1. «El hombre..., en esta empresa, nos parece un gigante. Nos parece divino, no en sí mismo, sino en su principio y en su destino. Honor, por tanto, al hombre, honor a su dignidad, a su espíritu, a su vida». Con estas palabras, en julio de 1969, Pablo VI confiaba a los astronautas estadounidenses que partían para la luna el texto del Salmo 8, que acabamos de escuchar, para que penetrara en los espacios cósmicos («Insegnamenti VII» [1969], pp. 493-494).
Este himno es, de hecho, una celebración del hombre, pequeña criatura comparada con la inmensidad del universo, una frágil «caña», utilizando una famosa imagen del gran filósofo Blaise Pascal («Pensamietos», n. 264). Y, sin embargo, es una «caña que piensa», que puede comprender la creación, por ser señor de lo creado, «coronado» por el mismo Dios (Cf. Salmo 8, 6). Como sucede con frecuencia en los himnos que exaltan al Creador, el Salmo 8 comienza y termina con una solemne antífona dirigida al Señor, cuya magnificencia es diseminada por el universo: «Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra» (versículos 2.10).
2. El contenido del canto parece hacer referencia a una atmósfera nocturna, con la luna y las estrellas que se encienden en el cielo. La primera estrofa del himno (Cf. versículos 2-5) está dominada por una confrontación entre Dios, el hombre y el cosmos. En la escena aparece ante todo el Señor, cuya gloria es cantada por los cielos, y por los labios de la humanidad. La alabanza que surge espontánea de los labios de los niños cancela y confunde los discursos presuntuosos de los que niegan a Dios (Cf. versículos 3). Éstos son definidos como «adversarios, enemigos, rebeldes», pues se engañan pensando que desafían y se oponen al Creador con su razón y con su acción (Cf. Salmo 13, 1).
De este modo, inmediatamente después, se abre el sugerente escenario de una noche de estrellas. Ante este horizonte infinito surge la eterna pregunta: «¿Qué es el hombre?» (Salmo 8, 5). La primera e inmediata respuesta habla de nulidad, ya sea en relación con la inmensidad de los cielos, ya sea sobre todo en relación con la majestad del Creador. El cielo dice el Salmista es «tuyo», la luna y las estrellas son «obra de tus dedos» (Cf. versículo 4). Esta expresión, diferente a la más común «obra de tus manos» (Cf. versículo 7), es particularmente bella: Dios ha creado estas realidades colosales con la facilidad y la finura de un bordado o del cincel, con el ligero toque de quien acaricia las cuerdas del arpa con los dedos.
3. La primera reacción es, por ello, de turbación: ¿cómo se puede «acordar» Dios y «cuidar» de esta criatura tan frágil y pequeña (Cf. versículo 5)? Pero entonces surge la gran sorpresa: Dios ha dado al hombre, criatura débil, una dignidad estupenda: le ha hecho poco inferior a los ángeles, o como podría traducirse del original hebreo, poco inferior a un Dios (Cf. versículo 6).
Entramos así en la segunda estrofa del Salmo (Cf. versículos 6-10). El hombre es visto como lugarteniente del mismo Creador. Dios, de hecho, le ha «coronado» como a un virrey, destinándolo a una soberanía universal: «todo lo sometiste bajo sus pies» y la palabra «todo» resuena mientras desfilan las diferentes criaturas (Cf. versículos 7-9). Este dominio, sin embargo, no es conquistado por la capacidad del hombre, realidad frágil y limitada, y tampoco es alcanzado con una victoria sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un dominio donado por Dios: confía a las manos frágiles y con frecuencia egoístas del hombre todo el horizonte de las criaturas, para que conserve su armonía y belleza, para que la use pero no abuse de ella, descubra sus secretos y desarrolle sus potencialidades.
Como declara la Constitución pastoral «Gaudium et spes» del Concilio Vaticano II, «el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", capaz de conocer y amar a su propio Creador, y ha sido colocado por él por encima de todas las criaturas terrenas como señor de las mismas para gobernarlas y servir a la gloria de Dios» (n. 12).
4. Por desgracia, el dominio del hombre, afirmado en el Salmo 8, puede ser mal entendido y deformado por el hombre egoísta, que con frecuencia se ha convertido más bien en un loco tirano y no en un gobernador sabio e inteligente. El Libro de la Sabiduría alerta ante desviaciones de este tipo, cuando precisa que Dios «formó al hombre para que dominase sobre los seres creados, administrase el mundo con santidad y justicia y juzgase con rectitud de espíritu» (9, 2-3). En un contexto diferente, también Job recurre a nuestro Salmo para recordar en particular la debilidad humana, que no merecería tanta atención por parte de Dios: «¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que le escrutes todas las mañanas y a cada instante le escudriñes?» (7, 17-18). La historia documenta el mal que la libertad humana disemina en el mundo con las devastaciones ambientales y con las tremendas injusticias sociales.
A diferencia de los seres humanos, que humillan a sus semejantes y a la creación, Cristo se presenta como el hombre perfecto, «coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios experimentó la muerte para bien de todos» (Hebreos 2, 9). Él reina sobre el universo con ese dominio de paz y de amor que prepara el nuevo mundo, los nuevos cielos, y la nueva tierra (Cf. 2 Pedro 3, 13). Es más, ejerce su autoridad soberana --como sugiere el autor de la Carta a los Hebreos aplicándole el Salmo 8-- a través de su entrega suprema en la muerte «para bien de todos».
Cristo no es un soberano que se hace servir, sino que sirve, y se entrega a los demás: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Marcos 10, 45). De ese modo, recapitula en sí «todas las cosas, las del cielo y las de la tierra» (Efesios 1, 10). Desde esta perspectiva cristológica, el Salmo 8 revela toda la fuerza de su mensaje y de su esperanza, invitándonos a ejercer nuestra soberanía sobre la creación no como dominadores sino con el amor.
Audiencia del Miércoles 26 de junio del 2002