El Espíritu que da la vida
1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
49. El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu Santo al final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de la venida de Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el que la Iglesia celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida se mide, según el cómputo del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a la historia del hombre en la tierra. La medida del tiempo, usada comúnmente, determina los años, siglos y milenios según trascurran antes o después del nacimiento de Cristo. Pero hay que tener también presente que, para nosotros los cristianos este acontecimiento significa, según el Apóstol, la «plenitud de los tiempos», porque a través de ellos Dios mismo, con su «medida», penetró completamente en la historia del hombre: es una presencia trascendente en el «ahora»(«nunc») eterno.«Aquél que es, que era y que va a venir»; aquél que es «el Alfa y la Omega, el Primero y el último, el Principio y el Fin». «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». «Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que recibiéramos la filiación». y esta encarnación del Hijo-Verbo tuvo lugar «por obra del Espíritu Santo».
Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento y de la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre esta cuestión. Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de Jesús María pregunta:«¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» y recibe esta respuesta:«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios».
Mateo narra directamente:«El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo». José turbado por esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación:«No temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados».
(Dominum et Vivificantem 49c)
Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de la encarnación, misterio-clave de la fe, refiriéndose al Espíritu Santo. Dice el Símbolo Apostólico:«que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen». Y no se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano cuando afirma:«Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre».
«Por obra del Espíritu Santo» se hizo hombre aquél que la Iglesia, con las palabras del mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial al Padre:«Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado». Se hizo hombre «encarnándose en el seno de la Virgen María». Esto es lo que se realizó «al llegar la plenitud de los tiempos».
50. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio al que la Iglesia ya se prepara, tiene directamente una dimensión cristológica; en efecto, se trata de celebrar el nacimiento de Jesucristo. Al mismo tiempo, tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó «por obra del Espíritu Santo». Lo «realizó aquel Espíritu que -consubstancial al Padre y al Hijo- es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina.
En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia -«la gracia de la unión»- fuente de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás. A esta obra se refiere el gran Jubileo y se refiere también -si penetramos en su profundidad- al artífice de esta obra: la persona del Espíritu Santo.
A «la plenitud de los tiempos» corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo.«Por obra del Espíritu Santo» se realiza el misterio de la «unión hipostática», esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo. Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su «fiat»:«Hágase en mí según tu palabra», concibe de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Mediante este «humanarse» del Verbo-Hijo, la autocomunicación de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el texto del evangelio de San Juan.«La Palabra se hizo carne». La Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es«carne» toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también su significado cósmico y su dimensión cósmica. El «Primogénito de toda la creación», al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también «carne», y en ella a toda «carne» y a toda la creación.
51. Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por consiguiente, pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia no puede prepararse a ello de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en «la plenitud de los tiempos» se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia. Por obra suya puede hacerse presente en la nueva fase de la historia del hombre sobre la tierra: el año dos mil del nacimiento de Cristo.
El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad humana.«¡Feliz la que ha creído!»; así es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba «llena de Espíritu Santo», En las palabras de saludo a la que«ha creído», parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo dirá que «no creyeron», María entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Escribe San Pablo:«El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad». Cuando Dios Uno y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta «apertura» suya revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad. Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe de María, mediante «la obediencia a la fe». Sí,«¡feliz la que ha creído!».
2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia
52. La obra del Espíritu«que da la vida» alcanza su culmen en el misterio de la Encarnación. No es posible dar la vida, que está en Dios de modo pleno, sino es haciendo de ella la vida de un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por el Verbo en la unión hipostática. Y. al mismo tiempo, con el misterio de la Encarnación se abre de un modo nuevo la fuente de esta vida divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. El Verbo,«Primogénito de toda la creación», se convierte en «el primogénito entre muchos hermanos» y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés; y es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación, raza, región y cultura, lengua y continente, que han sido llamados a la salvación.«La Palabra se hizo carne;(aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios». Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente «por obra del Espíritu Santo».
