1. Una voz de mujer nos guía hoy en la oración de alabanza al Señor de la vida. De hecho, en la narración del Primer Libro de Samuel, Ana es la persona que entona el himno que acabamos de proclamar, después de haber ofrecido al Señor a su niño, el pequeño Samuel. Será profeta en Israel y marcará con su acción la transición del pueblo judío a una nueva forma de gobierno, la monárquica, que tendrá como protagonistas al desventurado rey Saúl y al glorioso rey David. Ana tenía a sus espaldas una historia de sufrimientos, pues, como dice la narración, el Señor le había «hecho estéril el vientre». (1 Samuel 1, 5).
En el antiguo Israel, la mujer estéril era considerada como una rama seca, una presencia muerta, en parte porque impedía al marido tener una continuidad en el recuerdo de las sucesivas generaciones, un dato importante en una visión todavía incierta y nebulosa del más allá.
2. Ana, sin embargo, había puesto su confianza en el Dios de la vida y elevó esta plegaria: «Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no te olvides de tu sierva y dale un hijo varón, yo lo entregaré al Señor por todos los días de su vida» (versículo 11). Y Dios acogió el grito de esta mujer humillada, dándole precisamente a Samuel: el tronco seco produjo así un retoño vivo (cf. Isaías 11, 1); lo que era imposible a los ojos humanos se convirtió en una realidad palpitante en aquel niño que debía consagrar al Señor.
El canto de acción de gracias que salió de los labios de esta madre será reelaborado por otra madre, María, quien permaneciendo virgen, dará a luz por obra del Espíritu de Dios. De hecho, el «Magnificat» de la Madre de Jesús deja traslucir el cántico de Ana, que precisamente por este motivo es llamado el «Magnificat del Antiguo Testamento».
3. En realidad los expertos explican que el autor sagrado puso en boca de Ana una especie de salmo real, tejido de citaciones y alusiones a otros salmos.
Aparece en primer plano la imagen del rey judío, asaltado por adversarios más poderosos, pero que al final es salvado y triunfa, pues a su lado el Señor rompe el arco de los fuertes (cf. 1 Samuel 2, 4). Es significativo el final del canto, cuando en una solemne epifanía, entra en escena el Señor: «desbarata a sus contrarios, el Altísimo truena desde el cielo, el Señor juzga hasta el confín de la tierra. Él da fuerza a su Rey, exalta el poder de su Mesías» (v. 10). En hebreo, la última palabra es precisamente «mesías», es decir, «ungido», perimitiendo transformar esta oración real en un canto de esperanza mesiánica.
4. Quisiéramos subrayar dos términos en este himno de acción de gracias que expresa los sentimientos de Ana. El primero dominará también en el «Magnificat» de María y es la rehabilitación de los destinos realizada por Dios. Los fuertes son humillados, los débiles «se ciñen de vigor», los hartos buscan el pan dessperadamente, mientras los hambrientos se sientan en un banquete suntuoso; el pobre es arrancado del polvo y recibe «un trono de gloria» (cf. versículos 4. 8).
Es fácil percibir
en esta antigua oración el hilo conductor de
las siete acciones que María ve realizadas
en la historia de Dios Salvador: «Desplegó
la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios...,
derribó a los potentados de sus tronos y exaltó
a los humildes; a los hambrientos colmó de
bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió
a Israel, su siervo» (Lucas 1, 51-54).
Es una profesión de fe pronunciada por las
madres ante el Señor de la historia, que se
pone en defensa de los últimos, de los miserables
e infelices, de los ofendidos y humillados.
5. El otro tema que queremos subrayar se relaciona todavía más con la figura de Ana: «la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía» (1 Samuel 2, 5). El Señor que trastoca los destinos es también el origen de la vida y de la muerte. El vientre estéril de Ana era semejante a una tumba; y sin embargo Dios pudo hacer germinar la vida, pues «Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre» (Job 12, 10). En este sentido, se canta inmediatamente después: «El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta» (1 Samuel 2, 6).
Al llegar a este punto, la esperanza no sólo afecta a la vida del niño que nace, sino también a la que Dios puede hacer brotar después de la muerte. Se abre así un horizonte casi «pascual» de resurrección. Cantará Isaías: «Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras» (Isaías 26, 19).
Audiencia del Miércoles 20 de marzo del 2002