Si quieres la paz, defiende la vida
¡Hombres innumerables y desconocidos!
¡Hombres amigos!
Una vez más, décima vez, nos dirigimos a vosotros, estamos con vosotros. En el alba del nuevo año 1977, estamos a vuestra puerta y llamamos (cf. Ap 3, 20). Abridnos, por favor. Somos el Peregrino de costumbre, que recorre los senderos del mundo, sin cansarse jamás ni perder el camino. Hemos sido enviado para traeros el anuncio de siempre; somos el profeta de la paz. Sí, paz, paz, vamos gritando, como mensajero de una idea fija, de una idea antigua, pero siempre nueva por la necesidad presente que la reclama como un descubrimiento, como un deber, como una dicha. La idea de la paz parece un dato adquirido, como expresión equivalente y perfectiva de la civilización. No hay civilización sin paz. Pero, en realidad, la paz nunca es completa ni segura. Habéis observado cómo hasta los logros del progreso pueden convertirse en causa de conflictos, y de qué proporción. No juzguéis superfluo, y por ello aburrido, nuestro Mensaje anual en favor de la paz.
En el cuadrante de la psicología de la humanidad, la paz ha marcado, después de la última guerra mundial, una hora de fortuna. Sobre las inmensas ruinas, distintas, sí, en los diversos países, pero universales, finalmente se ha visto dominar, sola, victoriosa, la paz. E inmediatamente las obras, las instituciones propias de la paz han brotado como vegetación de primavera; muchas de ellas perduran y florecen sin cesar; son las conquistas del mundo nuevo; y el mundo hace bien de estar orgulloso y querer conservar la eficiencia y el desarrollo de las mismas; son las obras y las instituciones que marcan un nuevo peldaño en el progreso de la humanidad. Escuchemos ahora por un instante una voz autorizada, paterna y profética, la de nuestro venerable predecesor el Papa Juan XXIII:
"La convivencia humana, venerables hermanos y amados hijos, es y tiene que ser considerada, sobre todo, como una realidad espiritual: como comunicación de conocimientos en la luz de la verdad, como ejercicio de derechos y cumplimiento de obligaciones, como impulso y reclamo hacia el bien moral, como noble disfrute en común de la belleza en todas sus legítimas expresiones, como permanente disposición a comunicar los unos a los otros lo mejor de sí mismos, como anhelo de una mutua y siempre más rica asimilación de valores espirituales. Valores en los que encuentren su perenne vivificación y su orientación de fondo las manifestaciones culturales, el mundo de la economía, las instituciones sociales, los movimientos y las teorías políticas, los ordenamientos jurídicos y todos los demás elementos exteriores en los que se articula y se expresa la convivencia en su incesante desenvolvimiento" (Encíclica Pacem in terris, 11, abril de 1963: AAS, 55 1963, pág. 266).
Pero esta fase terapéutica de la paz cede el paso a nuevas contestaciones, bien como residuo de renovadas contiendas, sólo provisionalmente apagadas, bien como fenómenos históricos nuevos que nacen de las estructuras sociales en continua evolución. La paz vuelve a estar amenazada, primeramente en los sentimientos de los hombres, después en contestaciones parciales y locales, más tarde en espantosos programas de armamento, que calculan en frío el potencial de aterradoras destrucciones, superiores incluso a nuestra misma capacidad de traducirlas en medidas concretas. Surgen por todas partes tentativas, dignas de grandísimo elogio, para conjurar semejantes conflagraciones. De todo corazón deseamos que prevalezcan sobre los inconmensurables peligros a los que dichas tentativas tratan de poner un remedio preventivo.
¡Hombres hermanos! Esto no basta. El concepto de la paz, como ideal que dirige la actividad efectiva de la sociedad humana, parece sucumbir ante la fatal fuerza superior de la incapacidad del mundo a gobernarse en la paz y con la paz. La paz no es un hecho autógeno, aunque hacia él tienden los impulsos profundos de la naturaleza humana; la paz es el orden; y al orden aspiran todas las cosas, todos los hechos, como a un destino preconstituido, como a una razón de ser preconcebida, pero que se realiza en concomitancia y en colaboración con multitud de factores. Por eso la paz es un vértice que supone una interior y compleja estructura de soporte; es como un cuerpo flexible que debe ser sostenido por un esqueleto robusto. Es una construcción que debe su estabilidad y su excelencia al esfuerzo sostenedor de causas y condiciones, que a veces le faltan, y aun cuando las tiene no siempre cumplen la función que les ha sido asignada para que la pirámide de la paz sea estable, tanto en su base como en su cúspide.
