1. Al poner en los Laudes de una mañana el Salmo 76 que acabamos de proclamar, la Liturgia quiere recordarnos que el inicio de la Jornada no siempre es luminoso. Así como surgen días tenebrosos, en los que el cielo se cubre de nubes y amenaza con la tempestad, así nuestra vida experimenta jornadas densas de lágrimas y miedo. Por eso, ya en la aurora, la oración se convierte en lamento, súplica, invocación de ayuda.
Nuestro Salmo es precisamente una súplica que se eleva a Dios con insistencia, animada por la confianza, es más, por la certeza en la intervención divina. Para el Salmista, de hecho, el Señor no es un emperador impasible, alejado en sus cielos luminosos, indiferente a nuestras vicisitudes. De esta impresión, que en ocasiones nos atenaza el corazón, surgen interrogantes tan amargos que ponen en crisis la fe: «¿Ha desmentido Dios su amor y su elección? ¿Ha olvidado el pasado en el que nos apoyaba y hacía felices?». Como veremos, estas preguntas serán disipadas por una renovada confianza en Dios, redentor y salvador.
2. Sigamos, entonces, el desarrollo de esta oración que comienza con un tono dramático, en la angustia, y que después poco a poco se abre a la serenidad y la esperanza. En primer lugar, ante nosotros, se presenta la lamentación sobre el triste presente y sobre el silencio de Dios (cf. versículos 2-11). Un grito de ayuda que es lanzado a un cielo aparentemente mudo, las manos se elevan en la súplica, el corazón desfallece por el desaliento. En el insomnio de la noche, entre lágrimas y oraciones, un canto «vuelve al corazón», como un refrán desconsolado salta continuamente en lo profundo del alma.
Cuando el dolor llega al colmo y se querría alejar el cáliz del sufrimiento (cf. Mateo 26, 39), las palabras estallan y se convierten en una pregunta lacerante, como antes decía (cf. Salmo 76, 8-11). Este grito interpela al misterio de Dios y de su silencio.
3. El Salmista se pregunta por qué le rechaza el Señor, por qué ha cambiado su rostro y su actuar, olvidando el amor, la promesa de salvación y la ternura misericordiosa. «La diestra del Altísimo», que había hecho los prodigios salvadores del Éxodo parece ahora paralizada (cf. v. 11). Es un auténtico «tormento» que pone en crisis la fe de quien reza.
Si así fuera, Dios sería irreconocible, se convertiría en un ser cruel o en una presencia como la de los ídolos, que no pueden salvar pues son incapaces, indiferentes, impotentes. En estos versículos de la primera parte del Salmo 76 está todo el programa de la fe en el tiempo de la prueba y del silencio de Dios.
4. Pero hay motivos de esperanza. Es lo que emerge de la segunda parte de la súplica (cf. versículos 12-21), parecida a un himno destinado confirmar valientemente la propia fe incluso en el día tenebroso del dolor. Es un canto a la salvación actuada en el pasado, que tuvo su epifanía de luz en la creación y en la liberación de la esclavitud de Egipto. El presente amargo se ilumina con la experiencia salvadora del pasado, que es una semilla colocada en la historia: no ha muerto, sólo ha sido enterrada, para germinar después (cf. Juan 12, 24).
El Salmista recurre, por tanto, a un importante concepto bíblico, el del «memorial» que no es sólo una vaga memoria consoladora, sino certeza de una acción divina que no desfallecerá: «Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus antiguos portentos» (Salmo 76, 12). Profesar la fe en las obras del salvación del pasado lleva a la fe en lo que el Señor es constantemente y, por tanto, también en el presente. «Dios mío, tus caminos son santos... Tu eres el Dios que hace maravillas» (versículos 14-15). De este modo, el presente que parecía sin salida y sin luz es iluminado por la fe en Dios y se abre a la esperanza.
5. Para apoyar esta fe el Salmista cita probablemente un himno más antiguo, cantado quizá en la liturgia del templo de Sión (cf. versículos 17-20). Es una estupenda teofanía en la que el Señor entra en el escenario de la historia, trastocando la naturaleza y en particular las aguas, símbolo del caos, del mal y del sufrimiento. Es bellísima la imagen del camino de Dios sobre las aguas, signo de su triunfo sobre las fuerzas negativas: «Tú te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas, y no quedaba rastro de tus huellas» (v. 20). El pensamiento nos lleva a Cristo que camina sobre las aguas, símbolo elocuente de la victoria sobre el mal (cf. Juan 6, 16-20).
Al recordar al final que Dios guió «como a un rebaño» a su pueblo «por la mano de Moisés y de Aarón» (Salmo 76, 21), el Salmo nos lleva implícitamente a una certeza: Dios regresará para llevarnos a la salvación. Su mano poderosa e invisible estará con nosotros a través de la mano visible de los pastores y de los guías por él constituidos. El Salmo, que se abrió con un grito de dolor, suscita al final sentimientos de fe y de esperanza en el gran pastor de nuestras almas (cf. Hebreos 13, 20; 1 Pedro 2, 25).
Audiencia del Miércoles 13 de marzo del 2002