mundo, la existencia del hambre y de la desnutrición no dejan de poner una grave interrogación a los países que se han desarrollado libremente sin tener en cuenta a los que no tenían el mínimo y hasta es posible que a expensas de ellos. Se podría incluso decir que en el interior de los países ricos, la búsqueda incontrolada de bienes materiales y de servicios de todo género ofrece solamente en apariencia más libertad a los que se benefician de ello, porque propone como valor humano fundamental la posesión de cosas, en lugar de apuntar a un cierto bienestar material como condición y medio de pleno desarrollo de los talentos del hombre en colaboración y armonía con sus semejantes.

Asimismo una sociedad construida sobre una base puramente materialista niega al hombre su libertad, cuando somete las libertades individuales a las exigencias económicas, cuando reprime la creatividad espiritual del hombre en nombre de una falsa armonía ideológica, cuando rehúsa a los hombres el ejercicio de su derecho de asociación, cuando reduce prácticamente a la nada la facultad de participar en la vida pública o se comporta de tal manera en este ámbito que el individualismo y el absentismo cívico o social terminan por ser una actitud general.

Finalmente, la verdadera libertad no es promovida tampoco en la sociedad permisiva, que confunde la libertad con la licencia de hacer cualquier opción y que proclama, en nombre de la libertad, una especie de moralidad general. Es proponer una caricatura de la libertad pretender que el hombre es libre para organizar su vida sin referencia a los valores morales y que la sociedad no está para asegurar la protección y la promoción de los valores éticos. Semejante actitud es destructora de la libertad y de la paz. Existen múltiples ejemplos de esta concepción errónea de la libertad, como la eliminación de la vida humana por el aborto aceptado o legalizado.

Promover unos pueblos libres en un mundo libre

8. El respeto a la libertad de los pueblos y de las naciones es una parte integrante de la paz. Las guerras no han cesado de estallar y la destrucción ha golpeado pueblos y culturas enteras porque la soberanía de un pueblo o de una nación no había sido respetada. Todos los continentes han sido testigos y víctimas de guerras y de luchas fratricidas, provocadas por la tentativa de una nación de limitar la autonomía de la otra. Se puede también preguntar si la guerra no se arriesga a llegar a ser -o permanecer- un dato normal de nuestra civilización, con los conflictos armados «limitados» que se prolongan sin que la opinión pública se maraville, o con la sucesión de guerras civiles. Las causas directas o indirectas son múltiples y complejas: expansión territorial, imperialismo ideológico, para el triunfo del cual se acumulan armas de destrucción total, explotación económica que hay que perpetuar, obsesión por la seguridad territorial, diferencias étnicas explotadas por los mercaderes de armas, y muchas otras. Sea cual fuere la razón, estas guerras contienen unos elementos de injusticia, de desprecio o de odio, y de atentado a la libertad. Ya lo subrayé el año pasado en la Asamblea General de las Naciones Unidas: «El espíritu de guerra, en su significado primitivo y fundamental brota y madura allí donde son violados los derechos inalienables del hombre. Esta es una nueva perspectiva, profundamente actual, más profunda y más radical, de la causa de la paz. Es una perspectiva que ve la génesis de la guerra y, en cierto sentido, su contenido en las formas más complejas que derivan de la injusticia, considerada bajo todos sus distintos aspectos; esta injusticia atenta primeramente contra los derechos del hombre y por eso corta la armonía del orden social, repercutiendo a continuación en todo el sistema de las relaciones internacionales» (n. 11).

9. Sin la voluntad de respetar la libertad de cada pueblo, de toda nación o cultura, y sin un consenso global a este respecto, será difícil crear condiciones de paz. Por lo tanto hay que tener el coraje de tender hacia ellas. Por parte de cada nación y de sus gobernantes, esto supone un empeño consciente y público a renunciar a las reivindicaciones y a los designios que causan daño a las demás naciones, dicho de otro modo, esto supone el rechazo a seguir toda doctrina de supremacía nacional o cultural. Hay que respetar también la marcha interna de las otras naciones, reconocer su personalidad en el seno de la familia humana, y en consecuencia estar dispuestos a poner en causa y a corregir toda política que, en el ámbito económico, social y cultural, sería de hecho una injerencia o una explotación. En este contexto, yo quisiera interceder para que la comunidad de naciones se esfuerce más en ayudar a las naciones jóvenes o aún en vía de desarrollo a alcanzar el verdadero dominio de sus propias riquezas y la autosuficiencia en materia alimentaria así como las necesidades vitales esenciales. Pido a los países ricos que orienten su ayuda hacia la preocupación primera de eliminar activamente la pobreza absoluta.

