1. El canto de Jerusalén, ciudad de la paz y madre universal, que ahora hemos escuchado, está por desgracia en contraste con la experiencia histórica que está viviendo la ciudad. Pero la oración tiene por tarea sembrar confianza y generar esperanza.
La perspectiva universal del Salmo 86 puede recordar el himno del Libro de Isaías, en el que se ve cómo convergen hacia Sión todos los pueblos para escuchar la Palabra del Señor y redescubrir la belleza de la paz, forjando de las «espadas azadones» y de las «lanzas podaderas» (Cf. 2,2-5). En realidad, el Salmo se presenta en una perspectiva muy diferente, la de un movimiento que, en vez de converger hacia Sión, sale de Sión; el salmista ve en Sión el origen de todos los pueblos. Después de haber declarado el primado de la ciudad santa no por méritos históricos o culturales sino sólo por el amor de Dios por ella (Cf. Salmo 86,1-3), el Salmo celebra precisamente esta universalidad que hermana a todos los pueblos.
2. Sión es cantada como madre de toda la humanidad y no sólo de Israel. Una afirmación así es de una audacia extraordinaria. El Salmista es consciente y lo subraya: «Glorias se dicen de ti, ciudad de Dios» (versículo 3). ¿Cómo es posible que la modesta capital de una pequeña nación pueda ser presentada como el origen de pueblos mucho más potentes? ¿Cómo puede tener Sión esta inmensa pretensión? La respuesta se ofrece en la misma frase: Sión es madre de toda la humanidad, pues es la «ciudad de Dios»; está por tanto en la base del proyecto de Dios.
Todos los puntos cardinales de la tierra se encuentran en relación con esta Madre: Ráhab, es decir, Egipto, el gran estado Occidental; Babilonia, la conocida potencia oriental; Tiro, que personifica al pueblo comercial del norte; mientras que Etiopía representa al profundo sur; y Palestina, el área central, también es hija de Sión.
En el registro espiritual de Jerusalén aparecen todos los pueblos de la tierra: tres veces se repite la fórmula «uno por uno todos han nacido en ella» (versículo 6). Es la expresión jurídica oficial con la que entonces se declaraba que una persona era originaria de una determinada ciudad y, como tal, gozaba de la plenitud de los derechos civiles de aquel pueblo.
3. Es sugerente observar cómo incluso las naciones consideradas hostiles a Israel suben a Jerusalén y son acogidas no como extranjeras sino como «familiares». Es más, el salmista transforma la procesión de estos pueblos hacia Sión en un canto coral y en una danza gozosa: ellos vuelven a encontrar sus «manantiales» (Cf. versículo 7) en la ciudad de Dios de la que mana una corriente de agua viva que fecunda a todo el mundo, como proclamaban los profetas (Cf. Ezequiel 47, 1-12; Zacarías 13, 1; 14, 8; Apocalipsis 22, 1-2).
Todos vienen a Jerusalén a descubrir sus raíces espirituales, a sentirse en su patria, a volver a encontrarse como miembros de la misma familia, a abrazarse como hermanos, de regreso a casa.
4. Página de auténtico diálogo interreligioso, el Salmo 86 recoge la herencia universalista de los profetas (Cf. Isaías 56, 6-7; 60, 6-7; 66, 21; Job 4, 10-11; Malaquías 1,11 etc.) y anticipa la tradición cristiana que aplica este Salmo a la «Jerusalén de arriba» de la que san Pablo proclama que «es libre y es nuestra madre» y tiene más hijos que la Jerusalén terrena (Cf. Gálatas 4, 26-27). Del mismo modo habla el Apocalipsis cuando ensalza «la Jerusalén que bajaba del Cielo, de junto a Dios» (21, 2. 10).
Siguiendo la línea del Salmo 86, también el Concilio Vaticano II ve en la Iglesia universal el lugar en el que se reúnen «todos los justos descendientes de Adán, desde Abel el justo hasta el último elegido». Tendrá su «cumplimiento glorioso al fin de los tiempos» («Lumen gentium», n. 2).
5. Esta lectura eclesial del Salmo se abre, en la tradición cristiana, a una relectura en clave mariológica. Jerusalén era para el Salmista una auténtica «metrópolis», es decir, una «ciudad-madre», en cuyo interior estaba presente el mismo Señor (Cf. Sofonías 3, 14-18). Desde esta perspectiva el cristianismo canta a María como la Sión viviente, en cuyo seno fue engendrado el Verbo encarnado y, por consecuencia, fueron engendrados los hijos de Dios. Los Padres de la Iglesia --desde san Ambrosio de Milán hasta Atanasio de Alejandría, desde Máximo el Confesor hasta Juan Damasceno, desde Cromacio de Aquileia a Germán de Constantinopla-- concuerdan en esta relectura cristiana del Salmo 86.
Nosotros nos ponemos ahora en escucha de un maestro de la tradición armenia, Gregorio de Narek (950?-1010), quien en su «Discurso panegírico a la beatísima Virgen María» se dirige así a la Virgen: «Refugiándonos bajo tu dignísima y poderosa intercesión, quedamos protegidos, o santa Progenitora de Dios, encontrando alivio y descanso bajo la sombra de tu protección como si estuviéramos resguardados por un muro bien fortificado: muro adornado, un muro con brillantes purísimos engarzados; muro envuelto de fuego, y por tanto, inexpugnable por los ladrones; un muro llameante, centelleante, inalcanzable e inaccesible para los crueles traidores; un muro rodeado por todas las partes, según David, cuyos cimientos fueron puestos por el Altísimo (Cf. Salmo 86, 1. 5); muro imponente de la ciudad suprema, según Pablo (Cf. Gálatas 4, 26; Hebreos 12, 22), donde acogiste a todos como habitantes para que a través del nacimiento corporal de Dios hicieras hijos de la Jerusalén de arriba a los hijos de la Jerusalén terrena. Por ello sus labios bendicen tu seno virginal y todos te proclaman casa y templo de Aquél que es de la misma esencia del Padre. Por tanto, con razón te es apropiado lo que dijo el profeta: "Fuiste para nosotros refugio y fortaleza, un socorro en la angustia" (Cf. Salmo 45, 2)» («Textos marianos del primer milenio»; «Testi mariani del primo millennio», IV, Roma 1991, p. 589).
Audiencia del Miércoles 13 de noviembre del 2002