El Espíritu que convence al mundo en lo referente al pecado
27. Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia la venida del Espíritu Santo «a costa» de su partida y promete:«Si me voy, os lo enviaré», precisamente en el mismo contexto añade:«Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio». El mismo Paráclito y Espíritu de la verdad,-que ha sido prometido como el que «enseñará» y «recordará», que «dará testimonio», que «guiará hasta la verdad completa»-, con las palabras citadas ahora es anunciado como el que «convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio».
Significativo parece también el contexto Jesús relaciona este anuncio del Espíritu Santo con las palabras que indican su propia «partida» a través de la Cruz, e incluso subraya su necesidad:«Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito».
Pero lo más interesante es la explicación que Jesús añade a estas palabras: pecado, justicia, juicio. Dice en efecto:«El convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado».
En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio tienen un sentido muy preciso, distinto del que quizás alguno sería propenso a atribuir a estas palabras, independientemente de la explicación de quien habla. Esta explicación indica también cómo conviene entender aquel «convencer al mundo», que es propio de la acción del Espíritu Santo. Aquí es importante tanto el significado de cada palabra, como el hecho de que Jesús las haya unido entre sí en la misma frase.
En este pasaje «el pecado», significa la incredulidad que Jesús encontró entre los «suyos», empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de «la justicia», Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo:«Voy al Padre». A su vez, en el contexto del «pecado» y de la «justicia» entendidos así,«el juicio» significa que el Espíritu de la verdad demostrará la culpa del «mundo» en la condena de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para salvarlo. El convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de que «el juicio» se refiere solamente al «Príncipe de este mundo», es decir, Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está «ya juzgado» desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra salvífica de Cristo.
28. Queremos concentrar ahora nuestra atención principalmente sobre esta misión del Espíritu Santo, que consiste en «convencer al mundo en lo referente al pecado», pero respetando al mismo tiempo el contexto de las palabras de Jesús en el Cenáculo. El Espíritu Santo, que recibe del Hijo la obra de la Redención del mundo, recibe con ello mismo la tarea del salvífico «convencer en lo referente al pecado». Este convencer se refiere constantemente a la«justicia», es decir, a la salvación definitiva en Dios, al cumplimiento de la economía que tiene como centro a Cristo crucificado y glorificado. Y esta economía salvífica de Dios sustrae, en cierto modo, al hombre del «juicio, o sea de la condenación», con la que ha sido castigado el pecado de Satanás,«Príncipe de este mundo», quien por razón de su pecado se ha convertido en «dominador de este mundo tenebroso» y he aquí que, mediante esta referencia al «juicio», se abren amplios horizontes para la comprensión del «pecado» así como de la «justicia». El Espíritu Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo «el pecado» en la economía de la salvación (podría decirse «el pecado salvado»), hace comprender que su misión es la de «convencer» también en lo referente al pecado que ya ha sido juzgado definitivamente («el pecado condenado»).
29. Todas las palabras, pronunciadas por el Redentor en el Cenáculo la víspera de su pasión, se inscriben en la era de la Iglesia: ante todo, las dichas sobre el Espíritu Santo como Paráclito y Espíritu de la verdad. Estas se inscriben en ella de un modo siempre nuevo a lo largo de cada generación y de cada época. Esto ha sido confirmado, respecto a nuestro siglo, por el conjunto de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente en la Constitución pastoral«Gaudium et spes». Muchos pasajes de este documento señalan con claridad que el Concilio, abriéndose a la luz del Espíritu de la verdad, se presenta como el auténtico depositario de los anuncios y de las promesas hechas por Cristo a los apóstoles y a la Iglesia en el discurso de despedida; de modo particular, del anuncio, según el cual el Espíritu Santo debe «convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio».
Esto lo señala ya el texto en el que el Concilio explica cómo entiende el«mundo»:«Tiene, pues, ante sí la Iglesia (el Concilio mismo) al mundo, esto es la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación». Respecto a este texto tan sintético es necesario leer en la misma Constitución otros pasajes, que tratan de mostrar con todo el realismo de la fe la situación del pecado en el mundo contemporáneo y explicar también su esencia partiendo de diversos puntos de vista.