«Hijos de Dios» son, en efecto, como enseña el Apóstol,«los que son guiados por el Espíritu de Dios». La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre«ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo». Entonces, realmente «recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:«¡Abbá, Padre!». Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo.«El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo». La gracia santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva vida: vida divina y sobrenatural.
El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a las palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuena la voz de todas las criaturas:«Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de la tierra». Aquél que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la vida en sus múltiples formas visibles e invisibles, la renueva mediante el misterio de la Encarnación. De esta manera, la creación es completada con la Encarnación e impregnada desde entonces por las fuerzas de la redención que abarcan la humanidad y todo lo creado. Nos lo dice San Pablo, cuya visión cósmico-teológica parece evocar la voz del antiguo Salmo:«la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios», esto es, de aquellos que Dios, habiéndoles «conocido desde siempre»,«los predestinó a reproducir «la imagen de su Hijo». Se da así una «adopción sobrenatural» de los hombres, de la que es origen el Espíritu Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en la sobreabundancia del don increado, por medio del cual los hombres «se hacen partícipes de la naturaleza divina». Así la vida humana es penetrada por la participación de la vida divina y recibe también una dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida en la que, como partícipes del misterio de la Encarnación,«con el Espíritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre». Hay, por tanto, una íntima dependencia causal entre el Espíritu que da la vida, la gracia santificante y aquella múltiple vitalidad sobrenatural que surge en el hombre: entre el Espíritu increado y el espíritu humano creado.
53. Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito del gran Jubileo mencionado antes. En efecto, es necesario ir mas allá de la dimensión histórica del hecho, considerado exteriormente. Es necesario insertar, en el mismo contenido cristológico del hecho, la dimensión pneumatológica, abarcando con la mirada de la fe los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con San Pablo:«hemos recibido el Espíritu que viene de Dios».
Pero siguiendo el tema del Jubileo, no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua Alianza. En efecto, esta acción en todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el cual está íntimamente unida al misterio de la Encarnación y de la Redención, que a su vez ejerció su influjo en los creyentes en Cristo que había de venir. Esto lo atestigua de modo particular la Carta a los Efesios. por tanto, la gracia lleva consigo una característica cristológica y a la vez pneumatológica que se verifica sobre todo en quienes explícitamente se adhieren a Cristo:«En él (en Cristo)... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia para redención del Pueblo de su posesión».
Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más abiertamente y caminar «hacia el mar abierto», conscientes de que «el viento sopla donde quiere», según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo. El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso «fuera» del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de «todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual».
54.«Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad». Estas palabras las pronunció Jesús en otro de sus coloquios: aquél con la Samaritana. El gran Jubileo, que se celebrará al final de este milenio y al comienzo del que viene, ha de constituir una fuerte llamada dirigida a todos los que «adoran a Dios en espíritu y verdad». Ha de ser para todos una ocasión especial para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible. En efecto, es Espíritu absoluto:«Dios es espíritu»; y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía:«es más íntimo de mi intimidad». Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana:«Dios es espíritu». Solamente el Espíritu puede ser «más íntimo de mi intimidad» tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia
Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado de modo nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él «se ha manifestado la gracia». El amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho «parte» del universo, del género humano y de la historia. La «manifestación de la gracia en la historia del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es el «Dios oculto» que como amor y don «llena la tierra». Toda la vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran Jubileo, significa ir al encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu que da la vida.
55. Por desgracia, a través de la historia de la salvación resulta que la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella admirable condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia y oposición en nuestra realidad humana. Desde este punto de vista son muy elocuentes las palabras proféticas del anciano Simeón que «movido por el Espíritu, vino al Templo de Jerusalén para anunciar ante el recién nacido de Belén que éste «está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción». La oposición a Dios, que es Espíritu invisible, nace ya en cierto modo en el terreno de la diversidad radical del mundo respecto a él, esto es, de su «visibilidad» y «materialidad» con relación a él, Espíritu «invisible» y «absoluto»; nace de su esencial e inevitable imperfección respecto a él, ser perfectísimo. Pero la oposición se convierte en drama y rebelión en el terreno ético, por aquel pecado que toma posesión del corazón humano, en el que «la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne». Como ya hemos dicho, el Espíritu debe «convencer al mundo» en lo referente a este pecado.
