1. Una cierva sedienta, con la garganta reseca, lanza su lamento ante el árido desierto, anhelando las aguas frescas de un riachuelo. Con esta célebre imagen comienza el Salmo 41, que acaba de ser entonado. En ella, podemos constatar una especie de símbolo de la profunda espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los expertos en el Salterio, nuestro Salmo debe ser relacionado íntimamente con el sucesivo, el 42, del que fue dividido cuando los Salmos fueron colocados en orden para formar el libro de oración del Pueblo de Dios. De hecho, ambos Salmos --además de estar unidos por el tema y el desarrollo-- están salpicados por la misma antífona: «¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios que volverás a alabarlo: "Salud de mi rostro, Dios mío"» (Salmo 41, 6.12; 42, 5). Este llamamiento, repetido dos veces en nuestro Salmo, y en una tercera ocasión en el sucesivo, es una invitación que se dirige a sí mismo el orante para superar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que ciertamente se manifestará de nuevo como Salvador.
2. Pero volvamos a la imagen de inicio del Salmo, que podría meditarse con agrado con el fondo musical del canto gregoriano o de esa obra maestra polífónica, el «Sicut cervus» de Pierluigi da Palestrina. La cierva sedienta es, de hecho, el símbolo de quien reza, que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el Señor, experimentado como lejano y al mismo tiempo necesario: «mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Salmo 41, 3). En hebreo, una sola palabra, «nefesh», indica al mismo tiempo el «alma» y la «garganta». Por tanto, podemos decir que el alma y el cuerpo de quien reza quedan involucrados en el deseo primario, espontáneo, substancial de Dios (cf. Salmo 62, 2). No es casualidad el que se haya dado una larga tradición que describe la oración como «respiración»: como algo originario, necesario, fundamental, aliento vital.
Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre es una empresa que no termina nunca, pues en ella siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de sus Homilías sobre el libro de los Números, escribe: «Quienes recorren el camino de la sabiduría de Dios no construyen casas estables, sino tiendas de campaña, pues viven de viajes continuos, progresando siempre hacia adelante, y cuanto más progresan, más camino se les abre ante sí, descubriendo un horizonte que se pierde en la inmensidad» (Homilía XVII, «In Numeros», GCS VII, 159-160).
3. Tratemos de intuir ahora la trama de esta súplica, como si estuviera dividida en tres actos, dos de los cuales forman parte de nuestro Salmo, mientras que el último se desarrollará en el Salmo siguiente, el 42, sobre el que meditaremos sucesivamente. La primera escena (cf. Salmo 41, 2-6) expresa la profunda nostalgia suscitada por el recuerdo de un pasado en el que se vivía la felicidad de las bellas celebraciones litúrgicas hoy inaccesibles: «Recuerdo otros tiempos,
y desahogo mi alma conmigo: cómo marchaba a la cabeza del grupo, hacia la casa de Dios,
entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta» (v. 5).
«La casa de Dios» con su liturgia es ese templo de Jerusalén al que en el pasado iba el fiel, pero es también la sede de la intimidad con Dios «manantial de agua viva», como canta Jeremías (2, 13). Ahora, sólo mana de sus pupilas el agua de las lágrimas (Sal 41, 4) por la lejanía de la fuente de la vida. La oración festiva de entonces, elevada al Señor durante el culto en el templo, es sustituida ahora por el llanto, el lamento, la imploración.
4. Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado gozoso y sereno. El Salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte que lo circunda es el de Galilea, la región septentrional de la Tierra Santa, como sugiere la mención a los manantiales del Jordán, de la cumbre del Hermón de la que mana este río, y de otra montaña para nosotros desconocida, el Monte Menor (cf. v. 7). Nos encontramos, por tanto, más o menos en el área en la que se encuentran las cataratas del Jordán, pequeñas cascadas con las que comienza el recorrido de este río que atraviesa toda la Tierra Prometida. Estas aguas, sin embargo, no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del Salmista, son más bien como las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Siente como si se le echaran encima, como un torrente impetuoso que aniquila la vida: «tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). En la Biblia, de hecho, el caos y el mal e incluso el mismo juicio divino son representados como un diluvio que genera destrucción y muerte (Génesis 6, 5-8; Salmo 68, 2-3).
5. Esta irrupción se explica después con su significado simbólico: el de los perversos, los adversarios del orante, los paganos quizá, que viven en esta región remota en la que el fiel es relegado. Desprecian al justo y se ríen de su fe preguntándole irónicamente: «¿Dónde está tu Dios?» (v. 11; cf. v. 4). Y lanza a Dios su angustiosa pregunta: «¿por qué me olvidas?» (v. 10). Ese porqué dirigido al Señor, que parece ausentarse en el día de la prueba, es típico de las súplicas bíblicas.
Ante estos labios secos que gritan, ante este alma atormentada, ante este rostro que está a punto de quedar sumergido por un mar de fango, ¿podrá quedar enmudecido Dios? ¡Claro que no! El orante se anima, por tanto, y recobra de nuevo la esperanza (cf. versículos 6.12). El tercer acto, constituido por el Salmo sucesivo, el 42, será una invocación confiada dirigida a Dios (Salmo 42, 1.2a.3a.4b) y utilizará expresiones gozosas y llenas de reconocimiento: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría».
Audiencia del Miércoles 16 de enero del 2002