Cuando Jesús, la víspera de Pascua, habla del Espíritu Santo, que «convencerá al mundo en lo referente al pecado», por un lado se debe dar a esta afirmación el alcance más amplio posible, porque comprende el conjunto de los pecados en la historia de la humanidad. Por otro lado, sin embargo, cuando Jesús explica que este pecado consiste en el hecho de que «no creen en él», este alcance parece reducirse a los que rechazaron la misión mesiánica del Hijo del Hombre, condenándole a la muerte de Cruz. Pero es difícil no advertir que este aspecto más «reducido» e históricamente preciso del significado del pecado se extienda hasta asumir un alcance universal por la universalidad de la Redención, que se ha realizado por medio de la Cruz. La revelación del misterio de la Redención abre el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento, hace referencia a la Cruz de Cristo y por tanto, indirectamente también al pecado de quienes «no han creído en él», condenando a Jesucristo a la muerte de Cruz.
Desde este punto de vista es conveniente volver al acontecimiento de Pentecostés.
2. El testimonio del día de Pentecostés
30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular, el anuncio del que estamos tratando:«El Paráclito... convencerá al mundo en la referente al pecado». Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles:«Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse», «volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones;.
Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre,«después» de la partida de Cristo, como «precio» de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre»;«seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días»;«recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra».
Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente:«Israelitas... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros... a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio».
Jesús había anunciado y prometido:«El dará testimonio de mí... pero también vosotros daréis testimonio». En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este «testimonio» encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro «convence al mundo en lo referente al pecado»: ante todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos lugares.
31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que «convence al mundo en lo referente al pecado» del rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo «convencer en lo referente al pecado» manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un «convencimiento» que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo. Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama:«Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado». Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles:«¿Qué hemos de hacer, hermanos?» él les responde:«Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo».
De este modo el «convencer en lo referente al pecado» llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica. La conversión exige la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: a Recibid el Espíritu Santo». Así pues en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado -bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés- con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua:«recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que«no creyeron» y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana:«Seré tu muerte, oh muerte». Como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios«vence» el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual,«Oh feliz culpa», en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del «Exsultet».
32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede «convencer al mundo», al hombre y a la conciencia humana, sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que «sondea hasta las profundidades de Dios». Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente«las profundidades de Dios». No basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas «profundidades de Dios» que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las «sondea» y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de «convencer en lo referente al pecado», como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.
Al convencer al «mundo» del pecado del Gólgota -la muerte del Cordero inocente-, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El «convencer» es la demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión completa del mal, que le es característica por el «misterio de la impiedad» que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión,-no la conoce absolutamente- fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser «convencido» de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez, Paráclito.
En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del«misterio de la piedad», como ha señalado la Exhortación Apostólica postsinodal «Reconciliatio et paenitentia». El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser «convencido» de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.
3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado
33. Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del principio, recogido en el Libro del Génesis. Es el pecado que, según la palabra de Dios revelada, constituye el principio y la raíz de todos los demás. Nos encontramos ante la realidad originaria del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el conjunto de la economía de la salvación. Se puede decir que en este pecado comienza el misterio de la impiedad, pero que también este es el pecado, respecto al cual el poder redentor del misterio de la piedad llega a ser particularmente transparente y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a la «desobediencia» del primer Adán contrapone la«obediencia» de Cristo, segundo Adán:«La obediencia hasta la muerte».
Según el testimonio de del principio, el pecado en su realidad originaria se dio en la voluntad -y en la conciencia- del hombre, ante todo, como «desobediencia», es decir, como oposición de la voluntad del hombre a la voluntad de Dios. Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de Dios, que crea el mundo. Esta Palabra es el mismo Verbo, que «en el principio estaba en Dios» y que «era Dios» y sin él no se hizo nada de cuanto existe», porque «el mundo fue hecho por él». El Verbo es también ley eterna, fuente de toda ley, que regula el mundo y, de modo especial, los actos humanos. Pues, cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla del pecado de los que «no creen en él», en estas palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del hombre, sino que es también el «Primogénito de toda la creación»,«en él fueron creadas todas las cosas... todo fue creado por él y para él». A la luz de esta verdad se comprende que la «desobediencia», en el misterio del principio, presupone en cierto modo la misma «no-fe», aquel mismo «no creyeron» que volverá a repetirse ante el misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente como «desobediencia», en un acto realizado como efecto de la tentación, que proviene del «padre de la mentira». Por tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios Padre,«creador de cielo y tierra».