San Pablo es quien de manera particular mente elocuente describe la tensión y la lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a los Gálatas:«Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como son entre si antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais;. Ya en el hombre en cuanto ser compuesto, espiritual y corporal, existe una cierta tensión, tiene lugar una cierta lucha entre el «espíritu» y la «carne». Pero esta lucha pertenece de hecho a la herencia del pecado, del que es una consecuencia y, a la: vez, una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana. Como escribe el Apóstol:«Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje... embriaguez, orgías y cosas semejantes». Son los pecados que se podrían llamar «carnales». Pero el Apóstol añade también otros:«odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, envidias». Todo esto son «las obras de la carne».
Pero a estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone «el fruto del Espíritu»:«amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí». Por el contexto parece claro que para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal; sino que trata de las obras,-mejor dicho, de las disposiciones estables- virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión(en el primer caso) o bien de resistencia(en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello, el Apóstol escribe:«Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu». Y en otros pasajes dice:«Los que viven según la carne, desean lo carnal; más los que viven según el Espíritu, lo espiritual»;«mas nosotros no estamos en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros». La contraposición que San Pablo establece entre la vida «según el espíritu» y la vida «según la carne», genera una contraposición ulterior: la de la«vida» y la«muerte».«Las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz»; de aquí su exhortación:«Si vivis según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis».
Por lo cual ésta es una exhortación a vivir en la verdad, esto es, según los imperativos de la recta conciencia y, al mismo tiempo, es una profesión de fe en el Espíritu de la verdad, que da la vida. En efecto,«Aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia»;«Así que... no somos deudores de la carne para vivir según la carne»; somos mas bien, deudores de Cristo, que en el misterio pascual ha realizado nuestra justificación consiguiéndonos el Espíritu Santo:«¡Hemos sido bien comprados!».
En los textos de San Pablo se superponen -y se compenetran recíprocamente- la dimensión ontológica(la carne y el espíritu), la ética(el bien y el mal) y la pneumatológica(la acción del Espíritu Santo en el orden de la gracia). Sus palabras (especialmente en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas) nos permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de aquella tensión y lucha que tiene lugar en el hombre entre la apertura a la acción del Espíritu Santo, y la resistencia y oposición a él, a su don salvífico. Los términos o polos contrapuestos son, por parte del hombre, su limitación y pecaminosidad, puntos neurálgicos de su realidad psicológica y ética; y, por parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante donación de la vida divina por el Espíritu Santo.¿De quien será la victoria? De quien haya sabido acoger el don.
56. Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión, lucha y rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra en las diversas épocas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimensión externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y formación de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica -como sistema de pensamiento- ya sea en su forma práctica -como método de lectura y de valoración de los hechos- y además como programa de conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy como núcleo vital del marxismo.
Por principio y de hecho el materialismo excluye radicalmente la presencia y la acción de Dios, que es Espíritu, en el mundo y, sobre todo, en el hombre por la razón fundamental de que no acepta su existencia, al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante de nuestro tiempo al que el Concilio Vaticano II ha dedicado algunas páginas significativas: el ateísmo. Aunque no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias especies de ateísmo (y quizás puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco (sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido como teoría explica la realidad y tomado como principio clave de la acción personal y social, tiene carácter ateo. El horizonte de los valores y de los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la realidad como «materia». Si a veces habla también del «espíritu» y de las «cuestiones del espíritu», por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que, según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una especie de «ilusión idealista» que ha de ser combatida con los modos y métodos más oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo del hombre.
Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo sistemático y coherente de aquella «resistencia» y oposición denunciados por San Pablo con estas palabras:«La carne tiene apetencias contrarias al espíritu». Este conflicto es, sin embargo, recíproco como lo pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima:«El espíritu tiene apetencias contrarias a la carne». El que quiere vivir según el Espíritu, aceptando y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias y pretenciones internas y externas de la «carne», incluso en su expresión ideológica e histórica de «materialismo» antirreligioso. En esta perspectiva tan característica de nuestro tiempo se deben subrayar las «apetencias del espíritu» en los preparativos del gran Jubileo, como llamadas que resuenan en la noche de un nuevo tiempo de adviento, donde al final, como hace dos mil años,«todos verán la salvación de Dios». Esta es una posibilidad y una esperanza que la Iglesia confía a los hombres de hoy. Ella sabe que el encuentro-choque entre las «apetencias contrarias al espíritu»(que caracterizan tantos aspectos de la civilización contemporánea, especialmente en algunos de sus ámbitos (y las «apetencias contrarias a la carne», con el acercamiento de Dios, con su encarnación, con su comunicación siempre nueva del Espíritu Santo, puede representar en muchos casos un carácter dramático y terminar en nuevas derrotas humanas. Pero ella cree firmemente que, por parte de Dios, existe siempre una comunicación salvífica, una venida salvífica y, si acaso, un salvífico «convencer en lo referente al pecado» por obra del Espíritu.
57. En la contraposición paulina entre el «espíritu» y la «carne» está incluida también la contraposición entre la «vida» y la «muerte». Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y, por tanto, el cuerpo humano (en cuanto «animal») es mortal. Si el hombre en su esencia es sólo «carne», la muerte es para él una frontera y un término insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana es exclusivamente un «existir para morir».
Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización contemporánea -especialmente la más avanzada en sentido técnico-científico- los signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes. Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro, a que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte. Se trata de problemas que no son sólo económicos, sino también y ante todo éticos. Pero en el horizonte de nuestra época se vislumbran «signos de muerte» aún más sombríos; se ha difundido el uso -que en algunos lugares corre el riesgo de convertirse en institución- de quitar la vida a los seres humanos aún antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte. Y más aún, a pesar de tan nobles esfuerzos en favor de la paz, se han desencadenado y se dan todavía nuevas guerras que privan de la vida o de la salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala internacional?
Por desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro de muerte que se está perfilando en nuestra época, mientras nos acercamos cada vez más al final del segundo milenio cristiano. Desde el sombrío panorama de la civilización materialista y, en particular, desde aquellos signos de muerte que se multiplican en el marco sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge acaso una nueva invocación, más o menos consciente, al Espíritu que da la vida? En cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de vida, queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde quiere, de que nosotros poseemos «las primicias del Espíritu» y que, por tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero «gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo», esto es, de nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí, pero en una espera llena de indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios, que es Espíritu.«Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne». En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus discípulos después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo». Este «soplo» permanece para siempre. He aquí que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza».
4. El Espíritu Santo fortalece el «hombre interior »
58. El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de los Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y determinó su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el mundo. En efecto, en la resurreción de Cristo, el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como el que da la vida:«Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros». En nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto,«aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia» realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu.
Precisamente por medio de este servicio el hombre se convierte de modo siempre nuevo en«el camino de la Iglesia», como dije ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor y ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad del hombre interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial, porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la «raíz de la inmortalidad», de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto de su comunicación salvífica por el Espíritu Santo, puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice:«Doblo mis rodillas ante el Padre... para que os conceda que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior».
Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre interior, esto es,«espiritual». Gracias a la comunicación divina el espíritu humano que «conoce los secretos del hombre», se encuentra con el Espíritu que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios;. Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene del Espíritu el hombre entra en «una nueva vida», es introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser «santuario del Espíritu Santo»,«templo vivo de Dios». En efecto, por el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en él su morada. En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el «área vital» del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive «según el Espíritu» y «desea lo espiritual».
59. La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el hombre se comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia humanidad. De esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el hombre desde el principio. Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de «la entrega sincera de sí mismo a los demás», como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta semejanza divina se demuestra que el hombre «es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma», en su dignidad de persona, pero abierta a la integración y comunión social. El conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan solamente por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al conocimiento de esta verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.
