Juan Pablo II
Para perpetua memoria
1. Entre los cometidos de las Academias fundadas por los Romanos Pontífices en el decurso de los siglos destaca la investigación en filosofía y teología.
En mi reciente carta encíclica Fides et ratio atribuí gran importancia al diálogo entre la teología y la filosofía, y expuse claramente mi aprecio por el pensamiento de santo Tomás de Aquino, reconociendo su perenne novedad (cf. nn. 43-44).
Con razón, a santo Tomás se le puede llamar «apóstol de la verdad» (n. 44). En efecto, la intuición del doctor Angélico radica en la certeza de que existe una armonía fundamental entre la fe y la razón (cf. n. 43): «Es necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación divina; más aún, debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma conceptual y argumentativa» (n. 66).
2. En el alba del tercer milenio, muchas condiciones culturales han cambiado. Se notan profundizaciones de gran importancia en el campo de la antropología, pero sobre todo cambios sustanciales en el modo mismo de comprender la condición del hombre frente a Dios, frente a los demás hombres y frente a la creación entera. Ante todo, el mayor desafío de nuestra época brota de la vasta y progresiva separación entre la fe y la razón, entre el Evangelio y la cultura. Los estudios dedicados a este inmenso campo se multiplican día tras día en el marco de la nueva evangelización. En efecto, el anuncio de la salvación encuentra muchos obstáculos, que brotan de conceptos erróneos y de una grave falta de formación adecuada.
3. Un siglo después de la promulgación de la carta encíclica Aeterni Patris de mi predecesor el Papa León XIII, que marcó el inicio de un nuevo desarrollo en la renovación de los estudios filosóficos y teológicos, y en las relaciones entre la fe y la razón, quiero dar nuevo impulso a las Academias pontificias que actúan en este campo, teniendo en cuenta el pensamiento y las orientaciones actuales, así como las necesidades pastorales de la Iglesia.
Por consiguiente, reconociendo la obra llevada a cabo durante siglos por parte de los miembros de la Academia Pontificia Teológica Romana y de la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino y de Religión Católica, he decidido renovar los Estatutos anexos de esas Academias pontificias, a fin de que puedan desempeñar con mayor eficacia su cometido en el campo filosófico-teológico, para favorecer la misión pastoral del Sucesor de Pedro y de la Iglesia universal.
4. «Doctor humanitatis» es el nombre que di a santo Tomás de Aquino porque siempre estaba dispuesto a acoger los valores de todas las culturas (Discurso a los participantes en el VIII congreso tomista internacional, 13 de septiembre de 1980: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de enero de 1981, p. 7). En las condiciones culturales de nuestro tiempo parece muy oportuno desarrollar cada vez más esta parte de la doctrina tomista que trata de la humanidad, dado que sus afirmaciones sobre la dignidad de la persona humana y sobre el uso de su razón, perfectamente acorde con la fe, convierten a santo Tomás en maestro para nuestro tiempo. En efecto, los hombres, sobre todo en el mundo actual, están preocupados por este interrogante: ¿qué es el hombre? Al usar el apelativo «doctor humanitatis», sigo las directrices del concilio ecuménico Vaticano II sobre el uso de la doctrina del Aquinate tanto en la formación filosófica y teológica de los sacerdotes (cf. decreto Optatam totius, 16), como en la profundización en la armonía y la concordia entre la fe y la razón en las universidades (cf. declaración Gravissimum educationis, 10).
En mi carta encíclica Fides et ratio, publicada recientemente, quise recordar la promulgación, por obra de mi predecesor León XIII, de la carta encíclica Aeterni Patris (4 de agosto de 1879: ASS 11 [1878-1879] 97-115): «El gran Pontífice recogió y desarrolló las enseñanzas del concilio Vaticano I sobre la relación entre fe y razón, mostrando cómo el pensamiento filosófico es una aportación fundamental para la fe y la ciencia teológica. Más de un siglo después, muchas indicaciones de aquel texto no han perdido nada de su interés, tanto desde el punto de vista práctico como pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor incomparable de la filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el pensamiento del doctor Angélico era para el Papa León XIII el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de la fe» (n. 57). Esa carta, realmente memorable, tenía como título: «Carta encíclica sobre la restauración de la filosofía cristiana en las escuelas católicas según el pensamiento de santo Tomás de Aquino, doctor Angélico».