La preparación inmediata de instrumentos jurídicos tiene su puesto en el mejoramiento de las relaciones entre las naciones. Para respetar la libertad, hay que contribuir también a la codificación progresiva de las aplicaciones que emanan de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Dentro del respeto a la identidad de los pueblos, quisiera incluir particularmente el derecho de cada pueblo a ver sus tradiciones religiosas respetadas en el interior y por parte de las restantes naciones, y el derecho a participar en los libres intercambios dentro del ámbito religioso, cultural, científico y educativo.

En un clima de confianza y de responsabilidad

10. La mejor garantía de la libertad y de su realización efectiva descansa en la responsabilidad de las personas y de los pueblos, en los esfuerzos que cada uno despliega concretamente, según sus alcances, dentro de su ambiente inmediato, en el plano nacional e internacional. Porque la libertad no es algo que se regala. Ella debe ser conquistada sin cesar. Ella va pareja con el sentido de responsabilidad que incumbe a cada uno. No se hace libres a los hombres sin hacerlos al mismo tiempo más conscientes de las exigencias del bien común y más responsables.

Por esto mismo, es necesario hacer surgir y reforzar un clima de confianza mutua, sin el cual la libertad no puede desplegarse. Es sabido por todo el mundo que esto es condición indispensable para la verdadera paz y su primera expresión. Pero, lo mismo que la libertad y que la paz, esta confianza no es un don: debe ser adquirida, debe ser merecida. Cuando un individuo no asume su responsabilidad por el bien común, cuando una nación no se siente corresponsable de la suerte del mundo, la confianza está comprometida. A mayor razón, si uno utiliza a los demás para los propios objetivos egoístas, o simplemente si uno se abandona a maniobras que miran a hacer prevalecer los propios intereses por encima de los intereses legítimos de los demás. Solamente la confianza merecida por acciones concretas en favor del bien común hará posible, entre las personas y las naciones, el respeto a la libertad que es servicio a la paz.

La libertad de los hijos de Dios

11. Para terminar, permitid que me dirija más concretamente a los que están unidos a mí por la creencia en Cristo. El hombre no puede ser auténticamente libre ni promover la verdadera libertad, si no reconoce y no vive la trascendencia de su ser por encima del mundo y su relación con Dios, pues la libertad es siempre la del hombre creado a imagen de su Creador. El cristiano encuentra en el evangelio el apoyo y la profundización de esta convicción. Cristo, Redentor del hombre, hace libres. «Si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres», refiere el apóstol Juan (8, 36). Y el apóstol Pablo añade: «Allí donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor. 3, 17). Ser liberado de la injusticia, del miedo, del apremio, del sufrimiento, no serviría de nada, si se permanece esclavo allá en lo hondo de los corazones, esclavo del pecado. Para ser verdaderamente libre, el hombre debe ser liberado de esta esclavitud y transformado en una nueva criatura. La libertad radical del hombre se sitúa pues al nivel más profundo: el de la apertura a Dios por la conversión del corazón, ya que es en el corazón del hombre donde se sitúan las raíces de toda sujeción, de toda violación de la libertad. Finalmente, para el cristiano, la libertad no proviene del mismo hombre: se manifiesta en la obediencia a la voluntad de Dios y en la fidelidad a su amor. Es entonces cuando el discípulo de Cristo encuentra la fuerza de luchar por la libertad en este mundo. Ante las dificultades de esta tarea, no se dejará llevar por la inercia ni el desaliento, ya que pone su esperanza en Dios que sostiene y hace fructificar lo que se realiza en el espíritu.

La libertad es la medida de la madurez del hombre y de la nación. Así pues, no puedo terminar este mensaje sin renovar la llamada urgente que hice al principio: al igual que la paz, la libertad es un esfuerzo que hay que emprender sin cesar para dar al hombre su plena humanidad. No esperemos pues la paz en el equilibrio del terror. No aceptemos la violencia como camino de la paz. Comencemos más bien por respetar la verdadera libertad: la paz que resultará de ahí será capaz de colmar la esperanza del mundo, pues estará hecha de justicia, estará fundada en la incomparable dignidad del hombre libre.

Vaticano, 8 de diciembre de 1980.

Juan Pablo II