Conclusión

67. Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia y en el corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre porque está aquí el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en «fuente de agua que brota para vida eterna». El llega aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito, del mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde aquí él actúa como Consolador, Intercesor y Abogado, especialmente cuando el hombre, o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena de aquel «acusador», del que el Apocalipsis dice que «acusa» a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios». El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que «poseen las primicias del Espíritu» y «esperan la redención de su cuerpo».

El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el Redentor del hombre, continua su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del hombre. En este viene a ser -como proclama la Secuencia de la solemnidad de Pentecostés- verdadero «padre de los pobres, dador de sus dones, luz de los corazones»; se convierte en «dulce huésped del alma», que la Iglesia saluda incesantemente en el umbral de la intimidad de cada hombre. En efecto, él trae «descanso» y «refrigerio» en medio de las fatigas del trabajo físico e intelectual; trae «descanso» y «brisa» en pleno calor del día, en medio de las inquietudes, luchas y peligros de cada época; trae por último, el «consuelo» cuando el corazón humano llora y está tentado por la desesperación.

Por esto la misma Secuencia exclama:«Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea bueno». En efecto, sólo el Espíritu Santo «convence en lo referente al pecado» y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo: para «renovar la faz de la tierra». Por eso realiza la purificación de todo lo que «desfigura» al hombre, de todo «lo que está manchado»; cura las heridas incluso las más profundas de la existencia humana; cambia la aridez interior de las almas transformándolas en fértiles campos de gracia y santidad.«Doblega lo que está rígido»,«calienta lo que está frío»,«endereza lo que está extraviado» a través de los caminos de la salvación.

Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor. Este Espíritu de Dios «llena la tierra» y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él se dirige y lo espera, lo invoca con su mismo ser. A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del amor, se dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de la verdad y del amor no puede vivir. A él se dirige la Iglesia, que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio «ha sido derramado en nuestros corazones». A él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide, de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones humanos; pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha «predestinado» eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad.

La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide al Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría «que nadie podrá quitar», la alegría que es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios que es amor; pide «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» en el que, según San Pablo, consiste el Reino de Dios.

También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya que el camino de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no deja de tener confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de las conciencias y de los corazones, para «llenar la tierra» de amor y de paz.

Ante él me arrodillo al terminar estas consideraciones implorando que, como Espíritu del Padre y del Hijo, nos conceda a todos la bendición y la gracia, que deseo transmitir en el nombre de la Santísima Trinidad, a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado.

Joannes Paulus PP. II.