La reconciliación, camino hacia la paz
A todos los hombres de buena voluntad.
He aquí nuestro Mensaje para el año 1975.
Todos lo conocéis: Hermanos, hagamos la paz.
Nuestro mensaje es muy sencillo, pero tan serio y exigente a la vez que pudiera parecer ofensivo: ¿no existe ya la paz? ¿Qué más se puede añadir a lo que ya se ha hecho y se está haciendo en favor de la paz? La historia de la humanidad ¿no está caminando, por sus propios medios, hacia la paz universal?
Sí, así es; o mejor, así lo parece. Pero la paz debe ser "hecha", debe ser engendrada y producida continuamente; es el resultado de un equilibrio inestable que sólo el movimiento puede asegurar. Las mismas instituciones que en el orden jurídico y en el concierto internacional tienen la función y el mérito de proclamar y de conservar la paz alcanzan su providencial finalidad cuando están continuamente en acción, cuando en todo momento saben engendrar la paz, hacer la paz.
Esta necesidad brota principalmente del devenir humano, del incesante proceso evolutivo de la humanidad. Los hombres suceden a los hombres, las generaciones a las generaciones. Aunque no se verificase ningún cambio en las situaciones jurídicas e históricas existentes, sería en todo caso necesaria una obra siempre in fieri para educar a la humanidad a permanecer fiel a los derechos fundamentales de la sociedad: éstos tienen que permanecer y guiarán la historia durante un tiempo indefinido, a condición de que los hombres que cambian, y los jóvenes que vienen a ocupar el puesto de los ancianos que desaparecen, sean educados, sin cesar en la disciplina del orden que tutela el bien común y en el ideal de la paz. En este sentido, hacer la paz significa educar para la paz. Y no es una empresa pequeña ni tampoco fácil.
Pero todos sabemos que en la escena de la historia no cambian únicamente los hombres. Lo hacen también las cosas, es decir, las cuestiones, de cuya equilibrada solución depende la convivencia pacífica entre los hombres. Nadie puede sostener que hoy en día la organización de la sociedad civil y del contexto internacional es perfecta. Quedan todavía potencialmente abiertos muchos, muchísimos problemas; quedan los de ayer y surgen los de hoy; mañana brotarán otros nuevos, y todos esperan una solución. Esta solución afirmamos, no puede ni debe venir de conflictos egoístas o violentos, y tanto menos de guerras sangrientas entre los hombres. Lo han dicho hombres sabios, estudiosos de la historia de los pueblos. Nos también, inerme en medio de las rivalidades del mundo, pero fortalecido por la palabra divina, lo hemos dicho: todos los hombres son hermanos. Finalmente, la civilización entera ha admitido este principio fundamental. Por lo tanto, si los hombres son hermanos, pero surgen todavía entre ellos nuevas causas de conflicto, es necesario que la paz se convierta en una realidad operante y orientadora. Hay que hacer la paz, hay que producirla, hay que inventarla, hay que crear la con ingenio siempre vigilante, con voluntad siempre nueva e incansable. Por eso estamos todos persuadidos del principio que informa la sociedad contemporánea: la paz no puede ser ni pasiva, ni opresiva; debe ser inventiva, preventiva, operativa.
Vemos con satisfacción que estos criterios orientadores de la vida colectiva en el mundo son universalmente reconocidos hoy día, al menos en línea de principio. De ahí que nos sintamos en el deber da dar las gracias, de hacer el elogio, de animar a los hombres responsables y a las instituciones destinadas actualmente a promover la paz en la tierra por haber escogido, como primer artículo de su programa de acción, este axioma fundamental: sólo la paz engendra la paz.
Dejadnos pues, hombres todos, repetir de manera profética el mensaje del reciente Concilio Ecuménico, hasta los confines del horizonte: "Debemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas a preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda prohibirse absolutamente cualquier tipo de recurso a la guerra... la paz ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las armas".
"...Los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menosprecio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública".
"Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos".
"Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore" (Constitución Gaudium et spes, 82).
Y es precisamente con vistas a esto por lo que nuestro mensaje se despliega en torno a su punto característico e inspirador, afirmando que la paz en tanto vale en cuanto aspira a ser interior antes de ser exterior. Hay que desarmar los espíritus, si es que queremos impedir de manera eficaz el recurso a las armas que hieren los cuerpos. Hay que proporcionar a la paz, es decir, a todos los hombres, las raíces espirituales de una forma común de pensar y de amar: No basta, escribe Agustín, maestro ideador de una Ciudad nueva, no basta para asociar a los hombres entre sí la identidad de naturaleza; se hace necesario enseñarles a hablar un mismo lenguaje, es decir, a comprenderse, a poseer una cultura común, a compartir los mismos sentimientos: de lo contrario el "hombre preferirá encontrarse con su perro antes que con un hombre extraño" (cf. De civitate Dei, XIX, VII: PL 41,634).