34. El «espíritu de Dios», que según la descripción bíblica de la creación «aleteaba por encima de las aguas», indica el mismo «Espíritu que sondea hasta las profundidades de Dios», sondea las profundidades del Padre y del Verbo-Hijo en el misterio de la creación. No sólo es el testigo directo de su mutuo amor, del que deriva la creación, sino que él mismo es este amor. El mismo, como amor, es el eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a las criaturas. El testimonio del principio, que encontramos en toda la revelación comenzando por el Libro del Génesis, es unívoco al respecto. Crear quiere decir llamar a la existencia desde la nada; por tanto, crear quiere decir dar la existencia. Y si el mundo visible es creado para el hombre, por consiguiente el mundo es dado al hombre. Y contemporáneamente el mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una especial «imagen y semejanza» de Dios. Esto significa no sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios, como «yo» y «tú» y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la «imagen y semejanza» de Dios,«el don del Espíritu» significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales «profundidades de Dios» están abiertas, en cierto modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña:«Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía».
35. Por consiguiente, el Espíritu, que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios», conoce desde el principio «lo íntimo del hombre. Precisamente por esto sólo él puede plenamente«convencer en lo referente al pecado» que se dio en el principio, pecado que es la raíz de todos los demás y el foco de la pecaminosidad del hombre en la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del «padre de la mentira»-de aquél que ya «está juzgado»-. El Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en lo referente al pecado en relación a este «juicio», pero constantemente guiando hacia la«justicia» que ha sido revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo, mediante «la obediencia hasta la muerte».
Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado del principio humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el que es don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira y en el rechazo del don y del amor que influyen definitivamente sobre el principio del mundo y del hombre.
36. Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura y en la Tradición, después de la primera (y a la vez más completa) descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria es entendido como «desobediencia», lo que significa simple y directamente trasgresión de una prohibición puesta por Dios. Pero a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces de esta desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del hombre. Llamado a la existencia, el ser humano -hombre o mujer- es una criatura. La «imagen de Dios», que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis,«el árbol de la ciencia del bien y del mal» debía expresar y constantemente recordar al hombre el «límite» insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel «límite»:«el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal».
La «desobediencia» significa precisamente pasar aquel límite que permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede «conocer el bien y el mal como dioses». Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La «desobediencia», como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que «sondea las profundidades de Dios» y que, a la vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de «convencer de ello al mundo» en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota.
37. Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que, como «imagen y semejanza» de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la «vida eterna». Pero el hombre, bajo la influencia del «padre de la mentira», se ha separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida. En la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre «el soplo del mal» del que es pecador (o sea permanece en el pecado) desde el principio y que ya «está juzgado» y el mal de la desobediencia del hombre.
Esta desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura de esta libertad -del conocimiento y de la voluntad humana- hacia el que es el «padre de la mentira». Este acto de elección responsable no es sólo una «desobediencia», sino que lleva consigo también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia del hombre en la tierra:«es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal».
Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se podría llamar el «anti-Verbo», es decir la «anti-verdad». En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta «anti-verdad» es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso «genio de la sospecha». Este trata de «falsear» el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador.¿Quién puede plenamente «convencer en lo referente al pecado», es decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que,«sondea las profundidades de Dios» y es amor del Padre y del Hijo?
38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición a aquél que «desde el principio» debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es retado a convertirse en el adversario de Dios.
38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición a aquél que «desde el principio» debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es retado a convertirse en el adversario de Dios.
El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del «padre de la mentira», se dará a lo largo de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio:«Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios», como se expresa San Agustín. El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical «alienación» del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su «muerte». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la «muerte de Dios» amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la «autonomía de la realidad terrena», afirma:«La criatura sin el Creador se esfuma... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida». La ideología de la «muerte de Dios» en sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la «muerte del hombre».
4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico
39. El Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo«es invocado» para «convencer al mundo en lo referente al pecado». Es invocado de modo definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios. Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente «juzgada»: mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo amor creador y salvífico. El hombre ha seguido al «padre de la mentira», poniéndose contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.
