Lourdes, Francia, 11 de Febrero de 2004
Al venerado hermano
Cardenal Javier LOZANO BARRAGÁN
Presidente del Consejo pontificio
para la pastoral de la salud
1. La celebración de la Jornada mundial del enfermo, que se realiza anualmente en un continente diverso, cobra esta vez un significado singular, pues tendrá lugar en Lourdes (Francia), localidad donde la Virgen se apareció el 11 de febrero de 1858 y que desde entonces se ha convertido en meta de numerosas peregrinaciones. En esa región montañosa, la Virgen quiso manifestar su amor materno especialmente a los que sufren y a los enfermos. Desde entonces sigue haciéndose presente con constante solicitud.
Ha sido elegido ese santuario porque en el año 2004 se celebra el 150° aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. En efecto, el 8 de diciembre de 1854, mi predecesor, de feliz memoria, el beato Pío IX, con la bula dogmática Ineffabilis Deus, afirmó que "la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada" (DS 2803). En Lourdes, María, hablando en el dialecto del lugar, dijo: "Yo soy la Inmaculada Concepción".
2. ¿No quería expresar la Virgen con esas palabras también el vínculo que la une a la salud y a la vida? Si por la culpa original entró en el mundo la muerte, por los méritos de Jesucristo Dios preservó a María de toda mancha de pecado, y a nosotros nos vino la salvación y la vida (cf. Rm 5, 12-21).
El dogma de la Inmaculada Concepción nos introduce en el corazón del misterio de la creación y de la redención (cf. Ef 1, 4-12; 3, 9-11). Dios ha querido dar a la criatura humana la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), condicionando, sin embargo, su iniciativa a una respuesta libre y amorosa. Al rechazar este don con la desobediencia que llevó al pecado, el hombre interrumpió trágicamente el diálogo vital con el Creador. Al "sí" de Dios, fuente de la plenitud de vida, se opuso el "no" del hombre, motivado por su orgullosa autosuficiencia, precursora de muerte (cf. Rm 5, 19).
La humanidad entera quedó implicada seriamente en esa cerrazón con respecto a Dios. Sólo María de Nazaret, en atención a los méritos de Cristo, fue concebida inmune de la culpa original y totalmente abierta al designio divino, de modo que el Padre celestial pudo realizar en ella el proyecto que tenía para los hombres.
La Inmaculada Concepción anticipa el enlace armonioso entre el "sí" de Dios y el "sí" que María pronunciará con total abandono, cuando el ángel le lleve el anuncio celestial (cf. Lc 1, 38). Su "sí", en nombre de la humanidad, volverá a abrir al mundo las puertas del Paraíso, gracias a la encarnación del Verbo de Dios en su seno por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35). Así, el proyecto original de la creación queda restaurado y potenciado en Cristo, y en dicho proyecto encuentra lugar también ella, la Virgen Madre.
3. Aquí está la clave de bóveda de la historia: con la Inmaculada Concepción de María comenzó la gran obra de la redención, que se actuó con la sangre preciosa de Cristo. En él, toda persona está llamada a realizarse plenamente, hasta la perfección de la santidad (cf. Col 1, 28).
Por tanto, la Inmaculada Concepción es la aurora prometedora del día radiante de Cristo, quien con su muerte y resurrección restablecerá la plena armonía entre Dios y la humanidad. Si Jesús es el manantial de la vida que vence a la muerte, María es la madre solícita que sale al encuentro de las expectativas de sus hijos, obteniendo para ellos la salud del alma y del cuerpo. Este es el mensaje que el santuario de Lourdes propone constantemente a devotos y peregrinos. Este es también el significado de las curaciones corporales y espirituales que se verifican en la gruta de Massabielle.
Desde el día de la aparición a Bernardita Soubirous, María ha "curado" en aquel lugar dolores y enfermedades, restituyendo a numerosos hijos suyos también la salud del cuerpo. Sin embargo, ha realizado prodigios mucho más sorprendentes en el corazón de los creyentes, abriéndolos al encuentro con su Hijo Jesús, respuesta verdadera a las expectativas más profundas del corazón humano. El Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra en el momento de la encarnación del Verbo, transforma el corazón de innumerables enfermos que recurren a ella. Aunque no obtengan el don de la salud corporal, pueden recibir siempre otro mucho más importante: la conversión del corazón, fuente de paz y de alegría interior. Este don transforma su existencia y los convierte en apóstoles de la cruz de Cristo, estandarte de esperanza, incluso en medio de las pruebas más duras y difíciles.
