Al venerado hermano
Cardenal LÁSZLÓ PASKAI
Arzobispo de Esztergom-Budapest
Primado de Hungría
1. "Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador" (Lc 1, 46). En la próxima solemnidad de la Asunción de la Virgen María se elevará con especial devoción en la basílica de Esztergom-Budapest su cántico de alabanza a Dios, cuando el pueblo húngaro recuerde el glorioso acontecimiento del bautismo de sus antepasados que tuvo lugar hace mil años por obra de san Esteban. Este recuerdo impulsará sin duda los corazones a dar gracias por los innumerables beneficios recibidos durante este milenio por intercesión de la gran Señora de los húngaros. Ese mismo día, también yo, presente espiritualmente con el clero y con los fieles reunidos en la basílica de Esztergom-Budapest, me uniré al cántico de la Virgen santísima: "Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador".
2. El "milenario húngaro" resulta un evento aún más ilustre por el hecho de que lo celebráis en el solemne aniversario de la muerte de san Esteban en la ciudad real de Esztergom, adonde llegó en otro tiempo la corona donada por mi venerado predecesor Silvestre II. Ahora se conserva en la espléndida basílica construida en el lugar mismo de la coronación, a la que acudirán, con profunda gratitud, juntamente con multitud de fieles y muchos responsables de la vida pública del Estado húngaro, el presidente, el primer ministro de la República y los representantes del Gobierno y del Consejo público, así como los magistrados de Esztergom.
Para los húngaros, esa antiquísima diadema es símbolo de la identidad nacional, de la historia y de la cultura milenaria de su reino, y, con el título de Sacra Corona, es venerada por el pueblo como una reliquia. Ojalá que este profundo significado espiritual ayude a los hombres de la generación actual a construir, sobre el fundamento de las anteriores instituciones cristianas, un futuro lleno de valores significativos.
3. Para bien del pueblo húngaro, la divina Providencia dispuso que, hace mil años, un hombre de extraordinaria prudencia, dotado de excepcional ingenio y gran sabiduría, recibiera del Papa Silvestre la corona con la que fue coronado en la solemnidad de Navidad del año 1000. En poco tiempo el Estado húngaro alcanzó la independencia y se añadió al número de los reinos de Europa.
San Esteban aceptó la corona no como honor, sino como servicio. Por eso, en todas las circunstancias buscó siempre el bien de la comunidad que se le había confiado, organizando y defendiendo el reino, promulgando nuevos decretos y cuidando el desarrollo de las dos culturas: la humana y la divina.
El rey Esteban, sin ceder a la fascinación de ventajas y éxitos propios, rechazando las lisonjas de su tiempo, encontró una fuente viva de la que sacó fuerzas para guiar a su pueblo con un servicio fiel. Un escritor sintetizó así, con gran concisión, esa fuente espiritual: "Actuando siempre como si se encontrara ante el tribunal de Cristo, cuya presencia contemplaba con los ojos interiores y un rostro que inspiraba respeto, demostró que tenía a Cristo en los labios y lo llevaba en su corazón y en todas sus acciones" (Legenda maior S. Stephani, c. 20: Escritores de la historia húngara en tiempos de los caudillos y reyes de la estirpe de Arpad, impreso por S. Szentpétery, I-II, Budapest 1937-1938, 11 392).
4. A lo largo de estos mil años, el rey Esteban ha sido siempre un ejemplo luminoso de vida familiar. Uno solo de sus hijos, Emerico, llegó a la adolescencia; san Esteban cuidó de modo especial su instrucción y veló para que se enriqueciera con la ciencia entonces necesaria. Mostró gran solicitud por su formación; por ello, lo confió a ilustres maestros -entre los que sobresale san Gerardo, futuro obispo de Szeged-Csanad-, y para ayudarle mandó redactar un librito con sus reflexiones y reglas de vida. Con ellas preparó a su hijo para la vida, a fin de que fuera digno de gobernar el reino, tanto por su ciencia como por su conducta de vida. Sin embargo, al morir joven, no pudo suceder a su padre.
