4. Cristo responde a su joven interlocutor del Evangelio. El le dice: "Nadie
es bueno sino sólo Dios". Hemos oído ya lo que el otro preguntaba.
"Maestro bueno "qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?". ¿Cómo
actuar, a fin de que mi vida tenga sentido, pleno sentido y valor? Nosotros podemos
traducir así su pregunta en el lenguaje de nuestro tiempo. En este contexto la respuesta
de Cristo quiere decir: sólo Dios es el último fundamento de todos los valores;
sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana.
Sólo Dios es bueno, lo cual significa; en El y sólo en El todos los valores tienen su
primera fuente y su cumplimiento final; en El "el alfa y la omega, el principio y el
fin" (11). Solamente en El hallan su autenticidad y
confirmación definitiva. Sin El -sin la referencia a Dios- todo el mundo de los
valores creados queda como suspendido en un vacío absoluto, pierde su
transparencia y expresividad. El mal se presenta como bien y el bien es descartado. ¿No
nos indica esto mismo la experiencia de nuestro tiempo, dondequiera que Dios ha sido
eliminado del horizonte de las valoraciones, de los criterios, de los actos?
¿Por qué sólo Dios es bueno? Porque El es amor. Cristo da esta respuesta con
las palabras del Evangelio, y sobre todo con el testimonio de la propia vida y muerte:
"Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo" (12). Dios es bueno porque "es amor" (13).
La pregunta sobre el valor, la pregunta sobre el sentido de la vida -lo hemos dicho- forma
parte de la riqueza particular de la juventud. Brota de lo más profundo de las
riquezas y de las inquietudes, que van unidas al proyecto de vida que se debe asumir y
realizar. Más todavía cuando la juventud es probada por el sufrimiento personal o es
profundamente consciente del sufrimiento ajeno; cuando experimenta una fuerte sacudida
ante las diversas formas del mal que existe en el mundo; y finalmente cuando se pone
frente al misterio del pecado, de la iniquidad humana (mysterium iniquitatis) (14). La respuesta de Cristo equivale a: sólo Dios es bueno,
sólo Dios es amor. Esta respuesta puede parecer difícil, pro a la vez es firme y
verdadera; lleva en sí la solución definitiva. Ruego insistentemente, a fin de
que vosotros, jóvenes amigos, escuchéis esta respuesta de Cristo de modo verdaderamente
personal, para que encontréis el camino interior que os ayude a comprenderla, para
aceptarla y hacerla realidad.
Así es Cristo en la conversación con el joven. Así es en el coloquio con cada uno y
cada una de vosotros. Cuando le preguntáis: "Maestro bueno ...", El pregunta:
"¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios". Como si dijera: el
hecho de que yo sea bueno da testimonio de Dios. "El que me ha visto a mí ha
visto al Padre" (15). Así habla Cristo, maestro y amigo,
Cristo crucificado y resucitado el mismo ayer hoy y por los siglos (16).
Este es el núcleo, el punto esencial de la respuesta a las preguntas que vosotros,
jóvenes, hacéis a El mediante la riqueza que hay en vosotros y que está arraigada en
vuestra juventud. Esta abre ante vosotros diversas perspectivas, os ofrece como tarea el
proyecto de una vida entera. De ahí la pregunta sobre los valores; de ahí la pregunta
sobre el sentido, sobre la verdad, sobre el bien y el mal. Cuando Cristo al responderos os
manda referir todo esto a Dios, os indica a la vez cuál es la fuente de ello y
el fundamento que está en vosotros. En efecto, cada uno de vosotros es imagen y
semejanza de Dios por el hecho mismo de la creación (17).
Tal imagen y semejanza hace precisamente que os pongáis estas preguntas que os
debéis plantear. Ellas demuestran hasta qué punto el hombre sin Dios no puede
comprenderse a sí mismo ni puede tampoco realizarse sin Dios. Jesucristo ha
venido al mundo ante todo para hacer a cada uno de nosotros conscientes de ello. Sin El
esta dimensión fundamental de la verdad sobre el hombre caería fácilmente en la
oscuridad. Sin embargo, "vino la luz al mundo" (18),
"pero las tinieblas no la acogieron" (19).
LA PREGUNTA SOBRE LA VIDA ETERNA
5. ¿Qué he de hacer para que la vida tenga valor, tenga sentido? Esta pregunta
apasionante, en boca del joven del Evangelio suena así: "¿qué he de hacer para
alcanzar la vida eterna?". El hombre que pone la pregunta de esta manera ¿habla
un lenguaje comprensible para los hombre de hoy? ¿No somos nosotros la generación a la
que el mundo y el progreso temporal llenan completamente el horizonte de la
existencia? Nosotros pensamos ante todo con categorías terrenas.