4. En la carta apostólica Salvifici doloris recordé que el sufrimiento forma parte de la historia del hombre, que debe aprender a aceptarlo y superarlo (cf. n. 2: AAS 576 [1984] 202). Pero ¿cómo podrá hacerlo, si no es gracias a la cruz de Cristo?
En la muerte y resurrección del Redentor el sufrimiento humano encuentra su sentido más profundo y su valor salvífico. Todo el peso de las tribulaciones y los dolores de la humanidad se condensa en el misterio de un Dios que, asumiendo nuestra naturaleza humana, se anonadó hasta hacerse "pecado por nosotros" (2 Co 5, 21). En el Gólgota cargó con las culpas de toda criatura humana y, en la soledad del abandono, gritó al Padre: "¿Por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46).
De la paradoja de la cruz brota la respuesta a nuestros interrogantes más inquietantes. Cristo sufre por nosotros: toma sobre sí el sufrimiento de todos y lo redime. Cristo sufre con nosotros, dándonos la posibilidad de compartir con él nuestros dolores. El sufrimiento humano, unido al de Cristo, se convierte en medio de salvación. Por eso el creyente puede decir con san Pablo: "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). El dolor, aceptado con fe, se transforma en la puerta para entrar en el misterio del sufrimiento redentor del Señor. Un sufrimiento que ya no quita la paz y la felicidad, porque está iluminado por el resplandor de la resurrección.
5. Al pie de la cruz sufre en silencio María, participando de modo especialísimo en los dolores del Hijo, constituida Madre de la humanidad, dispuesta a interceder para que toda persona obtenga la salvación (cf. Salvifici doloris, 25).
En Lourdes no es difícil comprender esta singular participación de la Virgen en la misión salvífica de Cristo. El prodigio de la Inmaculada Concepción recuerda a los creyentes una verdad fundamental: sólo es posible conseguir la salvación participando dócilmente en el proyecto del Padre, que quiso redimir al mundo a través de la muerte y la resurrección de su Hijo unigénito. Con el bautismo, el creyente es injertado en este designio salvífico y es liberado de la culpa original. La enfermedad y la muerte, aunque estén presentes en la existencia terrena, pierden su sentido negativo. A la luz de la fe, la muerte del cuerpo, vencida por la de Cristo (cf. Rm 6, 4), se convierte en el paso obligado a la plenitud de la vida inmortal.
6. Nuestra época ha dado grandes pasos en el conocimiento científico de la vida, don fundamental de Dios, cuyos administradores somos nosotros. Es preciso acoger, respetar y defender la vida desde su inicio hasta su ocaso natural. Junto con ella, hay que proteger a la familia, cuna de toda vida naciente.
Ya es común hablar de "ingeniería genética" aludiendo a las extraordinarias posibilidades que la ciencia ofrece hoy de intervenir en las fuentes mismas de la vida. Todo auténtico progreso en este campo no puede menos de ser impulsado, con tal de que respete siempre los derechos y la dignidad de la persona desde su concepción. En efecto, nadie puede arrogarse la facultad de destruir o manipular indiscriminadamente la vida del ser humano. Los agentes en el campo de la pastoral de la salud tienen la tarea específica de sensibilizar a cuantos trabajan en este delicado sector para que se sientan comprometidos a ponerse siempre al servicio de la vida.
Con ocasión de la Jornada mundial del enfermo deseo dar las gracias a todos los agentes de la pastoral de la salud, especialmente a los obispos que en las diversas Conferencias episcopales se ocupan de este sector, a los capellanes, a los párrocos y a los demás sacerdotes comprometidos en este ámbito, a las órdenes y a las congregaciones religiosas, a los voluntarios y a cuantos dan incansablemente un testimonio coherente de la muerte y la resurrección del Señor ante los sufrimientos, el dolor y la muerte.
Quisiera extender mi gratitud a los agentes sanitarios, al personal médico y paramédico, a los investigadores, especialmente a los que se dedican a la preparación de nuevos fármacos, y a quienes se ocupan de la producción de medicamentos accesibles también a las personas con menos recursos.
Encomiendo a todos a la santísima Virgen, venerada en el santuario de Lourdes en su Inmaculada Concepción. Que ella ayude a cada cristiano a testimoniar que la única respuesta auténtica al dolor, al sufrimiento y a la muerte es Cristo, nuestro Señor, muerto y resucitado por nosotros.
Con estos sentimientos, de buen grado le envío a usted, venerado hermano, y a cuantos participan en la celebración de la Jornada del enfermo, una especial bendición apostólica.
Vaticano, 1 de diciembre de 2003