Frente a este análisis de la paz, que confirma su excelencia, su necesidad y que al mismo tiempo revela su inestabilidad y fragilidad, Nos reafirmamos nuestra convicción: la paz es un deber, la paz es posible. Este es nuestro Mensaje repetido, que hace suyo el ideal de la civilización, que se hace eco de las aspiraciones de los pueblos, conforta la esperanza de los hombres humildes y débiles y ennoblece con la justicia la seguridad de los fuertes. Es el mensaje del optimismo, es el presagio del porvenir. La paz no es un sueño, no es una utopía, no es une ilusión .No es tampoco la fatiga de Sísifo: no, la paz puede ser prolongada y fortalecida; puede escribir las más bellas páginas de la historia, no sólo con los fastos del poder y la gloria, sino mucho más aún con los mejores fastos de la virtud humana, de la bondad popular, de la prosperidad colectiva, de la verdadera civilización: la civilización del amor.
¿Es verdaderamente posible? Sí, lo es, lo debe ser. Pero seamos sinceros: la paz, repetimos, es un deber, es posible, pero no sin el concurso de muchas y no fáciles condiciones. El discurso sobre las condiciones de la paz -nos damos bien cuenta de ello- es muy difícil y largo. No nos atrevemos a afrontarlo ahora. Lo dejamos a los expertos. Pero Nos no queremos callar un aspecto que es sin duda primordial. Nos basta a la reflexión de los hombres buenos e inteligentes. Se trata de lo siguiente: la relación de la paz con la concepción que el mundo tiene de la vida humana.
Paz y vida: son bienes supremos en el orden civil; y son bienes correlativos. ¿Queremos la paz? ¡Defendamos la vida!
Este binomio "paz y vida" puede parecer casi una tautología, un slogan retórico: pero no lo es. Representa una conquista por la que se ha combatido sin cesar a lo largo del camino del progreso humano: un camino que no ha llegado todavía a su meta final. ¡Cuántas veces, en la dramática historia de la humanidad, el binomio "paz y vida" encierra no un abrazo fraterno, sino una lucha feroz de los dos términos! La paz se busca y se conquista con la muerte y no con la vida: y la vida se afirma no con la paz, sino con la lucha, como un triste destino necesario para la propia defensa.
El parentesco entre la paz y la vida parece brotar de la naturaleza misma de las cosas; pero no siempre, no todavía de la lógica del pensamiento y de la conducta de los hombres. Y ésta es, si queremos comprender la dinámica del progreso humano, la paradoja y la novedad que Nos debemos afirmar para el año de gracia de 1977 y para siempre. Pero no es fácil, no es sencillo lograrlo porque demasiadas objeciones, formidables objeciones custodiadas en el inmenso arsenal de las seudo-convicciones, de los prejuicios empíricos y utilitarios, de las llamadas razones de Estado o de las costumbres históricas y tradicionales oponen, aun hoy día, obstáculos que parecen insuperables. Con esta trágica conclusión: si paz y vida pueden ilógica pero prácticamente separarse, se perfila en el horizonte del futuro una catástrofe que, en nuestros días, podría resultar inconmensurable e irremediable, tanto para la paz como para la vida. Hiroshima es un documento terriblemente elocuente y un paradigma espantosamente profético a este respecto. Si, por una fatal hipótesis, la paz se concibiera como disociada del connatural respeto a la vida, podría imponerse como un triste triunfo de la muerte; vienen a la mente las palabras de Cornelio Tácito: "...ubi solitudinem faciunt, pacem appellant" (Vida de Agrícola, 30). Y recíprocamente: ¿se puede exaltar con egoísta y casi idolátrica preferencia la vida privilegiada de algunos a costa de la opresión o de la supresión de los otros? ¿Es esto paz?.
Para encontrar la clave de la verdad en este conflicto, que de teórico y moral se convierte en trágicamente real, que profana y tiñe de sangre aun hoy día tantas páginas de la convivencia humana, hay que reconocer sin duda el primado de la vida, como valor y condición de la paz. Esta es la fórmula:"Si quieres la paz, defiende la vida". La vida es el vértice de la paz. Si la lógica de nuestro actuar parte de la sacralidad de la vida, la guerra, como medio normal y habitual para la afirmación del derecho, y, por tanto de la paz, queda virtualmente descalificada. La paz no es sino la superioridad incontestable del derecho y, en definitiva, la feliz celebración de la vida.
