Escuchadme una vez más, hombres llegados al umbral del nuevo año 1974.
Escuchadme una vez más: estoy ante vosotros en actitud de humilde súplica, de enérgica súplica. Naturalmente, lo estáis intuyendo ya: quiero hablaros una vez más de la paz.
Sí, de la paz. Quizá creáis conocer todo respecto de la paz; se ha hablado tanto de ella, por parte de todos. Posiblemente este nombre invadiente provoca en vosotros una sensación de saciedad, de hastío, incluso quizá de temor de que, dentro del encanto de su palabra, se esconda una magia ilusoria, un nominalismo ya manido y retórico, y hasta un encantamiento peligroso. La historia presente caracterizada por feroces episodios de conflictos internacionales, por implacables luchas de clase, por explosiones de libertades fundamentales del hombre, y por imprevistos síntomas de precariedad económica mundial, parece echar abajo el ideal triunfante de la paz, como si se tratase de la estatua de un ídolo. Al nominalismo huero y débil, que parece adoptar la paz en medio de la experiencia política e ideológica de estos últimos tiempos, se prefiere ahora nuevamente el realismo de los hechos y de los intereses y se vuelve a pensar en el hombre como el eterno problema insoluble de un autoconflicto viviente: el hombre es así; un ser que lleva en su corazón un destino de lucha fraterna.
Frente a este crudo y renaciente realismo proponemos no un nominalismo, derrotado por nuevas y prepotentes experiencias, sino un invicto idealismo, el de la paz, destinado a un progresivo afianzamiento.
Hombres hermanos, hombres de buena voluntad, hombres de prudencia, hombres que sufrís: creed en nuestra reiterada y humilde llamada, creed en nuestro grito incansable. La paz es el ideal de la humanidad. La paz es necesaria. La paz es un deber. La paz es ventajosa. No se trata de una idea fija e ilógica nuestra; no es una obsesión, una ilusión. Es una certeza; sí una esperanza; tiene en su favor el porvenir de la civilización, el destino del mundo; sí, la paz.
Estamos tan convencidos de que la paz constituye la meta de la humanidad en vías de alcanzar conciencia de sí misma y en vías hacia un desarrollo civil sobre la faz de la tierra, que hoy, como ya lo hicimos el año pasado, nos atrevemos a proclamar para el año nuevo y los años futuros: la paz es posible.
Porque en el fondo, lo que compromete la solidez de la paz y el favorable desenvolvimiento de la historia es la secreta y escéptica convicción de que es prácticamente irrealizable. Bellísimo concepto -se piensa, sin decirlo-; óptima síntesis de las aspiraciones humanas: pero un sueño poético y una utopía falaz. Una droga embriagante, pero que debilita. Hasta renace en los ánimos como una lógica inevitable: lo que cuenta es la fuerza; el hombre, a lo sumo, reducirá el conjunto de las fuerzas al equilibrio de su confrontación, pero la organización humana no puede prescindir de la fuerza.
Debemos detenernos un momento ante esta objeción capital para resolver un posible equívoco, el de confundir la paz con la debilidad no sólo física sino moral, con la renuncia al verdadero derecho y a la justicia ecuánime, con la huida del riesgo y del sacrificio, con la resignación pávida y acomplejada ante la prepotencia de los demás y por lo mismo remisiva ante su propia esclavitud. No es ésta la paz auténtica. La represión no es la paz. La indolencia no es la paz. El mero arreglo externo e impuesto por el miedo no es la paz. La reciente celebración del XXV aniversario de la Declaración de los Derechos del Hombre nos recuerda que la paz verdadera debe fundarse sobre el sentido de la intangible dignidad de la persona humana, de donde brotan inviolables derechos y correlativos deberes.
Es verdad también que la paz aceptará obedecer a la ley justa y a la autoridad legítima, pero no permanecerá extraña a la razón del bien común y a la libertad humana moral. La paz podrá llegar a hacer graves renuncias en la competición por el prestigio, en la carrera de armamentos, en el olvido de las ofensas, en la condonación de las deudas; llegará incluso a la generosidad del perdón y de la reconciliación; pero nunca mercantilizando con la dignidad humana, ni para tutelar el propio interés egoísta en perjuicio del legítimo interés de los demás; nunca por villanía; no podrá llevarse a cabo sin el hambre y sed de justicia; no se olvidará de los sudores necesarios para defender a los débiles, para socorrer a los pobres, para promover la causa de los humildes; para vivir no traicionará jamás las razones superiores de la vida (cf. Jn 12, 25).