El mismo León XIII, para que las directrices de esa encíclica fueran puestas en práctica, creó la Academia Romana de Santo Tomás de Aquino (cf. carta apostólica Iampridem dirigida al cardenal Antonino De Luca, 15 de octubre de 1879). Al año siguiente, escribió a los cardenales puestos al frente de la nueva Academia, congratulándose por el inicio de los trabajos (cf. carta apostólica del 21 de noviembre de 1880). Después de 15 años aprobó sus Estatutos y emanó ulteriores normas (cf. breve apostólico Quod iam inde, del 9 de mayo de 1895). San Pío X, con la carta apostólica In praecipuis laudibus, del 23 de enero de 1904, confirmó los privilegios y el reglamento de la Academia. Los Estatutos fueron revisados y completados con la aprobación de los Romanos Pontífices Benedicto XV (el 11 de febrero de 1916) y Pío XI, que el 10 de enero de 1934 vinculó a ella la Academia Pontificia de Religión Católica, la cual, en circunstancias entonces muy diversas, había sido fundada en el año 1801 por el reverendo Giovanni Fortunato Zamboni. Me complace recordar a Achille Ratti (1882) y a Giovanni Battista Montini (1922) que, siendo jóvenes sacerdotes, obtuvieron en esta Academia Romana de Santo Tomás el doctorado en filosofía tomista y luego fueron llamados al sumo pontificado, asumiendo los nombres de Pío XI y Pablo VI.
Para hacer realidad los deseos manifestados en mi carta encíclica, me ha parecido oportuno renovar los Estatutos de la Academia Pontificia de Santo Tomás, a fin de que sea instrumento eficaz para bien de la Iglesia y de la humanidad entera. En las actuales circunstancias culturales, antes descritas, resulta conveniente, e incluso necesario, que esta Academia sea como un foro central e internacional para estudiar mejor y con más esmero la doctrina de santo Tomás, de modo que el realismo metafísico del actus essendi, que impregna toda la filosofía y la teología del doctor Angélico, pueda entrar en diálogo con los múltiples impulsos de la investigación y de la doctrina actuales.
Por tanto, yo, con plena conciencia y madura deliberación, y en la plenitud de mi potestad apostólica, en virtud de esta carta, apruebo a perpetuidad los Estatutos de la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino, legítimamente elaborados y revisados, y les confiero la fuerza de la aprobación apostólica.
5. La Iglesia, Maestra de verdad, ha cultivado sin cesar el estudio de la teología y se ha esforzado por lograr que tanto los clérigos como los fieles, especialmente los llamados al ministerio teológico, estén realmente preparados en ella. Al inicio del siglo XVIII, bajo los auspicios de mi predecesor Clemente XI, se fundó en Roma la Academia Teológica, como sede de las disciplinas sagradas, donde se formaran los espíritus nobles, a fin de que de ella brotaran, como de una fuente, frutos abundantes para la causa católica. Así, ese Sumo Pontífice, con carta del 23 de abril de 1718, instituyó canónicamente este centro de estudios y lo colmó de privilegios. Luego, Benedicto XIII, otro de mis predecesores, que, siendo cardenal, «summa cum animi (...) iucunditate» (cf. carta apostólica del 6 de mayo de 1726) participó en las asambleas y en las actividades de esta Academia, destacó «cuánto esplendor y gloria proporcionaría no sólo a la ciudad de Roma sino también a todo el mundo cristiano, si la Academia se viera fortalecida con nuevas y mayores fuerzas, para que se sostuviera más firmemente y pudiera realizar progresos continuos» (cf. ib.). Este Pontífice no sólo aprobó la Academia que Clemente XI había instituido, sino también la colmó de su benevolencia y de sus dones. Después, Clemente XIV, reconociendo los grandes y abundantes frutos producidos por la Academia Teológica, con la autoridad apostólica aprobó, el 26 de octubre de 1838, los Estatutos sabiamente elaborados. Sin embargo, ahora me ha parecido conveniente que se revisaran esas leyes, a fin de que sean más aptas para lo que exige nuestro tiempo. La misión principal de la teología, hoy, consiste en promover el diálogo entre la Revelación y la doctrina de la fe, y en presentar su comprensión cada vez más profunda. Por ello, acogiendo las sugerencias que me han dirigido para que aprobara estas nuevas leyes, con la intención de que esta ilustre sede de estudios se siga desarrollando, en virtud de esta carta, y a perpetuidad, apruebo los Estatutos de la Academia Teológica Pontificia, legítimamente elaborados y revisados, y les confiero la fuerza de la aprobación apostólica.
6. Todo lo que he decretado en esta carta, dada motu propio, ordeno que tenga valor estable y duradero, no obstante cualquier disposición contraria.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 28 de enero, memoria de santo Tomás de Aquino, del año 1999, vigésimo primero de mi pontificado.