Aquí podríamos seguir citando ejemplos indefinidamente, lo mismo que no tiene fin la casuística de las aventuras, o por mejor decirlo, de las desaventuras, en que la vida está puesta en juego de cara a la paz. Nos hacemos nuestra la clasificación que, en tal sentido, ha sido presentada teniendo en cuenta "tres imperativos esenciales". Para lograr la paz auténtica y feliz es necesario, según estos imperativos: " defender la vida, cuidar la vida, promover la vida".
La política de los grandes armamentos entra inmediatamente en cuestión. La vieja sentencia que ha hecho y hace escuela en política: si vis pacem para bellum no se puede admitir sin radicales reservas (cf. Lc 14, 31). Con la sincera audacia de nuestros principios, denunciamos así el falso y peligroso programa de la "carrera de los armamentos", de la secreta competición por la superioridad bélica entre los pueblos. Aunque, por una sobreviviente y feliz cordura, o por tácito pero de hecho tremendo "brazo de hierro" en el equilibrio de las mortíferas fuerzas contrarias, no estalla la guerra (¡qué guerra sería!), sin embargo, cómo no lamentar el derroche de medios económicos y de energías humanas para conservar a cada Estado su coraza de armas cada vez más costosas, cada vez más eficientes, en perjuicio de los balances escolares, culturales, agrícolas, sanitarios, civiles: la paz y la vida soportan pesos enormes e incalculables para mantener una paz fundada sobre la perpetua amenaza a la vida, como también para defender la vida mediante una constante amenaza a la paz.
Se dirá: es inevitable. Puede serlo en una concepción tan imperfecta aún de la civilización. Pero reconozcamos al menos que este desafío constitucional, que la carrera de los armamentos establece entre la vida y la paz, es una fórmula falaz en sí misma y que por lo tanto ha de ser corregida, superada. Loor pues al esfuerzo ya iniciado para reducir y al fin para eliminar esta absurda guerra fría, resultado del progresivo aumento del respectivo potencial bélico de las naciones, como si éstas tuviesen que ser, sin tregua, enemigas entre sí y como si fuesen incapaces de darse cuenta de que tal concepción de las relaciones internacionales tendría un día como resultado la ruina de la paz y de innumerables vidas humanas.
Pero no es sólo la guerra la que mata la paz. Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo, tal como está ocurriendo frecuentemente hoy, con horrible y a veces legal facilidad, con la supresión de la vida naciente, con el aborto. Se suelen invocar en favor del aborto las razones siguientes: el aborto mira a frenar el aumento molesto de la población, a eliminar seres condenados a la malformación, al deshonor social, a la miseria proletaria, etc.; da la impresión de beneficiar más bien que perjudicar a la paz. Pero no es así.
La supresión de una vida naciente, o ya dada a luz, viola ante todo el principio moral sacrosanto, al que debe hacer siempre referencia la concepción de la existencia humana: la vida humana es sagrada desde el primer momento de su concepción y hasta el último instante de su supervivencia natural en el tiempo. Es sagrada: ¿qué quiere decir esto? Quiere decir que queda excluida de cualquier arbitrario poder supresivo, que es intocable, digna de todo respeto, de todo cuidado, de cualquier debido sacrificio. Para quien cree en Dios es espontáneo e instintivo, es debido por ley religiosa trascendente, e incluso para quien no tiene esta suerte de admitir la mano de Dios protectora y vengadora de todo ser humano, es y debe ser intuitivo en virtud de la dignidad humana este sentido de lo sacro, es decir, de lo intocable, de lo inviolable, propio de una existencia humana viva. Lo saben, lo sienten aquellos que han tenido la desventura, la culpa implacable, el remordimiento siempre renaciente de haber suprimido voluntariamente una vida; la voz de la sangre inocente grita en el corazón de la persona homicida con desgarradora insistencia: la paz interior no es posible por vía de sofismas egoístas. Y si lo es, un atentado contra la paz, es decir, contra el sistema protector general del orden, de la humana y segura convivencia, en una palabra contra la paz, ha sido perpetrado: vida individual y paz general están siempre unidas por un inquebrantable parentesco. Si queremos que el orden social creciente se asiente sobre principios intocables, no lo ofendamos en el corazón de su esencial sistema: el respeto a la vida humana. También en este sentido paz y vida son solidarias en la base del orden y de la civilización.