No por eso la paz debe considerarse una utopía. La certeza de la paz no consiste solamente en el ser, sino también en el devenir. Lo mismo que la vida del hombre, es dinámica. Su reino continúa extendiéndose principalmente en el campo deontológico, es decir, en la esfera de las obligaciones. La paz se debe no sólo mantener, sino también realizar. La paz está, y por tanto debe seguir siempre, en fase de continuo y progresivo afianzamiento. Diríamos más aún: la paz es posible sólo si se la considera como un deber. No basta que se asiente sobre la mera convicción, normalmente justa, de que la paz es ventajosa. Debe entrar en la conciencia de los hombres como supremo objetivo ético, como una necesidad moral, que dimana de la exigencia intrínseca de la convivencia humana.
Este descubrimiento, tal es en el proceso positivo de nuestra racionalidad, nos enseña algunos principios de los que jamás deberemos desviarnos.
En primer lugar, nos da la luz acerca de la naturaleza primordial de la paz: es ante todo, una idea. Es un axioma interior, un tesoro del espíritu. La paz debe brotar de una concepción fundamental y espiritual de la humanidad: la humanidad debe ser pacífica, es decir, unida, coherente consigo misma, solidaria en lo más profundo de su ser. La falta de esta concepción radical ha sido y es todavía el origen profundo de las desgracias que ha devastado la historia. Concebir la lucha entre los hombres como exigencia estructural de la sociedad, no constituye solamente un error óptico-filosófico, sino un delito potencial y permanente contra la humanidad. La civilización debe redimirse finalmente de la antigua falacia todavía viva y siempre operante: homo homini lupus. Esta falacia funciona desde Caín. El hombre de hoy debe tener la valentía moral y profética de liberarse de esta original ferocidad y llegar a la conclusión, que es precisamente la idea de la paz, de que se trata de algo esencialmente natural, necesario, obligatorio y, por tanto, posible. De ahora en adelante hay que ver la humanidad, la historia, el trabajo, la política, la cultura, el progreso en función de la paz.
Pero, ¿qué valor tiene esta idea, espiritual, subjetiva, interior y personal: qué valor tiene así, tan inerme, tan distante de las vicisitudes vividas, eficaces y formidables de nuestra historia? Desafortunadamente, a medida que la trágica experiencia de la última guerra mundial va declinando en la esfera de los recuerdos, tenemos que registrar un recrudecimiento del espíritu contencioso entre las naciones y en la dialéctica política de la sociedad; hoy el potencial de guerra y de lucha ha aumentado considerablemente, lejos de disminuir, en comparación con aquél de que disponía la humanidad antes de las guerras mundiales. ¿No estáis viendo, puede objetar cualquier observador, que el mundo camina hacia conflictos más terribles y horrendos que los de ayer? ¿No os dais cuenta de la escasa eficacia de la propaganda pacifista y del influjo insuficiente de las instituciones internacionales, nacidas durante la convalecencia del mundo ensangrentado y extenuado a causa de las guerras mundiales? ¿Dónde va el mundo? ¿No se estará aún preparando a conflictos más catastróficos y execrables? ¡Ay! ¡Deberíamos enmudecer ante tan apremiantes y despiadados razonamientos, lo mismo que frente a un desesperado destino!
¡Pero, no! ¿También nosotros estaremos ciegos? ¿Seremos unos ingenuos? ¡No, hombres hermanos! Estamos seguros de que nuestra causa, la de la paz, deberá prevalecer. En primer lugar, porque, no obstante las locuras de una política en contra, la idea de la paz aparece actualmente victoriosa en el pensamiento de todos los hombres responsables. Tenemos confianza en su moderna sabiduría, en su enérgica habilidad: ningún Jefe de nación puede querer hoy la guerra; todos aspiran a la paz general del mundo. ¡Esto es algo muy grande! Nos osamos instarlos insistentemente a no desmentir nunca más su programa, mas aún, el programa común de la paz!
