1. El Salmo 85, que acabamos de proclamar y que será el motivo de nuestra reflexión, nos ofrece una sugerente definición del orante. Se presenta ante Dios con estas palabras: soy «tu siervo» e «hijo de tu esclava» (versículo 16). La expresión puede pertenecer ciertamente al lenguaje ceremonial de la corte, pero se usaba también para indicar al siervo adoptado como hijo por el jefe de una familia o tribu. En este sentido, el Salmista, que se define también como «fiel» del Señor (Cf. versículo 2), siente que está ligado a Dios no sólo por un vínculo de obediencia, sino también de familiaridad y de comunión. Por este motivo, su súplica está llena de abandono confiado y esperanza.
Profundicemos en esta oración que la Liturgia de los Laudes nos propone al inicio de una jornada que probablemente traerá consigo no sólo compromisos y cansancio, sino también incompresiones y dificultades.
2. El Salmo comienza con un llamamiento intenso que dirige el que ora al Señor confiando en su amor (Cf. versículos 1-7). Al final, expresa nuevamente la certeza de que el Señor es un «Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, leal» (versículo 15; Cf. Éxodo 34, 6). Estas afirmaciones reiteradas y llenas de confianza revelan una fe intacta y pura, que se abandona en el «Señor bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» (versículo 5).
En medio del Salmo se eleva un himno, que mezcla sentimientos de acción de gracias con una profesión de fe en las obras de la salvación que Dios realiza ante los pueblos (Cf. versículos 8-13).
3. Contra toda tentación de idolatría, el orante proclama la unidad absoluta de Dios (Cf. versículo 8). Después expresa la audaz esperanza de que un día «todos los pueblos» adorarán al Dios de Israel (versículo v. 9). Esta perspectiva maravillosa encuentra su cumplimiento en la Iglesia de Cristo, pues Él ha invitado a sus apóstoles a enseñar a «todos los pueblos» (Mateo 28,19). Sólo Dios puede ofrecer la liberación plena, pues de él dependen todos como criaturas y ante él es necesario dirigirse en actitud de adoración (Cf. versículo 9). Él, de hecho, manifiesta en el cosmos y en la historia sus obras admirables, que testimonian su señorío absoluto (Cf. versículo 10).
Al llegar a este momento, el Salmista se presenta ante Dios con una petición intensa y pura: «Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre» (versículo 11). Es realmente bella esta petición de poder conocer la voluntad de Dios, así como la invocación para alcanzar el don de un «corazón entero», como el de un niño, que sin doblez ni cálculos confía plenamente en el Padre para adentrarse en el camino de la vida.
4. Sale entonces de los labios del fiel la alabanza al Dios misericordioso, que no le deja caer en la desesperación y la muerte, en el mal y en el pecado (Cf. versículos 12-13; Salmo 15,10-11).
El Salmo 85 es un texto sumamente querido por el judaísmo, que lo ha introducido en la liturgia de una de las solemnidades más importantes, el Yom Kippur o día de la expiación. El libro del Apocalipsis, a su vez, cita un versículo (Cf. versículo 9), colocándolo en la gloriosa liturgia celeste dentro del «cántico de Moisés, siervo de Dios, y del cántico del Cordero»: «Todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti», y el Apocalipsis añade: «porque han quedado manifiestos tus justos designios» (Apocalipsis 15, 4).
San Agustín ha dedicado a nuestro Salmo un largo y apasionado comentario en sus «Comentarios sobre los Salmos», transformándolo en un canto de Cristo y del cristiano. La traducción latina, en el versículo 2, conforme a la versión griega de los Setenta, en lugar de «fiel», utiliza el término «santo». «Custódiame porque soy santo». En realidad, sólo Cristo es santo. Sin embargo, explica san Agustín, también el cristiano puede aplicarse estas palabras: «Soy santo, porque tú me has santificado; porque lo he recibido [este título], y no porque lo tuviera por mí mismo; porque tú me lo has dado, y no porque me lo haya merecido».
Por tanto, «que lo diga cada cristiano, o mejor, que todo el Cuerpo de Cristo lo grite por doquier, mientras soporta las tribulaciones, las diferentes tentaciones, los innumerables escándalos: "¡Guarda mi alma porque soy santo! Salva a tu siervo, Dios mío, pues espera en ti". Mira, este santo no es soberbio, pues espera en el Señor» (vol. II, Roma 1970, p. 1251).
5. El cristiano santo se abre a la universalidad de la Iglesia y reza con el Salmista: «Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor» (Salmo 85,9). Y Agustín comenta: «Todas las gentes en el único Señor son una sola persona y constituyen la unidad. Al igual que está la Iglesia y las iglesias, y las iglesias son la Iglesia, así ese "pueblo" es el mismo que los pueblos. Antes eran pueblos varios, gentes numerosas; ahora es un solo pueblo. ¿Por qué es un solo pueblo? Porque sólo tiene una fe, una esperanza, una caridad, una expectativa. Por último, ¿por que no debería ser un sólo pueblo, si sólo hay una patria? La patria es el cielo, la patria es Jerusalén. Y este pueblo se extiende de Oriente a Occidente, del norte hasta el mar, por las cuatro partes del mundo» (ibídem, p. 1269).
Desde el punto de vista de esta luz universal, nuestra oración litúrgica se transforma en un gesto de alabanza y en un canto de gloria al Señor, en nombre de todas las criaturas.
Audiencia del Miércoles 23 de octubre del 2002