Queridos hermanos y hermanas:
El tema de la trigésima cuarta Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, Anunciar a Cristo en los Medios de Comunicación Social al alba del Tercer Milenio, nos invita a mirar hacia delante considerando los desafíos que nos esperan, y también a mirar hacia el pasado recordando el nacimiento del cristianismo para tomar de esos orígenes la luz y el valor que necesitamos. El centro del mensaje que proclamamos es siempre Jesús mismo. "Ante Él se sitúa la historia humana entera: nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su presencia" (Incarnationis Mysterium, 1).
Los capítulos iniciales de los Hechos de los Apóstoles contienen un conmovedor relato de la proclamación de Cristo por sus primeros seguidores, proclamación que fue a la vez espontánea, llena de fe y convincente, realizada con el poder del Espíritu Santo.
Lo primero y más importante es que los discípulos anunciaron a Cristo como respuesta al mandato que él les había dado. Antes de ascender al Cielo dijo a los Apóstoles: "Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8). Y a pesar de que eran hombres "sin instrucción ni cultura" (Hch 4,13), respondieron rápida y generosamente.
Habiéndose dedicado a la oración con María junto con los demás seguidores del Señor, y actuando movidos por el Espíritu Santo, los Apóstoles iniciaron su proclamación en Pentecostés (cf. Hch 2). La lectura de aquellos maravillosos eventos nos recuerda que la historia de la comunicación es como un proceso que va desde el orgulloso proyecto de Babel con su carga de confusión e incomprensión mutua (cf. Gn 11,1-9), hasta Pentecostés y el don de lenguas: la comunicación es restaurada con su centro en Jesús, por medio de la acción del Espíritu Santo. Anunciar a Cristo, pues, conduce al encuentro entre las personas en la fe y la caridad al más profundo nivel humano. El mismo Señor resucitado se convierte en vínculo de una genuina comunicación entre sus hermanos y hermanas en el Espíritu.
Pentecostés es sólo el principio. Los Apóstoles no se arredran en la proclamación del Señor ni siquiera cuando son amenazados con represalias: "No podemos callar lo que hemos visto y oído", dicen Pedro y Juan al Sanedrín (Hch 4,20). Incluso los sufrimientos se convierten en instrumentos de la misión. Cuando se desata una violenta persecución en Jerusalén después del martirio de Esteban, forzando a los seguidores de Cristo a huir, "los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Palabra" (Hch 8,4).
El núcleo vivo del mensaje que los Apóstoles predican es Jesús crucificado y resucitado, que vive triunfante sobre el pecado y la muerte. Pedro dice al centurión Cornelio y su familia: "Ellos lo mataron, colgándolo de un madero; a él, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse... Y nos mandó que predicáramos al pueblo y que diésemos testimonio de que él está constituido por Dios juez de vivos y muertos. De éste todos los profetas dan testimonio de que todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados" (Hch 10, 39-43).
Es obvio que las circunstancias han cambiado profundamente en dos milenios. Y sin embargo permanece inalterable la necesidad de anunciar a Cristo. El deber de dar testimonio de la muerte y la resurrección de Jesús y de su presencia salvífica en nuestras vidas, es tan real y apremiante como el de los primeros discípulos. Hemos de comunicar la buena noticia a todos aquéllos que quieran escuchar.
Es indispensable la proclamación personal y directa, en la que una persona comparte con otra su fe en el Resucitado. Igualmente lo son otras formas tradicionales de sembrar la Palabra de Dios. No obstante, al mismo tiempo debe realizarse hoy una proclamación en y a través de los medios de comunicación social. "La Iglesia se sentiría culpable ante el Señor si no utilizara estos poderosos medios" (Papa Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 45).
No se exagera al insistir en el impacto de los medios sobre el mundo actual. El surgimiento de la sociedad de la información es una verdadera revolución cultural, que transforma a los medios en "el primer Areópago de nuestra época" (Redemptoris Missio, 37), en la cual se intercambian constantemente ideas y valores. A través de los medios la gente entra en contacto con personas y acontecimientos, y se forma sus opiniones sobre el mundo en el que vive. Incluso ahí se configura su modo de entender el sentido de la vida. Para muchos su propia experiencia vital es en gran medida una prolongación de la experiencia de los medios de comunicación (cf. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Aetatis Novae, 2). El anuncio de Cristo debe formar parte de esta experiencia.
Naturalmente, al anunciar al Señor, la Iglesia debe usar con vigor y habilidad sus propios medios de comunicación (libros, periódicos, revistas, radio, televisión y otros). Los comunicadores católicos deben ser intrépidos y creativos para desarrollar nuevos medios y métodos en la proclamación. Pero, en lo posible, la Iglesia debe aprovechar al máximo las oportunidades de estar presente tambien en los medios seculares.
Los medios están contribuyendo ya de muchas formas al enriquecimiento espiritual, por ejemplo en los numerosos programas especiales que se transmiten a nivel mundial por medio de satélites durante este año del Gran Jubileo. En otros casos, sin embargo, expresan la indiferencia y hasta la hostilidad que existe en ciertos sectores de la cultura secular hacia Cristo y su mensaje. Es necesario un cierto tipo de "examen de conciencia" por parte de los medios, que conduzca a una mayor conciencia crítica sobre esa tendencia a un escaso respeto por la religiosidad y las convicciones morales de la gente.
Una forma implícita de proclamación del Señor puede hacerse a través de producciones mediáticas que respondan a las auténticas necesidades humanas, especialmente aquéllas de los débiles, los necesitados y los marginados. Pero además de la proclamación implícita, los comunicadores cristianos deben buscar modos de hablar explícitamente de Jesús muerto y resucitado y de su triunfo sobre el pecado y la muerte, en formas adecuadas a los medios que se usen y a la capacidad del público.
Realizar esto con acierto requiere capacidad y entrenamiento profesional. Pero también requiere algo más. Para testimoniar a Cristo es necesario encontrarse personalmente con él y cultivar esa relación a través de la oración, la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación, leyendo y meditando la Palabra de Dios, estudiando la doctrina cristiana y sirviendo a los demás. Si todo ello es auténtico, será mucho más por obra del Espíritu que nuestra.
Proclamar a Cristo no es sólo un deber sino un privilegio. "El paso de los creyentes hacia el tercer milenio no se resiente absolutamente del cansancio que el peso de dos mil años de historia podría llevar consigo; los cristianos se sienten más bien alentados al ser conscientes de llevar al mundo la luz verdadera, Cristo Señor. La Iglesia, al anunciar a Jesús de Nazaret, verdadero Dios y Hombre perfecto, abre a cada ser humano la perspectiva de ser "divinizado" y, por tanto, de hacerse así más hombre." (Incarnationis Mysterium, 2).
El Gran Jubileo del aniversario número 2000 del nacimiento de Jesús en Belén, debe ser una oportunidad y un desafío para que los discípulos del Señor demos testimonio en y a través de los medios, de la extraordinaria y consoladora Buena Noticia de nuestra salvación. Que en este "Año de Gracia" los medios den voz a Jesús mismo, con claridad y alegría, con fe, esperanza y amor. Proclamar a Cristo en los medios al alba del nuevo milenio no es sólo parte sustancial de la misión evangelizadora; constituye también un enriquecimiento vital, inspirador y lleno de esperanza para el propio mensaje de los medios.
Que Dios bendiga abundantemente a todos aquéllos que honran y proclaman a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, en el vasto mundo de los medios de comunicación social.
24 de enero del 2000
JOANNES PAULUS II