1. El dulce retrato femenino que se nos ha presentado constituye el segundo pasaje del díctico que compone el Salmo 44, un sereno y gozoso canto nupcial, que nos propone leer la Liturgia de las Vísperas. Después de haber contemplado al rey que está celebrando su boda (Cf. versículos 2-10), nuestros ojos se concentran ahora en la figura de la reina esposa (Cf. versículos 11-18). Esta perspectiva nupcial nos permite dedicar este Salmo a todas las parejas que viven con intensidad y frescura interior su matrimonio, signo de un «gran misterio», como sugiere san Pablo, el del amor del Padre por la humanidad y el de Cristo por su Iglesia (Cf. Efesios 5, 32). Ahora bien, el Salmo ofrece otro horizonte.
En la escena aparece el rey judío en el que la tradición judía sucesiva ha visto el perfil del Mesías davídico, mientras que el cristianismo ha transformado el himno en un canto en honor de Cristo.
2. Nuestra atención se concentra ahora, sin embargo, en el perfil de la reina que el poeta de la corte, autor del Salmo (Cf. Salmo 44, 2), presenta con gran delicadeza y sentimiento. La indicación de la ciudad fenicia de Tiro (cf. versículo 13) permite suponer que se trata de una princesa extranjera. Se entiende así el llamamiento a olvidar al pueblo y a la casa del padre (Cf. versículo 11), de los que ha tenido que alejarse la princesa.
La vocación nupcial constituye un giro en la vida y cambia la existencia, como ya se puede ver en el libro del Génesis: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Génesis 2, 24). La esposa reina avanza ahora, con su cortejo nupcial que lleva los regalos hacia el rey prendando de su belleza (Cf. Salmo 44, 12-13).
3. Es significativa la insistencia con la que el salmista exalta a la mujer: es «bellísima» (versículo 14) y esta magnificencia es expresada por el vestido de novia, de perlas y brocado (Cf. versículos 14-15).
La Biblia ama la belleza como reflejo del esplendor del mismo Dios, incluso los vestidos pueden ser signos de una luz interior resplandeciente, del candor del alma.
El pensamiento se dirige paralelamente, por un lado, a las admirables páginas del Cantar de los Cantares (Cf. cantares 4 y 7) y, por otro, al pasaje del Apocalipsis que describe las «bodas del Cordero», es decir, de Cristo con la comunidad de los redimidos, en las que se subraya el valor simbólico de los trajes de bodas: «han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura -- el lino son las buenas acciones de los santos» (Apocalipsis 19, 7-8).
4. Junto a la belleza, se exalta la alegría que se refleja en el séquito de vírgenes «compañeras», las damas que acompañan a la novia «entre alegría y algazara» (Cf. Salmo 44, 15-16). El gozo genuino, mucho más profundo que la simple alegría, es expresión del amor, que participa en el bien de la persona amada con serenidad de corazón.
Ahora, según los auspicios conclusivos, se perfila otra realidad radicalmente inherente al matrimonio: la fecundidad. Se habla, de hecho, de «hijos» y de «generaciones» (Cf. versículos 17-18). El futuro, no sólo de la dinastía, sino de la humanidad, tiene lugar precisamente porque la pareja ofrece al mundo nuevas criaturas.
Se trata de un tema importante y actual en Occidente, a menudo incapaz de asegurar su propia existencia en el futuro a través de la generación y cuidado de las nuevas criaturas que continúen la civilización de los pueblos y realicen la historia de la salvación.
5. Como es sabido, muchos Padres de la Iglesia han aplicado el retrato de la reina a María, comenzando por el llamamiento inicial: «Escucha, hija, mira: inclina el oído…» (versículo 11). Así sucede, por ejemplo, en la «Homilía sobre la Madre de Dios» de Crisipo de Jerusalén, un capadocio que fue en Palestina uno de los monjes iniciadores del monasterio de san Eutimio y que, una vez sacerdote, fue guardián de la santa Cruz en la basílica de la Anástasis en Jerusalén.
«Te dedico mi discurso --afirma dirigiéndose a María--, esposa del grande soberano; te dedico mi discurso a ti que vas a concebir al Verbo de Dios, del modo que Él sabe... "Escucha, hija, mira: inclina el oído"; de hecho, se verifica el grandioso anuncio de la redención del mundo. Inclina tu oído y lo que escucharás levantará tu corazón... "Olvida tu pueblo y la casa paterna": no prestes atención a la parentela terrena, pues serás transformada en una reina celeste. Y escucha --dice-- para darte cuenta de cómo te ama el Creador y Señor de todo. "Prendado está el rey de tu belleza", dice: el mismo Padre te escogerá por esposa; el Espíritu dispondrá todas las condiciones necesarias para este matrimonio... No creas que darás a luz un niño humano, pues "te postrarás ante él, que él es tu señor". Tu creador se ha convertido en tu niño; lo concebirás y lo adorarás junto a los demás como a tu Señor» («Textos marianos del primer milenio» - «Testi mariani del primo millennio», I, Roma 1988, páginas 605-606).
Audiencia del Miércoles 06 de octubre del 2004