Esta interiorización de la paz es auténtico humanismo, verdadera civilización. Afortunadamente está ya en camino. Madura con el progreso del mundo. Halla su poder de persuasión en las dimensiones universales de las relaciones de toda clase que los hombres están estableciendo entre sí. Es una labor lenta y complicada, pero que, por muchas razones, se impone por sí misma: el mundo camina hacia la unidad. Sin embargo, no podemos hacernos ilusiones: al mismo tiempo que la pacífica concordia entre los hombres se va difundiendo -a través del progresivo descubrimiento de la función complementaria e interdependiente de los países; de los intercambios comerciales, de la difusión de una misma visión del hombre, por lo demás siempre respetuosa de la originalidad y de lo específico de las diversas culturas; a través de la facilidad de los viajes y de los medios de comunicación social, etc.- debemos notar que en la actualidad se van consolidando nuevas formas de recelosos nacionalismos cerrados en sus manifestaciones, de toscas rivalidades basadas en la raza, la lengua, la tradición; hemos de notar también que permanecen situaciones tristísimas de miseria y de hambre, surgen potentes expresiones económicas multinacionales, cargadas de antagonismos egoístas; se organizan socialmente ideologías exclusivistas y dominadoras; hacen su explosión conflictos territoriales con impresionante facilidad; y sobre todo las armas mortíferas, capaces de producir destrucciones catastróficas, aumentan en número y en potencia, imponiendo de este modo al terror el nombre de paz. Sí, el mundo camina hacia su unidad, pero a la vez aumentan terroríficas hipótesis que proyectan un horizonte con mayor posibilidad, mayor facilidad, mayor peligro de choques fatales, que, bajo ciertos aspectos, se consideran inevitables y necesarios, como si los reclamara la justicia. ¿Llegará un día en que la justicia no sea hermana de la paz, sino de la guerra? (cf. San Agustín, ib.).
No jugamos a las utopías, ya sean optimistas o pesimistas. Queremos atenernos a la realidad, la cual, con esa fenomenología de esperanza ilusoria y de lamentable desesperación, nos advierte una vez más que algo no funciona bien en la máquina monumental de nuestra civilización; ésta podría explotar en una indescriptible conflagración por un defecto en su construcción. Decimos defecto y no falta; es decir, el defecto del coeficiente espiritual, que sin embargo admitimos que está ya presente y operante en la economía general del pacífico desarrollo de la historia contemporánea y que es digno de todo favorable reconocimiento y aliento; ¿no hemos asignado a la UNESCO nuestro premio que lleva el nombre del Papa Juan XXIII, autor de la Encíclica Pacem in terris?
Pero nos atrevemos a decir que hay que hacer más, hay que valorizar y aplicar el coeficiente espiritual de tal forma que resulte capaz no sólo de impedir los conflictos entre los hombres y de predisponerlos a sentimientos pacíficos y civiles, sino también de producir la reconciliación entre los mismos hombres, es decir, de engendrar la paz. No basta reprimir las guerras, suspender las luchas, imponer treguas y armisticios, definir confines y relaciones, crear fuentes de intereses comunes, paralizar las hipótesis de contiendas radicales mediante el terror de inauditas destrucciones y sufrimientos; no basta una paz impuesta, una paz utilitaria y provisoria; hay que tender a una paz amada, libre, fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los ánimos.
Lo sabemos que es difícil; más difícil que cualquier otro método, pero no es imposible; no es pura fantasía. Nuestra confianza está puesta en una bondad fundamental de los hombres y de los pueblos. Dios ha hecho saludables las generaciones (Sab 1, 14). El esfuerzo inteligente y perseverante por la mutua comprensión de los hombres, de las clases sociales, de las ciudades, de los pueblos, de las civilizaciones entre sí, no es estéril.
Nos alegramos, de manera especial en vísperas del Año Internacional de la Mujer, proclamado por las Naciones Unidas, de la participación cada vez más amplia de las mujeres en la vida de la sociedad, a la que ofrecen una aportación específica de gran valor, gracias a las cualidades con que Dios las ha adornado: intuición, creatividad, sensibilidad, sentido de piedad y de compasión, amplia capacidad de comprensión y de amor permiten a la mujer ser, de manera muy particular, artífice de la reconciliación dentro de las familias y de la sociedad.