La familia del rey Esteban fue verdaderamente una familia santa. Honrada por la esposa beata Gisela y por el santo hijo Emerico, irradió de tal manera la virtud en las generaciones sucesivas, que se puede afirmar con razón que la casa de Arpad dio a la Iglesia innumerables santos y beatos. Esas espléndidas luces de cristianismo nos impulsan aún hoy a seguir por el camino recto tras las huellas de Cristo. Diez siglos después, siguen estimulando a nuestra generación a tener en gran estima las virtudes de la vida familiar y a no descuidar la misión de educar a los hijos. Por eso, repito oportunamente lo que dije a los representantes del mundo de la cultura y de la ciencia con ocasión de mi visita pastoral a Hungría: "Uno de los factores más importantes de la cultura es la educación. Esta implica la transmisión a las futuras generaciones de una síntesis concisa de las conquistas científicas y técnicas conseguidas. (...) Se debe realizar un esfuerzo similar e, incluso mayor, en el campo de la formación educativa (...). Una concepción reductiva del hombre se refleja inevitablemente en el empeño formativo" (Discurso en Budapest, 17 de agosto de 1991, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de agosto de 1991, p. 5).
5. De este hombre, que gobernó admirablemente el Estado, recordamos su índole particular, que lo impulsó a afrontar con éxito los dificilísimos quehaceres relativos a la organización del reino. Sus biógrafos refieren que Esteban se sentía inclinado a la oración y siempre encontraba tiempo para rezar, a pesar de los numerosos compromisos de gobierno. Esa inclinación se manifiesta en el Opúsculo sobre la formación de las costumbres para su hijo Emerico: "La práctica de la oración es la mayor conquista para la salud real... La oración continua es purificación y remisión de los pecados. Tú, hijo mío, cada vez que vayas al templo de Dios, adóralo como hizo Salomón, hijo del rey, y tú mismo, como rey, di siempre: "Manda, oh Señor, la sabiduría de lo alto de tu grandeza, para que esté conmigo y conmigo actúe, a fin de que sepa lo que es agradable en tu presencia en todo tiempo"" (San Esteban, Libellus de institutione morum ad Emericum ducem, c. 9: Escritores de la historia húngara, n. 1, 11 626).
Quiero subrayar especialmente esta característica: deseo que se promueva el espíritu de oración al inicio del nuevo milenio, como escribí en mi reciente carta apostólica: "Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. (...) Es preciso aprender a orar. (...) Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, (los cristianos) no sólo serían cristianos mediocres, sino "cristianos con riesgo". En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición" (Novo millennio ineunte, 32 y 34).
6. Se suele representar a san Esteban sosteniendo con las manos la sacra corona y consagrando el reino y su pueblo a la gran "Señora de los húngaros". El pueblo húngaro asumió tan decididamente hasta nuestros días ese gesto de devoción, que el culto mariano ha llegado a ser una característica nacional. Por eso, recuerdo con alegría que hace diez años, con ocasión de mi visita pastoral a Hungría, después de la misa celebrada en la plaza de los Héroes de Budapest, juntamente con todo el pueblo húngaro renové esa consagración de vuestra patria a la gran "Señora de los húngaros". Conviene que ahora, a punto de terminar el "milenario húngaro", renovéis, con la misma oración, esa consagración.
Que la protección de la santísima Virgen María, Gran Señora de los húngaros, que vuestro pueblo ha experimentado tantas veces a lo largo de su historia, guíe en este milenio a vuestras autoridades eclesiásticas y civiles y a vuestra patria por el camino del desarrollo, del progreso, de las virtudes cristianas, de la solidaridad y de la paz. A todos vosotros, en esta insigne fiesta de vuestro pueblo, os imparto de buen grado la bendición apostólica.
Castelgandolfo, 25 de julio del año 2001, vigésimo tercero de mi pontificado.