1. «Recito mis versos a mi rey»: estas palabras del inicio del Salmo 44 orientan al lector sobre el carácter fundamental de este himno. El escriba de la corte que lo compuso nos revela inmediatamente que se trata de un canto en honor del soberano judío. Es más, al recorrer los versículos de la composición, se puede ver que se está en presencia de un epitalamio, es decir, un cántico nupcial.
Los estudiosos han tratado de identificar las coordenadas históricas del Salmo, basándose en indicios, como la relación de la reina con la ciudad fenicia de Tiro (Cf. versículo 13), pero sin lograr identificar de manera precisa a la pareja real. Es de destacar que habla de un rey judío, pues esto ha permitido a la tradición judía transformar el texto en un canto al rey Mesías, y a la cristiana releer el salmo en clave cristológica y, a causa de la presencia de la reina, también en una perspectiva mariológica.
2. La Liturgia de las Vísperas nos presenta este salmo como oración, dividiéndolo en dos partes. Acabamos de escuchar la primera (Cf. versículos 2-10) que, tras la introducción del escriba autor del texto ya evocada (Cf. versículo 2), presenta un espléndido retrato del rey que está a punto de celebrar su boda.
Por este motivo, el judaísmo ha visto en el Salmo 44 un canto nupcial, que exalta la belleza y la intensidad del don del amor entre los cónyuges. En particular, la mujer puede repetir con el Cantar de los Cantares: «Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado» (2,16). «Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (6,3).
3. Se traza el perfil del esposo real de manera solemne, recurriendo a una escena de corte. Lleva las insignias militares (Salmo 44, 4-6), a las que se añaden suntuosos vestidos perfumados, mientras en el fondo brillan los edificios revestidos de marfil con sus salas grandiosas en las que resuena la música (Cf. versículos 9-10). En el centro, se eleva el trono y se menciona el cetro, dos signos del poder y de la investidura real (Cf. versículos 7-8).
Quisiéramos subrayar dos elementos. Ante todo, la belleza del esposo, signo de un esplendor interior y de la bendición divina. «Eres el más bello de los hombres» (versículo 3). Precisamente en virtud de este versículo, la tradición cristiana representó a Cristo en forma de hombre perfecto y fascinante. En un mundo, que con frecuencia está marcado por la fealdad y la degradación, esta imagen constituye una invitación a volver a encontrar la «via pulchritudinis» [la vía de la belleza, ndr.] en la fe, en la teología, y en la vida social para elevarse hacia la belleza divina.
4. Ahora bien, la belleza no es un fin en sí misma. La segunda característica que quisiéramos proponer afecta precisamente al encuentro entre la belleza y la justicia. De hecho, el soberano, su «cabalga por la verdad y la justicia» (versículo 5); «ama la justicia y odia la impiedad» (versículo 8), y «de rectitud es tu cetro real» (versículo 7). Hay que armonizar la belleza con la bondad y la santidad de vida para que resplandezca en el mundo el rostro luminoso de Dios bueno, admirable y justo.
En el versículo 7, según los expertos, el apelativo «Dios», estaría dirigido al mismo rey, pues era consagrado por el Señor y, por tanto, pertenecía en cierto sentido al área divina: «Tu trono, oh Dios, permanece para siempre». O quizá podría ser una invocación al único rey supremo, el Señor, que se inclina sobre el rey Mesías. Lo cierto es que la Carta a los Hebreos, al aplicar este Salmo a Cristo, no duda en atribuir la divinidad plena y no simplemente simbólica al Hijo, que ha entrado en su gloria (Cf. Hebreos 1, 8-9).
5. Siguiendo esta interpretación cristológica, concluimos haciendo referencia a la voz de los Padres de la Iglesia, que atribuyen a cada uno de los versículos valores espirituales. De este modo, al comentar la frase del Salmo que dice «el Señor te bendice eternamente», haciendo referencia al rey Mesías (Cf. Salmo 44, 3), san Juan Crisóstomo hizo esta aplicación cristológica: «El primer Adán fue colmado de una maldición grandísima; el segundo por el contrario de una duradera bendición. Aquél escuchó: "maldito sea el suelo por tu causa" (Génesis 3, 17), y de nuevo: "Maldito quien haga el trabajo del Señor con dejadez" (Jeremías 48, 10), y "Maldito quien no mantenga las palabras de esta Ley, poniéndolas en práctica" (Deuteronomio 27, 26) y "Maldito el colgado del madero" (Deuteronomio 21,23). ¿Ves cuántas maldiciones? De todas estas maldiciones te ha liberado Cristo, al hacerse maldición (Cf. Gálatas 3, 13): al humillarse para elevarte y al morir para hacerte inmortal, se convirtió en maldición para llenarte de bendiciones. ¿Qué puedes comparar a esta bendición, que por medio de una maldición te imparte una bendición? Él no tenía necesidad de bendición, pero te la entrega» («Expositio in Psalmum XLIV», 4: PG 55, 188-189).
Audiencia del Miércoles 29 de setiembre del 2004