Asimismo, es para Nos motivo de especial satisfacción el poder comprobar que la educación de los jóvenes para una nueva mentalidad universal de la convivencia humana, mentalidad no escéptica, no vil, no inepta, no olvidadiza de la justicia, sino generosa y amorosa, ha comenzado ya y ha hecho progresos; posee imprevisibles recursos para la reconciliación y ésta puede indicar el camino de la paz, en la verdad, en el honor, en la justicia, en el amor, y por tanto en la estabilidad y en la nueva historia de la humanidad.
¡Reconciliación! Hombres jóvenes, hombres fuertes, hombres responsables, hombres libres, hombres buenos: ¿pensáis en ella? ¿No podrá esta mágica palabra entrar en el diccionario de vuestras esperanzas, de vuestros éxitos?
Este, éste es para vosotros nuestro mensaje de esperanza: ¡la reconciliación es el camino hacia la paz!
¡Para vosotros, hombres de Iglesia!
¡Hermanos en el Episcopado, sacerdotes, religiosos y religiosas!
¡Para vosotros, miembros de nuestro laicado y fieles todos!
El mensaje sobre la reconciliación como camino hacia la paz exige un complemento, por más que esto vosotros ya lo sabéis y lo tenéis presente.
No es sólo una parte integrante, sino esencial de nuestro mensaje, como sabéis. Porque nos recuerda a todos que la primera e indispensable reconciliación que hay que conseguir es la reconciliación con Dios. Para nosotros, los creyentes, no puede haber otro camino hacia la paz distinto de éste; es más, en la definición de nuestra salvación coinciden reconciliación con Dios y paz nuestra, la una es causa de la otra. Esta es la obra de Cristo. El ha reparado la ruptura que produce el pecado en nuestras relaciones vitales con Dios. Recordemos a este respecto, entre otras, aquellas palabras de San Pablo: "Todo es de Dios que nos ha reconciliado con El por medio de Cristo" (2 Cor 5, 18).
El Año Santo que estamos para comenzar quiere suscitar nuestro interés por esta primera y feliz reconciliación: Cristo es la paz; El es el principio de la reconciliación en la unidad de su Cuerpo màdstico (cf. Ef 2, 14-16). A 10 años de la conclusión del Concilio Vaticano II haríamos bien en meditar más profundamente el sentido teológico y eclesiológico de estas verdades básicas de nuestra fe y de nuestra vida cristiana.
De ahí, una consecuencia lógica y obligada, y al mismo tiempo fácil, si de veras estamos en Cristo: debemos perfeccionar el sentido de nuestra unidad; unidad en la Iglesia, unidad de la Iglesia; comunión mística, constitutiva la primera (cf. 1 Cor 1, 10; 12, 12-27); restauración ecuménica de la unidad entre todos los cristianos la segunda (cf. Decreto Conciliar Unitatis redintegratio); una y otra exigen una propia reconciliación que debe aportar a la colectividad cristiana aquella paz que es un fruto del Espíritu, consiguiente a la caridad y a su gozo (cf. Gal 5, 22).
También en estos campos debemos "hacer la paz". Llegará ciertamente a vuestras manos el texto de nuestra "Exhortación sobre la reconciliación dentro de la Iglesia", publicada en estos días; os pedimos en nombre de Jesucristo que meditéis este documento y que saquéis propósitos de reconciliación y de paz. Que nadie piense en eludir esta indeclinable exigencia de la comunión con Cristo, la reconciliación y la paz, aferrándose a sus habituales posturas de contestación para con la Iglesia; procuremos por el contrario que todos y cada uno den una nueva y leal contribución a esta filial, humilde, positiva edificación de esta Iglesia suya. ¿No recordaremos las postreras palabras del Señor, como apología de su Evangelio: "Para que alcancen la unidad perfecta; y conozca el mundo que Tú me enviaste" (Jn 17, 23)? ¿No tendremos el gozo de ver a los hermanos resentidos y lejanos que vuelven a la antigua y gozosa concordia?
Deberíamos orar para que este Año Santo dé a la Iglesia católica la inefable experiencia de la restauración de la unidad de algún grupo de hermanos; tan próximos ya al único rebaño, pero que titubean aún a traspasar el umbral. Y oraremos por los seguidores sinceros de otras religiones para que se desarrolle el amistoso diálogo iniciado con ellos y para que juntos podamos colaborar por la paz mundial.
