1. En una audiencia general de hace algún tiempo, comentando el Salmo que precede al que acabamos de cantar, decíamos que está íntimamente unido al Salmo sucesivo. Los Salmos 41 y 42 constituyen, de hecho, un único canto, separado en tres partes por la misma antífona: «¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
"Salud de mi rostro, Dios mío"». (Salmo 41, 6.12; 42, 5).
Estas palabras, parecidas a un soliloquio, expresan los sentimientos profundos del Salmista. Se encuentra lejos de Sión, punto de referencia de su existencia por ser la sede privilegiada de la presencia divina y del culto de los fieles. Siente, por ello, una soledad hecha de incomprensión e incluso de agresión por parte de los impíos, agravada por el aislamiento y por el silencio por parte de Dios. El Salmista, sin embargo, reacciona ante la tristeza con una invitación a la confianza, que se dirige a sí mismo, y con una bella afirmación de esperanza: confía en poder alabar todavía a Dios, «salud de mi rostro».
En el Salmo 42, en vez de dirigirse sólo a sí mismo, como en el Salmo precedente, el Salmista se dirige a Dios y le pide que le defienda contra los adversarios. Retomando casi al pie de la letra una invocación anunciada en el otro Salmo (cf. 41, 10), el orante dirige esta vez su grito desolado a Dios: «¿por qué me rechazas?, ¿por qué voy andando sombrío, hostigado por mi enemigo?» (Salmo 42, 2).
2. Sin embargo, experimenta ya que el paréntesis oscuro de la lejanía está a punto de acabar y expresa la certeza del regreso a Sión para volver a encontrar la morada divina. La ciudad santa ya no es la patria perdida, como sucedía en el lamento del Salmo precedente (cf. Sal 41, 3-4), sino la meta gozosa hacia la que camina. El guía hacia el regreso a Sión será la «verdad» de Dios y su «luz» (cf. Salmo 42, 3). El mismo Señor será el final último de su viaje. Es invocado como juez y defensor (cf. versículos 1-2). Tres verbos marcan su llamamiento de imploración: «Hazme justicia», «defiende mi causa», «sálvame» (v. 1). Son como tres estrellas de esperanza que se encienden en el cielo tenebroso de la prueba y señalan la inminente aurora de la salvación.
Es significativa la relectura que san Ambrosio hace de esta esperanza del Salmista, aplicándola a Jesús, en la oración de Getsemaní: «No quiero que te maravilles si el profeta dice que su alma está convulsionada, pues el mismo Señor Jesús dice: "Ahora, mi alma está turbada". Quien ha cargado con nuestras debilidades, ha asumido también nuestra sensibilidad, y por este motivo siente una tristeza de muerte, pero no por la muerte. No habría podido provocar amargura una muerte voluntaria, de la que dependía la felicidad de todos los hombres... Por tanto, estaba triste hasta la muerte, en espera de que la gracia llegara a su cumplimiento. Lo demuestra su mismo testimonio, cuando dice al hablar de su muerte: "Hay un bautismo en el que debo ser bautizado: y ¡qué angustia siento hasta que se cumpla!"» («Le rimostranze di Giobbe e di Davide», VII, 28, Roma 1980, p. 233).
3. Ahora, en el Salmo 42, el Salmista está a punto de descubrir la satisfacción tan suspirada: el regreso al manantial de la vida y de la comunión con Dios. La «verdad», es decir, la fidelidad amorosa del Señor, y la «luz», es decir, la revelación de su benevolencia, son representadas como mensajeras que Dios mismo enviará desde el cielo para llevar de la mano al fiel y conducirlo hacia la meta deseada (cf. Sal 42, 3).
Sumamente elocuente es la secuencia de las etapas de acercamiento a Sión y a su centro espiritual. Primero aparece «el monte santo», la colina en la que se eleva el templo y la ciudadela de David. Después se presenta la «morada», es decir, el santuario de Sión con todos los edificios que lo componen. Luego viene «el altar de Dios», la sede de los sacrificios y del culto oficial de todo el pueblo. La meta última y decisiva es el Dios de la alegría, es el abrazo, la intimidad recuperada con Él, antes lejano y silencioso.
4. En ese momento, todo se convierte en canto, alegría, fiesta (cf. v. 4). En el original hebreo se habla del «Dios que es alegría de mi júbilo». Es una expresión semítica para expresar el superlativo: el Salmista quiere subrayar que el Señor es la raíz de toda felicidad, es la alegría suprema, es la plenitud de la paz.
La traducción griega de Los Setenta ha recurrido, según parece, a un término equivalente en arameo que indica la juventud y ha traducido «al Dios que alegra mi juventud», introduciendo así la idea de frescura y de intensidad de la alegría que da el Señor. El salterio latino de la Vulgata, que es una traducción hecha del griego, dice por tanto: «ad Deum qui laetificat juventutem meam». De este modo, el Salmo era recitado a los pies del altar, en la precedente liturgia eucarística, como invocación introductiva al encuentro con el Señor.
5. El lamento inicial de la antífona de los Salmos 41 y 42 resuena por última vez ya al final (cf. Sal 42, 5). El orante no ha llegado todavía al templo de Dios, está todavía envuelto en la oscuridad de la prueba; pero en ese momento en sus ojos brilla ya la luz del encuentro futuro y sus labios perciben ya la tonalidad del canto de alegría. Al llegar a ese punto, el llamamiento se caracteriza sobre todo por la esperanza. Observa, de hecho, san Agustín al comentar nuestro Salmo: «"Espera en Dios", responderá a su alma quien se siente turbado por ella... Vive mientras tanto en la esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza; pero si esperamos lo que no vemos es gracias a la paciencia de lo que esperamos (cf. Romanos 8, 24-25)» (Esposizione sui Salmi I, Roma 1982, p. 1019).
El Salmo se convierte, entonces, en la oración de quien peregrina sobre la tierra y se encuentra todavía en contacto con el mal y con el sufrimiento, pero tiene la certeza de que el punto de llegada de la historia no es el abismo, la muerte, sino el encuentro salvífico con Dios. Esta certeza es todavía más fuerte para los cristianos, a quienes la Carta a los Hebreos proclama: «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel» (Hebreos 12, 22-24).
Audiencia del Miércoles 6 de febrero del 2002