En este camino,«camino de madurez interior» que supone el pleno descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo «existe» como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como enseña el Concilio,«cada vez más humano, cada vez más profundamente humano», mientras madura en él, a través de los corazones y de las conciencias de los hombres, el Reino en el que Dios será definitivamente «todo en todos»: como don y amor. Don y amor: éste es el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre y al mundo, por el Espíritu Santo.
En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres «puedan encontrar su propia plenitud... en la entrega sincera de sí mismo a los demás» según la citada frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por el cual Jesús mismo «cuando ruega al Padre que" todos sean uno, como nosotros también somos uno"(Jn 17, 21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad». El Concilio reafirma esta verdad sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente fuerte y determinante de sus propias tareas apostólicas. En efecto, si el hombre es «el camino de la Iglesia», este camino pasa a través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de nosotros «al hombre interior» hace que el hombre, cada vez mejor, pueda «encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás». Puede decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a Cristo, y en a la elevación a «hijo de Dios», comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva. Entonces se puede repetir verdaderamente que la «gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la visión de Dios»: el hombre, viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo es el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El -dice Basilio el Grande-«simple en su esencia y variado en sus dones... se reparte sin sufrir división... está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa».
60. Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida,-sobre la que vela el Espíritu Santo- para someterlo así al «Príncipe de este mundo».
El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la «ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús», descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto -como escribe San Pablo-«donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad». Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución -ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad-, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.
También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple «renovación de la faz de la tierra», colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello. Esto lo hacen como discípulos de Cristo,-como escribe el Concilio-«constituido Señor por su resurrección... obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin». De esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual,«en la plenitud de los tiempos», por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda criatura,«del cual proceden todas las cosas y para el cual somos».
5. La Iglesia sacramento de la unión intima con Dios
61. Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar y casi hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los tiempos, la Iglesia, una vez más, trata de penetrar en la esencia misma de su constitución divino-humana y de aquella misión que la hace participar en la misión mesiánica de Cristo, según la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano II. Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo revela el Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y habla de su propia «partida» mediante la Cruz como condición necesaria de su «venida»:«Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré». Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia.
A la luz de este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo que Jesús, durante la última Cena, dice a propósito de su nueva«venida». En efecto, es signicativo que en el mismo discurso de despedida, anuncie no sólo su «partida», sino también su nueva «venida». Dice textualmente:«No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros». Y en el momento de la despedida definitiva, antes de subir al cielo, repetirá aun más explícitamente:«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Esta nueva «venida» de Cristo, este continuo venir para estar con los apóstoles y con la Iglesia, este «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo», ciertamente no cambia el hecho de su «partida»; le sigue a ésa tras la conclusión de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, y tiene lugar en el marco del preanunciado envío del Espíritu Santo y, por así decir, se encuadra dentro de su misma misión. Y sin embargo se cumple por obra del Espíritu Santo, el cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. Esta nueva venida de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece «hasta el fin del mundo». Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo.
62. La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por medio del misterio de la Cruz y de la Resurrección es la Eucaristía. En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida y su presencia salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra del Espíritu Santo, dentro de su propia misión. Mediante la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel «fortalecimiento del hombre interior» del que habla la Carta a los Efesios. Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo «revela plenamente el hombre al hombre», sugiriendo «una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad». Esta unión se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza, aprende también a «encontrarse... en la entrega sincera de sí mismo» en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.
Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la venida del Espíritu Santo,«acudían asiduamente a la fracción del pan y a la oración», formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles. De esta manera «reconocían» que su Señor resucitado y ya ascendido al cielo, venía nuevamente, en medio de ellos, en la comunidad eucarística de la Iglesia y por medio de ésta. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía. Y así ha sido siempre en todas las generaciones cristianas hasta nuestros días, hasta esta vigilia del cumplimiento del segundo milenio cristiano. Ciertamente, debemos constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido ha sido el de las grandes divisiones entre los cristianos. Por consiguiente, todos los creyentes en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu Santo,«principio de unidad de la Iglesia», para que todos los bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, se encuentren unidos como hermanos en la celebración de la misma Eucaristía,«sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad».