Sí, así es; o mejor, así lo parece. Pero la paz debe ser "hecha", debe ser engendrada y producida continuamente; es el resultado de un equilibrio inestable que sólo el movimiento puede asegurar. Las mismas instituciones que en el orden jurídico y en el concierto internacional tienen la función y el mérito de proclamar y de conservar la paz alcanzan su providencial finalidad cuando están continuamente en acción, cuando en todo momento saben engendrar la paz, hacer la paz.
Esta necesidad brota principalmente del devenir humano, del incesante proceso evolutivo de la humanidad. Los hombres suceden a los hombres, las generaciones a las generaciones. Aunque no se verificase ningún cambio en las situaciones jurídicas e históricas existentes, sería en todo caso necesaria una obra siempre in fieri para educar a la humanidad a permanecer fiel a los derechos fundamentales de la sociedad: éstos tienen que permanecer y guiarán la historia durante un tiempo indefinido, a condición de que los hombres que cambian, y los jóvenes que vienen a ocupar el puesto de los ancianos que desaparecen, sean educados, sin cesar en la disciplina del orden que tutela el bien común y en el ideal de la paz. En este sentido, hacer la paz significa educar para la paz. Y no es una empresa pequeña ni tampoco fácil.
Pero todos sabemos que en la escena de la historia no cambian únicamente los hombres. Lo hacen también las cosas, es decir, las cuestiones, de cuya equilibrada solución depende la convivencia pacífica entre los hombres. Nadie puede sostener que hoy en día la organización de la sociedad civil y del contexto internacional es perfecta. Quedan todavía potencialmente abiertos muchos, muchísimos problemas; quedan los de ayer y surgen los de hoy; mañana brotarán otros nuevos, y todos esperan una solución. Esta solución afirmamos, no puede ni debe venir de conflictos egoístas o violentos, y tanto menos de guerras sangrientas entre los hombres. Lo han dicho hombres sabios, estudiosos de la historia de los pueblos. Nos también, inerme en medio de las rivalidades del mundo, pero fortalecido por la palabra divina, lo hemos dicho: todos los hombres son hermanos. Finalmente, la civilización entera ha admitido este principio fundamental. Por lo tanto, si los hombres son hermanos, pero surgen todavía entre ellos nuevas causas de conflicto, es necesario que la paz se convierta en una realidad operante y orientadora. Hay que hacer la paz, hay que producirla, hay que inventarla, hay que crear la con ingenio siempre vigilante, con voluntad siempre nueva e incansable. Por eso estamos todos persuadidos del principio que informa la sociedad contemporánea: la paz no puede ser ni pasiva, ni opresiva; debe ser inventiva, preventiva, operativa.
Vemos con satisfacción que estos criterios orientadores de la vida colectiva en el mundo son universalmente reconocidos hoy día, al menos en línea de principio. De ahí que nos sintamos en el deber da dar las gracias, de hacer el elogio, de animar a los hombres responsables y a las instituciones destinadas actualmente a promover la paz en la tierra por haber escogido, como primer artículo de su programa de acción, este axioma fundamental: sólo la paz engendra la paz.
Dejadnos pues, hombres todos, repetir de manera profética el mensaje del reciente Concilio Ecuménico, hasta los confines del horizonte: "Debemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas a preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda prohibirse absolutamente cualquier tipo de recurso a la guerra... la paz ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las armas".
"...Los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menosprecio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública".
"Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos".
"Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore" (Constitución Gaudium et spes, 82).
Y es precisamente con vistas a esto por lo que nuestro mensaje se despliega en torno a su punto característico e inspirador, afirmando que la paz en tanto vale en cuanto aspira a ser interior antes de ser exterior. Hay que desarmar los espíritus, si es que queremos impedir de manera eficaz el recurso a las armas que hieren los cuerpos. Hay que proporcionar a la paz, es decir, a todos los hombres, las raíces espirituales de una forma común de pensar y de amar: No basta, escribe Agustín, maestro ideador de una Ciudad nueva, no basta para asociar a los hombres entre sí la identidad de naturaleza; se hace necesario enseñarles a hablar un mismo lenguaje, es decir, a comprenderse, a poseer una cultura común, a compartir los mismos sentimientos: de lo contrario el "hombre preferirá encontrarse con su perro antes que con un hombre extraño" (cf. De civitate Dei, XIX, VII: PL 41,634).
