1. «Decid a los pueblos: "el Señor es rey"». Esta exhortación del Salmo 95 (versículo 10), que acabamos de proclamar, presenta por así decir el tono con el que se modula todo el himno. Se trata de uno de los así llamados «Salmos del Señor rey», que comprenden los Salmos 95 a 98, además del 46 y el 92.
En el pasado, ya tuvimos la oportunidad de comentar el Salmo 92, y sabemos que estos cánticos se centran en la grandiosa figura de Dios, que rige todo el universo y gobierna la historia de la humanidad.
También el Salmo 95 exalta tanto al Creador de los seres, como al Salvador de los pueblos: Dios «afianzó el orbe, y no se moverá; juzga a los pueblos rectamente» (versículo 10). Es más, en el original hebreo el verbo traducido por «juzgar» significa, en realidad, «gobernar»: de este modo se tiene la certeza de que no quedamos abandonados a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que estamos siempre en manos de un Soberano justo y misericordioso.
2. El Salmo comienza con una invitación festiva a alabar a Dios, invitación que se abre inmediatamente a una perspectiva universal: «Cantad al Señor, toda la tierra » (versículo 1). Los fieles son invitados a contar la gloria de Dios «a los pueblos» y después a dirigirse a «todas las naciones» para proclamar «sus maravillas» (versículo 3). Es más, el salmista interpela directamente a las «familias de los pueblos» (versículo 7) para invitar a dar gloria al Señor. Por último, pide a los fieles que digan «a los pueblos: el Señor es rey» (versículo 10), y precisa que el Señor «juzga a los pueblos» (versículo 10). Es muy significativa esta apertura universal por parte de un pueblo pequeño aplastado entre grandes imperios. Este pueblo sabe que su Señor es el Dios del universo y que «los dioses de los gentiles son apariencia» (versículo 5).
El Salmo está encuadrado por dos panoramas. El primero (Cf. Versículos 1-9) comprende una solemne epifanía del Señor «en su santuario» (v. 6), es decir, el templo de Sión. Esta precedida y seguida por los cantos y los ritos de sacrificio de la asamblea de los fieles. Discurre apremiante el flujo de la alabanza frente a la majestad divina: «Cantad al Señor un cántico nuevo... cantad... cantad... bendecid... proclamad su victoria.... contad su gloria... sus maravillas... aclamad su gloria... entrad en sus atrios trayéndole ofrendas... postraos» (versículos 1-3.7-9). El gesto fundamental frente al Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación es, por tanto, el canto de adoración, de alabanza y de bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia cotidiana y en nuestra oración personal.
3. En el centro de este canto coral, nos encontramos ante una declaración contra la idolatría. La oración se convierte, así, en un camino para alcanzar al pureza de la fe, según la conocida máxima «lex orandi, lex credendi»: la norma de la verdadera oración es también norma de fe, es una lección sobre la verdad divina. Ésta, de hecho, puede descubrirse precisamente a través de la íntima comunión con Dios alcanzada en la oración.
El Salmista proclama: «Grande es el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo» (versículos 4-5). A través de la liturgia y la oración, se purifica la fe de toda degeneración, se abandonan aquellos ídolos a los que sacrificamos con facilidad algo de nosotros mismos durante la vida cotidiana, se pasa del miedo ante la trascendente justicia de Dios a la experiencia viva de su amor.
4. Llegamos así al segundo panorama abierto por el salmo, que comienza con la proclamación de la realeza del Señor (Cf. versículos 10-13). Ahora se dirige al universo, incluso en sus elementos más misteriosos y oscuros, como el mar según la antigua concepción bíblica: «Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra » (versículos 11-13).
Como dirá san Pablo, incluso la naturaleza, junto con el hombre «espera impacientemente... ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Romanos 8,19.21).
Al llegar a este momento, quisiéramos dejar espacio a la relectura cristiana de este Salmo, realizada por los Padres de la Iglesia, que en él han visto una prefiguración de la Encarnación y de la Crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo.
5. De este modo, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del año 380, san Gregorio Nacianceno retoma algunas expresiones del Salmo 95: «Cristo nace, ¡glorificadle! Cristo baja del cielo, ¡salid a recibirle! Cristo está sobre la tierra, ¡lavaos! "Cantad al Señor, toda la tierra" (versículo 1), y para unir los dos conceptos, "que se alegre el cielo y exulte la tierra" (versículo 11) con aquél que es celestial, pero que se ha hecho terrestre» («Homilías sobre la Natividad» --«Omelie sulla natività»--, Discurso 38, 1, Roma 1983, p. 44).
De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Es más, aquel que reina, «haciéndose terrestre», reina precisamente en la humillación de la Cruz. Es significativo el que muchos en tiempos antiguos leyeran el versículo 10 de este Salmo con una sugerente asociación cristológica: «El Señor reinó desde el madero».
Por este motivo, ya la Carta de Bernabé enseñaba que «el reino de Jesús está sobre el madero» (VIII, 5: «Los Padres Apostólicos» --«I Padri Apostolici»--, Roma 1984, p. 198) y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a exultar porque «el Señor reinó desde el madero» de la Cruz («Los apologetas griegos» --«Gli apologeti greci»--, Roma 1986, p. 121).
En este ambiente floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, «Vexilla regis», en el que exalta a Cristo que reina desde lo alto de la Cruz, trono de amor, no de dominio: «Regnavit a ligno Deus». Jesús, de hecho, en su existencia terrena ya había advertido: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Marcos 10, 43-45).
Audiencia del Miércoles 18 de setiembre del 2002