63. La presencia eucarística de Cristo, su sacramental «estoy con vosotros», permite a la Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio, como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual «la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de unidad de todo el género humano». Como sacramento, la Iglesia se desarrolla desde el misterio pascual de la «partida» de Cristo, viviendo de su «venida» siempre nueva por obra del Espíritu Santo, dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como proclama el Concilio.
Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos «vivimos, nos movemos y existimos», a su vez la fuerza de la Redención perdura y se desarrolla en la historia del hombre y del mundo como en un doble «ritmo», cuya fuente se encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo, que ha venido al mundo, naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; y por el otro, es también el ritmo de la misión del Espíritu Santo, como ha sido revelado definitivamente por Cristo. Por medio de la «partida» del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de la verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que «se había ido» a través del misterio pascual,«viene» y está continuamente presente en el misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento.
Esto sucede también porque, por voluntad de su Señor, mediante los diversos sacramentos la Iglesia realiza su ministerio salvífico para el hombre. El ministerio sacramental, cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio de la «partida» de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección, por medio de la cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa:«da la vida». En efecto, los Sacramentos significan la gracia y confieren la gracia; significan la vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa en ellos como dispensador invisible de la vida que significan. Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo Jesús.
64. Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es «el otro Paráclito» o «nuevo consolador» porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida.
Cuando usamos la palabra «sacramento» referido a la Iglesia, hemos de tener presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido estricto, es propia de los Sacramentos. Leemos al respecto:«La Iglesia es... como un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios». Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu vivificante.
El Vaticano II añade que la Iglesia es «un sacramento de la unidad de todo el género humano». Se trata evidentemente de la unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en el misterio de la creación y adquiere una nueva dimensión en el misterio de la Redención, en orden a la salvación universal. Puesto que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad», la Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la creación. En la misma dimensión universal de la Redención actúa, en virtud de la «partida» de Cristo, el Espíritu Santo. Por ello la Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma como «sacramento de la unidad de todo el género humano». Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios.
De este modo, se realiza la«condescendencia» del infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su «imagen y semejanza». Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios. De este acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en «sacramento, o sea signo e instrumento». Ella actúa para restablecer y reforzar la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación de comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Redentor. Es una verdad que, en base a las enseñanzas del Concilio, podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su significado en esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano. Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación -que está inscrita en la historia de la humanidad- está presente y operante el Espíritu Santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación terrena del hombre y hace confluir toda la creación -toda la historia- hacia su último término en el océano infinito de Dios
6. El Espíritu y la esposa dicen: «¡Ven!»
65. El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu Santo, que «alienta» la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del corazón del hombre no obstante las prohibiciones y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter arreligioso o incluso ateo de la vida pública. La oración es siempre la voz de todos aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena siempre aquel «poderoso clamor», que la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo. La oración es también la revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu Santo. Leemos en San Lucas:«Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan».
El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que «viene en auxilio de nuestra debilidad». Es el rico pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe:«Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables». Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía «interiormente» en la oración, supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina. De esta manera,«el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es según Dios». La oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina.
Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si en el transcurso de la historia -ayer como hoy- muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.
En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras -como guiados por un sentido interior de la fe- buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta «el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza». De este modo, los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en la enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.
66. En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel al misterio de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban, en oración, la venida del Espíritu Santo.
La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio:«La Virgen Santísima... cubierta con la sombra del Espíritu Santo... dio a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno»; ella,«por sus gracias y dones singulares,... unida con la Iglesia... es tipo de la Iglesia». «La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad... se hace también madre» y «a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera». Ella (la Iglesia)«es igualmente virgen, que guarda... la fe prometida al Esposo».
De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio:«El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:«¡Ven!». La oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la que a el Espíritu mismo intercede por nosotros»; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que «hemos sido salvados». Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia.
En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras «el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús;"¡Ven!", esta oración suya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la «plenitud de los tiempos», marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.