Esta interiorización de la paz es auténtico humanismo, verdadera civilización. Afortunadamente está ya en camino. Madura con el progreso del mundo. Halla su poder de persuasión en las dimensiones universales de las relaciones de toda clase que los hombres están estableciendo entre sí. Es una labor lenta y complicada, pero que, por muchas razones, se impone por sí misma: el mundo camina hacia la unidad. Sin embargo, no podemos hacernos ilusiones: al mismo tiempo que la pacífica concordia entre los hombres se va difundiendo -a través del progresivo descubrimiento de la función complementaria e interdependiente de los países; de los intercambios comerciales, de la difusión de una misma visión del hombre, por lo demás siempre respetuosa de la originalidad y de lo específico de las diversas culturas; a través de la facilidad de los viajes y de los medios de comunicación social, etc.- debemos notar que en la actualidad se van consolidando nuevas formas de recelosos nacionalismos cerrados en sus manifestaciones, de toscas rivalidades basadas en la raza, la lengua, la tradición; hemos de notar también que permanecen situaciones tristísimas de miseria y de hambre, surgen potentes expresiones económicas multinacionales, cargadas de antagonismos egoístas; se organizan socialmente ideologías exclusivistas y dominadoras; hacen su explosión conflictos territoriales con impresionante facilidad; y sobre todo las armas mortíferas, capaces de producir destrucciones catastróficas, aumentan en número y en potencia, imponiendo de este modo al terror el nombre de paz. Sí, el mundo camina hacia su unidad, pero a la vez aumentan terroríficas hipótesis que proyectan un horizonte con mayor posibilidad, mayor facilidad, mayor peligro de choques fatales, que, bajo ciertos aspectos, se consideran inevitables y necesarios, como si los reclamara la justicia. ¿Llegará un día en que la justicia no sea hermana de la paz, sino de la guerra? (cf. San Agustín, ib.).
No jugamos a las utopías, ya sean optimistas o pesimistas. Queremos atenernos a la realidad, la cual, con esa fenomenología de esperanza ilusoria y de lamentable desesperación, nos advierte una vez más que algo no funciona bien en la máquina monumental de nuestra civilización; ésta podría explotar en una indescriptible conflagración por un defecto en su construcción. Decimos defecto y no falta; es decir, el defecto del coeficiente espiritual, que sin embargo admitimos que está ya presente y operante en la economía general del pacífico desarrollo de la historia contemporánea y que es digno de todo favorable reconocimiento y aliento; ¿no hemos asignado a la UNESCO nuestro premio que lleva el nombre del Papa Juan XXIII, autor de la Encíclica Pacem in terris?
Pero nos atrevemos a decir que hay que hacer más, hay que valorizar y aplicar el coeficiente espiritual de tal forma que resulte capaz no sólo de impedir los conflictos entre los hombres y de predisponerlos a sentimientos pacíficos y civiles, sino también de producir la reconciliación entre los mismos hombres, es decir, de engendrar la paz. No basta reprimir las guerras, suspender las luchas, imponer treguas y armisticios, definir confines y relaciones, crear fuentes de intereses comunes, paralizar las hipótesis de contiendas radicales mediante el terror de inauditas destrucciones y sufrimientos; no basta una paz impuesta, una paz utilitaria y provisoria; hay que tender a una paz amada, libre, fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los ánimos.
Lo sabemos que es difícil; más difícil que cualquier otro método, pero no es imposible; no es pura fantasía. Nuestra confianza está puesta en una bondad fundamental de los hombres y de los pueblos. Dios ha hecho saludables las generaciones (Sab 1, 14). El esfuerzo inteligente y perseverante por la mutua comprensión de los hombres, de las clases sociales, de las ciudades, de los pueblos, de las civilizaciones entre sí, no es estéril.
Nos alegramos, de manera especial en vísperas del Año Internacional de la Mujer, proclamado por las Naciones Unidas, de la participación cada vez más amplia de las mujeres en la vida de la sociedad, a la que ofrecen una aportación específica de gran valor, gracias a las cualidades con que Dios las ha adornado: intuición, creatividad, sensibilidad, sentido de piedad y de compasión, amplia capacidad de comprensión y de amor permiten a la mujer ser, de manera muy particular, artífice de la reconciliación dentro de las familias y de la sociedad.
