1. «El Señor reina». Esta aclamación, inicio del Salmo 98 que acabamos de escuchar, revela su tema fundamental y su género literario característico. Se trata de un canto del pueblo de Dios al Señor, que gobierna el mundo y la historia como soberano trascendente y supremo. Se relaciona con otros himnos análogos --los Salmos 95-97--, sobre los que ya hemos reflexionado, que la Liturgia de los Laudes presenta como oración ideal para la mañana.
De hecho, al comenzar el día, el fiel sabe que no está abandonado a la merced de la casualidad ciega y oscura, ni abocado a la incertidumbre de su libertad, ni dependiente de las decisiones de otro, ni dominado por las vicisitudes de la historia. Sabe que, por encima de toda realidad terrena, está el Creador y Salvador en su grandeza, santidad y misericordia.
2. Los expertos presentan varias hipótesis sobre el uso que se hacía de este Salmo en la liturgia del templo de Sión. De todos modos, tiene el sabor de una alabanza contemplativa que se eleva hacia el Señor, sentado en su gloria celeste ante los pueblos y la tierra (Cf. versículo 1). Y, sin embargo, Dios se hace presente en un espacio y en medio de una comunidad, es decir, en Jerusalén (Cf. v. 2), mostrando que es «Dios-con-nosotros».
El salmista atribuye a Dios siete títulos solemnes en los primeros versículos: es rey, grande, encumbrado, terrible, santo, poderoso, justo (Cf. versículos 1-4). A continuación, Dios es presentado también con el calificativo de paciente (versículo 8). Se subraya la santidad de Dios: en tres ocasiones se repite --como en forma de antífona-- que es «santo» (versículos 3. 5. 9). El término indica, en el lenguaje bíblico, sobretodo la trascendencia divina. Dios es superior a nosotros, y está infinitamente por encima de cualquier otra criatura. Esta trascendencia, sin embargo, no hace de él un soberano impasible y extraño: cuando es invocado, responde (Cf. versículo 6). Dios es aquel que puede salvar, el único que puede liberar a la humanidad del mal y de la muerte. De hecho, administra la justicia y ejerce el derecho en Jacob (versículo 4).
3. Los Padres de la Iglesia han reflexionado mucho sobre la santidad de Dios, ensalzando la inaccesibilidad divina. Sin embargo, este Dios trascendente y santo se ha hecho cercano al hombre. Es más, como dice san Ireneo, se «acostumbró» al hombre en el Antiguo Testamento, manifestándose con apariciones y hablando por medio de los profetas, mientras que el hombre se «acostumbraba» a Dios aprendiendo a seguirle y obedecerle. Es más, san Efrén en uno de sus himnos subraya que a través de la encarnación «el Santo puso su morada en el vientre [de María] de manera corporal/ ahora toma su morada en la mente de manera espiritual» (Himnos sobre la Natividad, 4,130). Además, por el don de la Eucaristía, en analogía con la encarnación, «la Medicina de Vida ha bajado de lo alto/ para morar en aquellos que son dignos./ Después ha entrado,/ ha tomado su morada en nosotros,/ de este modo nos santificamos a nosotros mismos dentro de él» (Himnos conservados en armenio, 47,27.30).
4. Este profundo lazo entre «santidad» y cercanía de Dios es desarrollado también en el Salmo 98. De hecho, después de haber contemplado la perfección absoluta del Señor, el Salmista recuerda que Dios estaba en contacto continuo con su pueblo a través de Moisés y Aarón, sus mediadores, así como con Samuel, su profeta. Hablaba y era escuchado, castigaba los delitos pero también perdonaba.
El signo de esta presencia en medio del pueblo era «el estrado de sus pies», es decir, el trono del arca del templo de Sión (Cf. versículos 5-8). El Dios santo e invisible se hacía, por tanto, disponible a su pueblo a través de Moisés el legislador, Aarón el sacerdote, Samuel el profeta. Se revelaba en palabras y hechos de salvación y de juicio, y estaba presente en Sión a través del culto celebrado en el templo.
5. Se podría decir, entonces, que el Salmo 98 se realiza hoy en la Iglesia, sede de la presencia del Dios santo y trascendente. El Señor no se ha retirado en el espacio inaccesible de su misterio, indiferente a nuestra historia y a nuestras expectativas. «Viene a juzgar la tierra. Juzgará el orbe con justicia y a los pueblos con equidad» (Salmo 97, 9).
Dios se ha hecho presente entre nosotros sobretodo en su Hijo, hecho uno de nosotros para infundir en nosotros su vida y santidad. Por este motivo, ahora no nos acercamos a Dios con terror, sino con confianza. Tenemos en Cristo al sumo sacerdote santo, inocente, sin mancha. «Puede salvar perfectamente a los que por él llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder a su favor» (Hebreos 7, 25). Nuestro canto, entonces, se llena de serenidad y de alegría: exalta al Señor rey, que mora entre nosotros, enjugando las lágrimas de nuestros ojos (Cf. Apocalipsis 21, 3-4).
Audiencia del Miércoles 27 de noviembre 2002