El «convencer en lo referente al pecado»¿no deberá, por tanto, significar también el revelar el sufrimiento?¿No deberá revelar el dolor, inconcebible e indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios.¿Qué corresponde a esta «ofensa», a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar:«Estoy arrepentido de haber hecho al hombre». «Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra... le pesó de haber hecho al hombre en la tierra... y dijo el Señor:«me pesa de haberlos hecho». Pero a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inexcrutable e indecible «dolor» de padre engendrará sobre todo la admirable economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado Para que prevalezca el «don».
El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús «convence en lo referente al pecado», es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado. Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada de modo trascendente la misericordia, que la tradición patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la misericordia implica dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la historia del hombre con los dones de la Redención. Si el pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el «sufrimiento» del hombre que en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación, el Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el «sufrimiento» de Dios, resonará una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia:«Siento compasión». Así pues, por parte del Espíritu Santo, el «convencer en lo referente al pecado» se convierte en una manifestación ante la creación «sometida a la vanidad» y, sobre todo, en lo íntimo de las conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte «el siervo obediente» que, reparando la desobediencia del hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el Paráclito,«convence en lo referente al pecado».
40. El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con palabras muy significativas por parte del autor de la Carta a los Hebreos, que, después de haber recordado los sacrificios de la Antigua Alianza, en que «si la sangre de machos cabríos y de toros... santifica en orden a la purificación», añade:«cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo». Aun conscientes de otras interpretaciones posibles, nuestra consideración sobre la presencia del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer en este texto como una invitación a reflexionar también sobre la presencia del mismo Espíritu en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.
Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de este sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la «purificación de la conciencia» llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio ofrecido con[= por obra de] un Espíritu Eterno», que «saca» de él la fuerza de «convencer en lo referente al pecado» en orden a la salvación. Es el mismo Espíritu Santo que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo«traerá» a los apóstoles el día de su resurrección, presentándose a ellos con las heridas de la crucifixión, y que les «dará» para la remisión de los pecados:«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados».
Sabemos que Dios «a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder», como afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio. Conocemos el misterio pascual de su «partida» según el Evangelio de Juan. Las palabras de la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que modo Cristo «se ofreció sin mancha a Dios» y como hizo esto «con un Espíritu Eterno». En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su ministerio público. Según la Carta a los Hebreos, en el camino de su «partida» a través de Getsemaní y del Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto,«escuchado por su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia». De esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad, sometida al pecado en los descendientes del primer Adán, en Jesucristo ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él y, al mismo tiempo, está llena de misericordia hacia los hombres. Se tiene así una nueva humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento de la cruz ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado. Se ha encontrado en la misma fuente de la dádiva originaria: en el Espíritu que «sondea las profundidades de Dios» y es amor y don.
El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este sacrificio. Como único sacerdote «se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios». En su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era «sin tacha». Pero lo ofreció «por el Espíritu Eterno»: lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor.
41. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del «fuego del cielo», que quemaba los sacrificios presentados por los hombres. Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el «fuego del cielo» que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la propia criatura:«No creen en mí»; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento-e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado «de no haber creído»- el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo.
El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él «recibe» el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después -él solo con Dios Padre- puede «darlo» a los apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. El solo lo «envía» desde el Padre. El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el Cenáculo,«sopló sobre ellos» y les dijo:«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados», como había anunciado antes Juan Bautista:«El os bautizará en Espíritu Santo y fuego». Con aquellas palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es presentado como amor que actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente del poder salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.
Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión, pronuncia aquellas significativas palabras:«Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste con tu muerte vida al mundo». Y en la III Plegaria Eucarística, refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote ruega a Dios que el Espíritu Santo «nos transforme en ofrenda permanente».
5. «La sangre que purifica la conciencia»
42. Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu Santo es revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo. Cristo resucitado dice a los apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo». De esta manera es revelado el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo constituyen la confirmación de las promesas y de los anuncios del discurso en el Cenáculo. Y con esto el Paráclito es hecho presente también de un modo nuevo. En realidad ya actuaba desde el principio en el misterio de la creación y a lo largo de toda la historia de la antigua Alianza de Dios con el hombre. Su acción ha sido confirmada plenamente por la misión del Hijo del hombre como Mesías, que ha venido con el poder del Espíritu Santo. En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo: el invisible y, a la vez, omnipresente Paráclito. El Espíritu que «sopla donde quiere».