Si superamos los confines de nuestro planeta, lo hacemos para inaugurar los vuelos
interplanetarios, para transmitir señales a otros planetas y enviar hacia ellos sondas
cósmicas.
Todo esto se ha convertido en el contenido de nuestra civilización moderna. La
ciencia junto con la técnica ha descubierto de modo inigualable las posibilidades del
hombre con respecto a la materia, y ha conseguido también dominar el mundo interior
de su pensamiento, de sus capacidades, tendencias y pasiones.
Pero a la vez es claro que, cuando nos ponemos ante Cristo, cuando El se convierte
en el confidente de los interrogantes de nuestra juventud, no podemos poner una
pregunta diversa de la del joven del Evangelio: "¿Qué he de hacer para alcanzar
la vida eterna?". Cualquier otra pregunta sobre el sentido y valor de nuestra vida
sería, ante Cristo, insuficiente y no esencial.
En efecto, Cristo no sólo es el "maestro bueno" que indica los caminos de la
vida sobre la tierra. El es el testigo de aquellos destinos definitivos que
el hombre tiene en Dios mismo. El es el testigo de la inmortalidad del hombre. El
Evangelio que El anunciaba con su voz está sellado definitivamente con la cruz y la
resurrección en el misterio pascual. "Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no
muere, la muere no tiene ya dominio sobre El" (20). En su
resurrección Cristo se ha convertido también en un permanente "signo de
contradicción" (21) frente a todos los programas
incapaces de conducir al hombre más allá de las fronteras de la muerte. Más
aún, ellos con este confín eliminan toda pregunta del hombre sobre el valor y el sentido
de la vida. Frente a todos estos programas, a los modos de ver el mundo y a las
ideologías, Cristo repite constantemente: "Yo soy la resurrección y la vida" (22).
Por tanto, si tú, querido hermano y querida hermana, quieres hablar con Cristo
adhiriéndote a toda la verdad de su testimonio, por una parte has de "amar al
mundo"; porque Dios "tanto amó al mundo", que le dio a su Hijo
Unigénito" (23) y, al mismo tiempo, has de conseguir
el desprendimiento interior respecto a toda esta realidad rica y apasionante que es
"el mundo". Has de decidirte a plantearte la pregunta sobre la vida eterna.
En efecto, "pasa la apariencia de este mundo" (24),
y cada uno de nosotros estamos sometidos a este pasar. El hombre nace con la perspectiva
del día de su muerte en la dimensión del mundo visible; y al mismo tiempo el hombre,
para quien la razón interior de ser consiste en superarse a sí mismo, lleva consigo
también todo aquello con lo que supera al mundo.
Todo aquello con que el hombre supera en sí mismo al mundo -aún estando radicado en él-
se explica por la imagen y semejanza de Dios que está inscrita en el ser humano desde el
principio. Y todo esto con lo que el hombre supera al mundo no solamente justifica el
interrogante sobre la vida eterna, sino que, incluso, lo hace indispensable. Esta es
la pregunta que los hombres se plantean desde hace tiempo, y no sólo en el ámbito del
mundo cristiano, sino también fuera de él. Vosotros debéis tener también el valor de
ponerla como el joven del Evangelio. El cristianismo nos enseña a comprender la
temporalidad desde la perspectiva del reino de Dios, desde la perspectiva de la vida
eterna. Sin ella, la temporalidad, incluso la más rica o la más formada en todos los
aspectos, al final lleva al hombre sólo a la inevitable necesidad de la muerte.
Ahora bien, existe una antinomia entre la juventud y la muerte. La muerte parece
estar lejos de la juventud. Y así es. Más, aún, dado que la juventud significa el
proyecto de toda la vida, construido según el criterio del sentido y del valor, también
durante la juventud se hace indispensable la pregunta sobre el final. La
experiencia humana dejada a sí misma, da la misma respuesta que la Sagrada Escritura:
"Está establecido morir una vez" (25). Y el
escritor inspirado añade: "Después de esto viene el juicio" (26). Y Cristo dice: "Yo soy la resurrección y la vida; el
que crea en mí, aunque muera, vivirá" (27). Preguntad,
por tanto, a Cristo como el joven del Evangelio: "¿Qué he de hacer para alcanzar la
vida eterna?".
SOBRE LA MORAL Y LA CONCIENCIA
6. A este interrogante Jesús responde: "Ya sabes los mandamientos", y a
continuación enumera dichos mandamientos que forman parte del Decálogo. Moisés los
había recibido sobre el monte Sinaí en el momento de la Alianza entre Dios e Israel.
Estos fueron escritos sobre tablas de piedra (28) y
constituían para todo israelita una diaria indicación del camino (29).
El joven que habla con Cristo conoce naturalmente de memoria los mandamientos del
Decálogo; es más, puede decir con alegría: "Todo esto lo he guardado desde mi
juventud" (30).
