Conclusión
82. Con esta firme convicción de fe, acompañada por la conciencia del patrimonio de valores incluso humanos insertados en la práctica dominical, es como los cristianos de hoy deben afrontar la atracción de una cultura que ha conquistado favorablemente las exigencias de descanso y de tiempo libre, pero que a menudo las vive superficialmente y a veces es seducida por formas de diversión que son moralmente discutibles. El cristiano se siente en cierto modo solidario con los otros hombres en gozar del día de reposo semanal; pero, al mismo tiempo, tiene viva conciencia de la novedad y originalidad del domingo, día en el que está llamado a celebrar la salvación suya y de toda la humanidad. Si el domingo es día de alegría y de descanso, esto le viene precisamente por el hecho de que es el « día del Señor », el día del Señor resucitado.
83. Descubierto y vivido así, el domingo es como el alma de los otros días, y en este sentido se puede recordar la reflexión de Orígenes según el cual el cristiano perfecto « está siempre en el día del Señor, celebra siempre el domingo ». (131) El domingo es una auténtica escuela, un itinerario permanente de pedagogía eclesial. Pedagogía insustituible especialmente en las condiciones de la sociedad actual, marcada cada vez más fuertemente por la fragmentación y el pluralismo cultural, que ponen continuamente a prueba la fidelidad de los cristianos ante las exigencias específicas de su fe. En muchas partes del mundo se perfila la condición de un cristianismo de la « diáspora », es decir, probado por una situación de dispersión, en la cual los discípulos de Cristo no logran mantener fácilmente los contactos entre sí ni son ayudados por estructuras y tradiciones propias de la cultura cristiana. En este contexto problemático, la posibilidad de encontrarse el domingo con todos los hermanos en la fe, intercambiando los dones de la fraternidad, es una ayuda irrenunciable.
84. El domingo, establecido como sostén de la vida cristiana, tiene naturalmente un valor de testimonio y de anuncio. Día de oración, de comunión y de alegría, repercute en la sociedad irradiando energías de vida y motivos de esperanza. Es el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquél que es el Resucitado y Señor de la historia, no es la muerte de nuestra ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad que se nos da para transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas de eternidad. El domingo es una invitación a mirar hacia adelante; es el día en el que la comunidad cristiana clama a Cristo su « Marana tha, ¡Señor, ven! » (1 Co 16,22). En este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña y sostiene la esperanza de los hombres. Y de domingo en domingo, la comunidad cristiana iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén celestial, cuando se completará en todas sus facetas la mística Ciudad de Dios, que « no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero » (Ap 21,23).
85. En esta tensión hacia la meta la Iglesia es sostenida y animada por el Espíritu. Él despierta su memoria y actualiza para cada generación de creyentes el acontecimiento de la Resurrección. Es el don interior que nos une al Resucitado y a los hermanos en la intimidad de un solo cuerpo, reavivando nuestra fe, derramando en nuestro corazón la caridad y reanimando nuestra esperanza. El Espíritu está presente sin interrupción en cada día de la Iglesia, irrumpiendo de manera imprevisible y generosa con la riqueza de sus dones; pero en la reunión dominical para la celebración semanal de la Pascua, la Iglesia se pone especialmente a su escucha y camina con él hacia Cristo, con el deseo ardiente de su retorno glorioso: « El Espíritu y la Novia dicen: ¡Ven! » (Ap 22,17). Considerando verdaderamente el papel del Espíritu he deseado que esta exhortación a descubrir el sentido del domingo se hiciera este año que, en la preparación inmediata para el Jubileo, está dedicado precisamente al Espíritu Santo.
86. Encomiendo la viva acogida de esta Carta apostólica, por parte de la comunidad cristiana, a la intercesión de la Santísima Virgen. Ella, sin quitar nada al papel central de Cristo y de su Espíritu, está presente en cada domingo de la Iglesia. Lo requiere el mismo misterio de Cristo: en efecto, ¿cómo podría ella, que es la Mater Domini y la Mater Ecclesiae, no estar presente por un título especial, el día que es a la vez dies Domini y dies Ecclesiae?. Hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf. Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magníficat que cantan el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: « Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen » (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad.
87. La proximidad del Jubileo, queridos hermanos y hermanas, nos invita a profundizar nuestro compromiso espiritual y pastoral. Este es efectivamente su verdadero objetivo. En el año en que se celebrará, muchas iniciativas lo caracterizarán y le darán el aspecto singular que tendrá la conclusión del segundo Milenio y el inicio del tercero de la Encarnación del Verbo de Dios. Pero este año y este tiempo especial pasarán, a la espera de otros jubileos y de otras conmemoraciones solemnes. El domingo, con su « solemnidad » ordinaria, seguirá marcando el tiempo de la peregrinación de la Iglesia hasta el domingo sin ocaso. Os exhorto, pues, queridos Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio a actuar incansablemente, junto con los fieles, para que el valor de este día sacro sea reconocido y vivido cada vez mejor. Esto producirá sus frutos en las comunidades cristianas y ejercerá benéficos influjos en toda la sociedad civil.
Que los hombres y las mujeres del tercer Milenio, encontrándose con la Iglesia que cada domingo celebra gozosamente el misterio del que fluye toda su vida, puedan encontrar también al mismo Cristo resucitado. Y que sus discípulos, renovándose constantemente en el memorial semanal de la Pascua, sean anunciadores cada vez más creíbles del Evangelio y constructores activos de la civilización del amor.
¡A todos mi Bendición!
Vaticano, 31 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
Joannes Paulus II