Las palabras pronunciadas por Cristo resucitado «el primer día de la semana», ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito consolador, como el que «convence al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio». En efecto, sólo tomadas así se explican las palabras que Jesús pone en relación directa con el «don» del Espíritu Santo a los apóstoles. Jesús dice:«Recibid el Espíritu Santo: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Jesús confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que lo transmitan a sus sucesores en la Iglesia. Sin embargo, este poder concedido a los hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu Santo. Convirtiéndose en «luz de los corazones», es decir de las conciencias, el Espíritu Santo «convence en lo referente al pecado», o sea hace conocer al hombre su mal y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus dones por lo que es invocado como el portador «de los siete dones», todo tipo de pecado del hombre puede ser vencido por el poder salvífico de Dios. En realidad -como dice San Buenaventura-«en virtud de los siete dones del Espíritu Santo todos los males han sido destruidos y todos los bienes han sido producidos».
Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan «retenidos», como afirma Jesús, y con El toda la Tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento. En efecto, las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su ministerio, según el Evangelio de Marcos, son éstas:«Convertíos y creed en la Buena Nueva». La confirmación de esta exhortación es el «convencer en lo referente al pecado» que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva en virtud de la Redención, realizada por la Sangre del Hijo del hombre. Por esto, la Carta a los Hebreos dice que esta «sangre purifica nuestra conciencia». Esta sangre, pues, abre al Espíritu Santo, por decirlo de algún modo, el camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de las conciencias humanas.
43. El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es «el núcleo más secreto y el sagrario del hombre», en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a «los oídos de su corazón advirtiéndole... haz esto, evita aquello». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo,«en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer». La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis. Precisamente, en este sentido, la conciencia es el «sagrario íntimo» donde «resuena la voz de Dios». Es «la voz de Dios» aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su justificación.
El evangélico «convencer en lo referente al pecado» bajo el influjo del Espíritu de la verdad no puede verificarse en el hombre más que por el camino de la conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda entonces a «resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad». Entonces «mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad».
Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al mal, como hace por ejemplo la misma Constitución pastoral:«Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana»; y después de haber llamado por su nombre a los numerosos pecados, tan frecuentes y difundidos en nuestros días, la misma Constitución añade:«Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador».
Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre, y demostrar que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier balance sobre el progreso de la humanidad, el Concilio describe a la vez todo esto como etapa «de una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas». La Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1983 sobre la reconciliación y la penitencia ha precisado todavía mejor el significado personal y social del pecado del hombre.
44. Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión, y después la tarde del día de Pascua, Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el que atestigua que en la historia de la humanidad perdura el pecado. Sin embargo, el pecado está sometido al poder salvífico de la Redención. El «convencer al mundo en lo referente al pecado» no se acaba en el hecho de que venga llamado por su nombre e identificado por lo que es en toda su dimensión característica. En el convencer al mundo en lo referente al pecado, el Espíritu de la verdad se encuentra con la voz de las conciencias humanas.
De este modo se llega a la demostración de las raíces del pecado que están en el interior del hombre, como pone en evidencia la misma Constitución pastoral:«En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de creatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo». El texto conciliar se refiere aquí a las conocidas palabras de San Pablo.
El «convencer en lo referente al pecado» que acompaña a la conciencia humana en toda reflexión profunda sobre sí misma, lleva por tanto al descubrimiento de sus raíces en el hombre, así como de sus influencias en la misma conciencia en el transcurso de la historia. Encontramos de este modo aquella realidad originaria del pecado, de la que ya se ha hablado. El Espíritu Santo«convence en lo referente al pecado» respecto al misterio del principio, indicando el hecho de que el hombre es ser-creado y, por consiguiente, está en total dependencia ontológica y ética de su Creador y recordando, a la vez, la pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu Santo Paráclito «convence en lo referente al pecado» siempre en relación con la Cruz de Cristo. Por esto el cristianismo rechaza toda «fatalidad» del pecado.«Una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final»-enseña el Concilio-. «Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre». El hombre, pues, lejos de dejarse «enredar» en su condición de pecado, apoyándose en la voz de la propia conciencia,«ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo». El Concilio ve justamente el pecado como factor de la ruptura que pesa tanto sobre la vida personal como sobre la vida social del hombre; pero, al mismo tiempo, recuerda incansablemente la posibilidad de la victoria.