Asimismo, es para Nos motivo de especial satisfacción el poder comprobar que la educación de los jóvenes para una nueva mentalidad universal de la convivencia humana, mentalidad no escéptica, no vil, no inepta, no olvidadiza de la justicia, sino generosa y amorosa, ha comenzado ya y ha hecho progresos; posee imprevisibles recursos para la reconciliación y ésta puede indicar el camino de la paz, en la verdad, en el honor, en la justicia, en el amor, y por tanto en la estabilidad y en la nueva historia de la humanidad.
¡Reconciliación! Hombres jóvenes, hombres fuertes, hombres responsables, hombres libres, hombres buenos: ¿pensáis en ella? ¿No podrá esta mágica palabra entrar en el diccionario de vuestras esperanzas, de vuestros éxitos?
Este, éste es para vosotros nuestro mensaje de esperanza: ¡la reconciliación es el camino hacia la paz!
¡Para vosotros, hombres de Iglesia!
¡Hermanos en el Episcopado, sacerdotes, religiosos y religiosas!
¡Para vosotros, miembros de nuestro laicado y fieles todos!
El mensaje sobre la reconciliación como camino hacia la paz exige un complemento, por más que esto vosotros ya lo sabéis y lo tenéis presente.
No es sólo una parte integrante, sino esencial de nuestro mensaje, como sabéis. Porque nos recuerda a todos que la primera e indispensable reconciliación que hay que conseguir es la reconciliación con Dios. Para nosotros, los creyentes, no puede haber otro camino hacia la paz distinto de éste; es más, en la definición de nuestra salvación coinciden reconciliación con Dios y paz nuestra, la una es causa de la otra. Esta es la obra de Cristo. El ha reparado la ruptura que produce el pecado en nuestras relaciones vitales con Dios. Recordemos a este respecto, entre otras, aquellas palabras de San Pablo: "Todo es de Dios que nos ha reconciliado con El por medio de Cristo" (2 Cor 5, 18).
El Año Santo que estamos para comenzar quiere suscitar nuestro interés por esta primera y feliz reconciliación: Cristo es la paz; El es el principio de la reconciliación en la unidad de su Cuerpo màdstico (cf. Ef 2, 14-16). A 10 años de la conclusión del Concilio Vaticano II haríamos bien en meditar más profundamente el sentido teológico y eclesiológico de estas verdades básicas de nuestra fe y de nuestra vida cristiana.
De ahí, una consecuencia lógica y obligada, y al mismo tiempo fácil, si de veras estamos en Cristo: debemos perfeccionar el sentido de nuestra unidad; unidad en la Iglesia, unidad de la Iglesia; comunión mística, constitutiva la primera (cf. 1 Cor 1, 10; 12, 12-27); restauración ecuménica de la unidad entre todos los cristianos la segunda (cf. Decreto Conciliar Unitatis redintegratio); una y otra exigen una propia reconciliación que debe aportar a la colectividad cristiana aquella paz que es un fruto del Espíritu, consiguiente a la caridad y a su gozo (cf. Gal 5, 22).
También en estos campos debemos "hacer la paz". Llegará ciertamente a vuestras manos el texto de nuestra "Exhortación sobre la reconciliación dentro de la Iglesia", publicada en estos días; os pedimos en nombre de Jesucristo que meditéis este documento y que saquéis propósitos de reconciliación y de paz. Que nadie piense en eludir esta indeclinable exigencia de la comunión con Cristo, la reconciliación y la paz, aferrándose a sus habituales posturas de contestación para con la Iglesia; procuremos por el contrario que todos y cada uno den una nueva y leal contribución a esta filial, humilde, positiva edificación de esta Iglesia suya. ¿No recordaremos las postreras palabras del Señor, como apología de su Evangelio: "Para que alcancen la unidad perfecta; y conozca el mundo que Tú me enviaste" (Jn 17, 23)? ¿No tendremos el gozo de ver a los hermanos resentidos y lejanos que vuelven a la antigua y gozosa concordia?
Deberíamos orar para que este Año Santo dé a la Iglesia católica la inefable experiencia de la restauración de la unidad de algún grupo de hermanos; tan próximos ya al único rebaño, pero que titubean aún a traspasar el umbral. Y oraremos por los seguidores sinceros de otras religiones para que se desarrolle el amistoso diálogo iniciado con ellos y para que juntos podamos colaborar por la paz mundial.
Y ante todo deberemos pedir a Dios para nosotros mismos humildad y amor, con el fin de dar a la profesión límpida y constante de nuestra fe la virtud atrayente de la reconciliación y el carisma fortalecedor y grandioso de la paz.
PABLO VI