El discurso puede prolongarse sometiendo a examen las numerosas formas en que la ofensa a la vida parece convertirse en costumbre, las maneras de delincuencia colectiva, para asegurarse la complicidad del silencio o la de enteros sectores de ciudadanos, para hacer de la venganza privada un vil deber colectivo, del terrorismo un fenómeno de legítima afirmación política o social, de la tortura policial un método eficaz de la fuerza pública que no mira ya a restablecer el orden, sino a imponer una innoble represión. Es imposible que la paz florezca donde la incolumidad de la vida se halla comprometida hasta este extremo. Donde reina la violencia, desaparece la verdadera paz. Por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social.
Documentos de nuestro progreso civil son los textos de los compromisos internacionales en favor de la tutela de los Derechos Humanos, de la defensa del niño, de la salvaguardia de las libertades fundamentales del hombre. Son la epopeya de la paz, en cuanto son un escudo que defiende la vida. ¿Son completos? ¿Son observados? Todos nosotros nos damos cuenta de que la civilización se manifiesta en tales declaraciones y que encuentra en ellas el aval de la propia realidad, plena y gloriosa, si esas declaraciones pasan a las conciencias y a las costumbres; realidad escarnecida y violada, si quedan en letra muerta.
¡Hombre, hombres de la madurez del siglo XX! Vosotros habéis firmado las Cartas gloriosas de vuestra plenitud humana ya conseguida, si tales Cartas son verdaderas; habéis sellado vuestra condena moral ante la historia, si ellas son documentos de veleidades retóricas o de hipocresía jurídica. El metro está ahí: en la ecuación entre paz verdadera y dignidad de la vida.
Acoged nuestra imploración suplicante: que tal ecuación se lleve a efecto y que sobre ella se eleve una nueva cúspide en el horizonte de nuestra civilización de la vida y de la paz: la civilización, decimos una vez más, del amor.
¿Queda dicho todo?
No, falta por resolver una cuestión: ¿cómo realizar este programa de civilización? ¿Cómo hermanar de veras la vida y la paz?
Respondemos en términos que pueden parecer inaccesibles a cuantos encierran el horizonte de la realidad en la sola visión natural. Hay que recurrir a ese mundo religioso, que Nos llamamos "sobrenatural". Es necesaria la fe para descubrir ese sistema de eficiencias que intervienen en el conjunto de las vicisitudes humanas, en las que se injerta la obra trascendente de Dios y que las habilita para efectos superiores, imposibles humanamente hablando. Hace falta la religión viva y verdadera, para hacerlos posibles. Hace falta la ayuda del "Dios de la paz" (Flp 4, 9).
Dichosos nosotros si conocemos esto y lo creemos; y dichosos si, de acuerdo con esta fe, sabemos descubrir y poner en práctica la relación existente entre la vida y la paz.
Porque existe una excepción capital al razonamiento expuesto más arriba, el cual antepone la vida a la paz y hace depender la paz de la inviolabilidad de la vida: es la excepción que se verifica en aquellos casos en que entra en juego un bien superior a la misma vida. Se trata de un Bien cuyo valor desborda el valor de la vida misma, como la verdad, la justicia, la libertad civil, el amor al prójimo, la fe... Entonces interviene la palabra de Cristo: "Quien ama la propia vida (más que estos bienes superiores), la perderá" (cf. Jn 12, 25). Esto demuestra que así como la paz debe ser considerada en orden a la vida y que así como el ordenado bienestar asegurado a la vida debe desembocar en la paz misma cual armonía que hace ordenada y feliz, interior y socialmente, a la existencia humana, así también esta existencia humana, esto es, la vida, no puede ni debe sustraerse a las finalidades superiores que le confieren su primordial razón de ser: ¿para qué se vive? ¿Qué es lo que da a la vida, además de la ordenada tranquilidad de la paz, su propia dignidad, su plenitud espiritual, su grandeza moral y, también su finalidad religiosa? ¿Se habrá perdido quizá la paz, la verdadera paz, cuando en el área de la vida se haya dado carta de ciudadanía al Amor, en su más alta expresión que es el sacrificio? Y si el sacrificio entra verdaderamente en un designio de redención y de título meritorio para una existencia que trasciende las formas y las medidas temporales, ¿no recuperará su verdadera y centuplicada paz de la vida eterna? (cf. Mt 19, 29) El que es discípulo de la escuela de Cristo puede comprender este lenguaje trascendente (cf. Mt 19, 11) ¿Y por qué no podríamos ser nosotros esos alumnos? Cristo "es nuestra paz" (cf. Ef 2, 11)
PABLO VI