Punto segundo. Son las ideas, por encima y con anterioridad a los intereses particulares, las que guían el mundo, no obstante las apariencias en contrario. Si la idea de la paz ganará efectivamente los corazones de los hombres, la paz quedará a salvo; es más, salvará a los hombres. Resulta superfluo que en este discurso nuestro gastemos el tiempo en demostrar la potencia actual de una idea hecha pensamiento del pueblo, es decir, de la opinión pública; esta es hoy la reina que de hecho gobierna los pueblos; su influjo imponderable los forma y los guía; y son después los pueblos, es decir, la opinión pública operante, la que gobierna a los mismos gobernantes. En gran parte al menos es así.
Punto tercero. Si la opinión pública eleva a coeficiente determinante el destino de los pueblos, el destino de la paz depende también de cada uno de nosotros. Porque cada uno de nosotros forma parte del cuerpo civil operante con sistema democrático, que de diversas formas y en distinta medida, caracteriza hoy la vida de toda nación modernamente organizada. Esto queríamos decir: la paz es posible, si cada uno de nosotros la quiere; si cada uno de nosotros ama la paz, educa y forma la propia mentalidad en la paz, defiende la paz, trabaja por la paz. Cada uno de nosotros debe escuchar en su propia conciencia la llamada imperiosa: "La paz depende también de ti".
Ciertamente, el influjo individual sobre la opinión no puede ser más que infinitesimal, nunca vano. La paz vive de las adhesiones, aunque sean singulares y anónimas, que le dan las personas. Todos sabemos cómo se forma y se manifiesta el fenómeno de la opinión pública: una afirmación seria y fuerte se difunde fácilmente. El afianzamiento de la paz debe pasar de individual a colectivo y comunitario; debe consolidarse en el pueblo y en la comunidad de los pueblos; debe hacerse convicción, ideología, acción; debe aspirar a penetrar el pensamiento y la actividad de las nuevas generaciones e invadir el mundo, la política, la economía, la pedagogía, el porvenir, la civilización. No por instinto de miedo y de fuga, sino por impulso creador de la historia nueva y de la construcción nueva del mundo; no por indolencia o por egoísmo, sino por vigor moral y creciente amor a la humanidad. La paz es valentía, es sabiduría, es deber; y finalmente es, sobre todo, interés y felicidad.
Todo esto osamos deciros a vosotros, hombres hermanos; a vosotros, hombres de este mundo, si es que por algún título tenéis en vuestras manos el timón del mundo: hombres de gobierno, hombres de cultura, hombres de negocios: tenéis que imprimir a vuestra acción una orientación robusta y sagaz hacia la paz; ésta tiene necesidad de vosotros. ¡Si queréis, podéis! La paz depende también y especialmente de vosotros.
Reservaremos sobre todo a nuestros hermanos en la fe y en la caridad unas palabras más confiadas y apremiantes: ¿No tenemos quizá posibilidades propias originales y sobrehumanas, para concurrir con los promotores de la paz a hacer válida su obra, la obra común, a fin de que Cristo en unión con ellos, según las bienaventuranzas del Evangelio, nos califique a todos como hijos de Dios? (cf. Mt 5, 9). ¿No podemos predicar la paz, sobre todo en las conciencias? Y ¿quién está más obligado que nosotros a ser maestro de paz con la palabra y el ejemplo? ¿Cómo podremos favorecer la obra de la paz, en la que la causalidad humana se eleva a su más alto nivel, sino mediante la inserción en la causalidad divina, disponible a la invocación de nuestras plegarias? ¿Quedaremos insensibles a la herencia de paz, que Cristo, sólo Cristo, nos ha dejado a nosotros, que vivimos en un mundo que no nos puede dar con perfección la paz trascendente e inefable? ¿No podríamos impregnar nuestra súplica de paz con aquel vigor humilde y amoroso al que no resiste la divina misericordia? (Cf. Mt 7, 7 ss; Jn. 14, 27). Es maravilloso: la paz es posible, y depende también de nosotros por mediación de Cristo, que es nuestra paz (Ef 2, 4).
PABLO VI