45. El Espíritu de la verdad, que «convence al mundo en lo referente al pecado», se encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de la que los textos conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta fatiga de la conciencia determina también los caminos de las conversiones humanas: el dar la espalda al pecado para reconstruir la verdad y el amor en el corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el mal en uno mismo a menudo cuesta mucho. Se sabe que la conciencia no sólo manda o prohibe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido.¿No es este sufrimiento como un eco lejano de aquel «arrepentimiento por haber creado al hombre», que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella «reprobación» que, inscribiéndose en el «corazón» de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión del corazón: es la «metanoia» evangélica.
La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se realiza esta «metanoia» o conversión, es el reflejo de aquel proceso mediante el cual la reprobación se transforma en amor salvífico, que sabe sufrir. El dispensador oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la Iglesia «luz de las conciencias», el cual penetra y llena «lo más íntimo de los corazones» humanos. Mediante esta conversión en el Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a la remisión de los pecados. Y en todo este admirable dinamismo de la conversión-remisión se confirma la verdad de lo escrito por San Agustín sobre el misterio del hombre, al comentar las palabras del Salmo:«Abismo que llama al abismo». Precisamente en esta «abismal profundidad» del hombre y de la conciencia humana se realiza la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo«viene» en cada caso concreto de la conversión-remisión, en virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por él,«la sangre de Cristo... purifica nuestra conciencia de las obras muertas para rendir culto a Dios vivo». Se cumplen así las palabras sobre el Espíritu Santo como «otro Paráclito», palabras dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo e indirectamente a todos:«Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros».
6. El pecado contra el Espíritu Santo
46. En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles otras palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. Las podríamos llamar las palabras del«no-perdón». Nos las refieren los Sinópticos respecto a un pecado particular que es llamado «blasfemia contra el Espíritu Santo». Así han sido referidas en su triple redacción:
Mateo:«Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro».
Marcos:«Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno».
Lucas:«A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará».
¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable?¿Cómo se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino que se trata de un pecado «irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados».
Según esta exégesis la «blasfemia» no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel «convencer sobre el pecado», que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la «venida» del Paráclito aquella «venida» que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que «purifica de las obras muertas nuestra conciencia».
Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las «obras muertas», o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta «no-remisión» está unida, como causa suya, a la«no-penitencia», es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan «siempre» abiertas en la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu Santo. El Paráclito tiene el poder infinito de sacar de estas fuentes:«recibirá de lo mío», dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre, que reivindica un pretendido «derecho de perseverar en el mal»-en cualquier pecado- y rechaza así la Redención El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados.
47. La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico «convencer en lo referente al pecado», encuentra en el hombre que se halla en esta condición una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar «dureza de corazón». En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia. Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que «el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado» y esta pérdida está acompañada por la «pérdida del sentido de Dios». En la citada Exhortación leemos:«En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado».
La Iglesia, por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima del Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las exhortaciones del Apóstol:«No extingáis el Espíritu»,«no entristezcáis al Espíritu Santo». Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífica del Espíritu Santo. La Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de Paráclito, cuando viene para «convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio».
48. Jesús en su discurso de despedida ha unido estos tres ámbitos del«convencer» como componentes de la misión del Paráclito: el pecado, la justicia y el juicio. Ellos señalan la dimensión de aquel misterio de la piedad, que en la historia del hombre se opone al pecado, es decir al misterio de la impiedad. Por un lado, como se expresa San Agustín, existe el «amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios»; por el otro, existe el «amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo». La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la historia de las conciencias y la historia de las sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado con el rechazo de los mandamientos de Dios «hasta el desprecio de Dios», sino que, por el contrario, se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el Espíritu que da la vida.
Los que se dejan «convencer en lo referente al pecado» por el Espíritu Santo, se dejan convencer también en lo referente a «la justicia y al juicio». El Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las conciencias humanas, a conocer la verdad del pecado, a la vez hace que conozcan la verdad de aquella justicia que entró en la historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los que «convencidos en lo referente al pecado» se convierten bajo la acción del Paráclito, son conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del «juicio»: de aquel «juicio» mediante el cual «el Príncipe de este mundo está juzgado». La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto del misterio de 1a impiedad. Los que se convierten, pues, son conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del «juicio» e introducidos en aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque la «recibe» del Padre, como un reflejo de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la Redención, la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la justicia que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a él en la verdad y en el amor.
En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que «convence al mundo en lo referente al pecado» se manifiesta y se hace presente al hombre como Espíritu de vida eterna.