Hemos de suponer que en este diálogo que Cristo sostiene con cada uno de vosotros,
jóvenes, se repita la misma pregunta: ¿Sabes los mandamientos? Esta se repetirá
infaliblemente, porque los mandamientos forman parte de la Alianza entre Dios y la
humanidad. Los mandamientos determinan las bases esenciales del comportamiento, deciden el
valor moral de los actos humanos, permanecen en relación orgánica con la
vocación del hombre a la vida eterna, con la instauración del
Reino de Dios en los hombres y entre los hombres. En la palabra de la Revelación divina
está escrito con claridad el código de la moralidad del cual permanecen como
punto clave las tablas del Decálogo del monte Sinaí y cuyo ápice se encuentra en el
Evangelio: en el sermón de la montaña (31) y en el
mandamiento del amor (32).
Este código de moralidad encuentra al mismo tiempo otra redacción. Dicho código está
inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no
conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, "son para sí mismo
Ley" (33). Así lo escribe San Pablo en la carta a los
Romanos; y añade a continuación: "Con esto muestran que los preceptos de la Ley
están inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia" (34).
Tocamos aquí problemas de suma importancia para vuestra juventud y para el proyecto de
vida que de ella emerge.
Dicho proyecto se conforma con la perspectiva de la vida eterna en primer lugar a
través de la verdad de las obras sobre las que será construido. La verdad de las
obras halla su fundamento en aquella doble redacción de la ley moral: la que se encuentra
escrita en las tablas del Decálogo de Moisés y en el Evangelio, y la que está esculpida
en la conciencia moral del hombre. Y la conciencia se presenta como testigo de aquella
ley, como escribe San Pablo. Esta conciencia -según las palabras de la carta a los
Romanos- son " las sentencias con que ente sí unos y otros se acusan o se
excusan" (35). Cada uno sabe hasta qué punto estas
palabras corresponden a nuestra realidad interior; cada uno de nosotros desde la juventud
experimenta la voz de la conciencia.
Por tanto, cuando Jesús en el coloquio con el joven enumera los mandamientos: "No
matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás,
honra a tu padre y a tu madre" (36), la recta conciencia
responde a las respectiva obras del hombre con una reacción interior; ella acusa o
excusa. Hace falta, sin embargo, que la conciencia no esté desviada; hace falta que
la formulación fundamental, de los principios de la moral no ceda a la deformación
bajo la acción de cualquier tipo de relativismo o utilitarismo.
¡Queridos jóvenes amigos! La respuesta que Jesús da a su interlocutor del Evangelio se
dirige a cada un y a cada una de vosotros. Cristo os interroga sobre el estado de
vuestra sensibilidad moral y pregunta al mismo tiempo sobre el estado de vuestras
conciencias. Es ésta una pregunta clave para el hombre; es el interrogante
fundamental de vuestra juventud, válida para todo el proyecto de vida que, precisamente,
ha de construirse durante la juventud, Su valor es el que está más estrechamente unido a
la relación que cada uno de vosotros tiene respecto al bien y al mal moral. El
valor de este proyecto depende en modo esencial de la autenticidad y de la rectitud de
vuestra conciencia. Depende también de su sensibilidad.
De esta manera nos hallamos aquí en un momento crucial, en el que temporalidad y
eternidad se encuentran a cada paso a un nivel que es propio del hombre. Es el nivel de la
conciencia, el nivel de los valores morales, ésta es la dimensión más importante
de la temporalidad y de la historia. En efecto, la historia se escribe no sólo con los
acontecimientos que se suceden en cierta manera "desde fuera" sino que está
inscrita antes que nada "desde dentro": es la historia de la conciencia
humana, de las victorias o de las derrotas morales. Aquí encuentra también su
fundamento la esencial grandeza del hombre; su dignidad auténticamente humana. Este es el
tesoro interior con el que el hombre se supera constantemente a sí mismo en dirección a
la eternidad. Si es verdad que "está establecido que los hombres mueren una sola
vez" es también verdad que el tesoro de la conciencia, el depósito del bien y del
mal, lo lleva el hombre mas allá de la frontera de la muerte para que, en presencia de Aquél
que es la santidad misma, encuentre la última y definitiva verdad sobre toda su vida;
"Después de esto viene el juicio" (37).
Así sucede precisamente con la conciencia: en la verdad interior de nuestros actos se
halla, en un cierto sentido, constantemente presente la dimensión de la vida eterna. Y a
la vez la misma conciencia, a través de los valores morales, imprime el sello más
expresivo en la vida de las generaciones, en la historia y en la cultura de los ambientes
humanos, de la sociedad, de las naciones y de la humanidad entera.
¡Cuánto depende en este campo de cada uno y de cada una de vosotros!