1. El «Lauda Jerusalem» que acabamos de proclamar es particularmente querido por la liturgia cristiana. Con frecuencia entona el Salmo 147 para referirse a la Palabra de Dios, que «corre veloz» sobre la faz de la tierra, pero también a la Eucaristía, auténtica «flor de harina» donada por Dios para «saciar» el hambre del hombre (Cf. versículos 14-15).
Orígenes, en una de sus homilías, traducidas y difundidas en Occidente por san Jerónimo, al comentar este Salmo, ponía precisamente en relación la Palabra de Dios con la Eucaristía: «Nosotros leemos las sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las sagradas escrituras son sus enseñanzas. Y cuando dice: "Quien no coma de mi carne y beba de mi sangre" (Juan 6, 53), si bien puede referirse también al Misterio [eucarístico]; sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es verdaderamente la palabra de la Escritura, y la enseñanza de Dios. Si al recibir el Misterio [eucarístico] dejamos caer una brizna, nos sentimos perdidos. Y al escuchar la Palabra de Dios, cuando nuestros oídos perciben la Palabra de Dios y la carne de Cristo y su sangre, ¿en qué peligro tan grande caeríamos si nos ponemos a pensar en otras cosas? («74 Homilías sobre el Libro de los Salmos» --«74 Omelie sul Libro dei Salmi»--, Milán 1993, pp. 543-544).
Los expertos señalan que este Salmo está relacionado con el precedente, constituyendo una composición única, como sucede precisamente en el original hebreo. Es, de hecho, un sólo y coherente cántico en honor de la creación y de la redención realizadas por el Señor. Se abre con un gozoso llamamiento a la alabanza: «Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa» (Salmo 146, 1).
2. Si prestamos atención al pasaje que acabamos de escuchar, podemos descubrir tres momentos de alabanza, introducidos por una invitación a la ciudad santa, Jerusalén, a glorificar y alabar a su Señor (Cf. Salmo 147, 12).
Díos actúa en la historia
En un primer momento (Cf. versículos 13-14) entra en escena la acción histórica de Dios. Es descrita a través de una serie de símbolos que representan la obra de protección y de apoyo del Señor a la ciudad de Sión y a sus hijos. Ante todo, hace referencia a los «cerrojos» que refuerzan y hacen infranqueables las puertas de Jerusalén. El Salmista se refiere probablemente a Nehemías que fortificó la ciudad santa, reconstruida después de la experiencia amarga del exilio de Babilonia (Cf. Nehemías 3, 3.6.13-15; 4, 1-9; 6, 15-16; 12, 27-43). Entre otras cosas, la puerta es un signo que indica a toda la ciudad en su compacidad y tranquilidad. En su interior, representado como un seno seguro, los hijos de Sión, es decir, los ciudadanos, gozan de paz y serenidad, envueltos en el manto protector de la bendición divina.
La imagen de la ciudad gozosa y tranquila es exaltada por el don altísimo y precioso de la paz que hace seguros los confines. Pero precisamente porque para la Biblia la paz-«shalôm» no es un concepto negativo, evocador de la ausencia de la guerra, sino un dato positivo de bienestar y prosperidad, el Salmista habla de saciedad al mencionar la «flor de harina», es decir, el excelente trigo de espigas repletas de granos. El Señor, por tanto, ha reforzado las murallas de Jerusalén (Cf. Salmo 87, 2), ha ofrecido su bendición (Cf. Salmo 128, 5; 134, 3), extendiéndola a todo el país, ha donado la paz (Cf. Salmo 122, 6-8), ha saciado a sus hijos (Cf. Salmo 132, 15).
Dios crea
3. En la segunda parte del Salmo (Cf. Salmo 147, 15-18), Dios se presenta sobre todo como creador. En dos ocasiones se relaciona la obra creadora con la palabra que había dado origen al ser: «Dijo Dios: "Haya luz"» y hubo luz... «Manda su mensaje a la tierra...» «Manda una orden» (Cf. Génesis 1, 3; Salmo 147, 15.18).
Por indicación de la Palabra divina irrumpen y se establecen las dos estaciones fundamentales. Por un lado, la orden del Señor hace descender sobre la tierra el invierno, representado por la nieve blanca como la lana, por la escarcha parecida a la ceniza, por el granizo comparado a las migajas de pan y por el hielo que todo lo bloquea (Cf. versículos 16-17). Por otro lado, otra orden divina hace soplar el viento caliente que trae el verano y que derrite el hielo: las aguas de la lluvia y de los torrentes pueden discurrir libres e irrigar la tierra, fecundándola.
La Palabra de Dios está, por tanto, en la raíz del frío y del calor, del ciclo de las estaciones y del flujo de la vida de la naturaleza. Se invita a la humanidad a reconocer y dar gracias al Creador por el don fundamental del universo, que la circunda, y permite respirar, la alimenta y la sostiene.
Dios ofrece su Revelación
4. Se pasa entonces al tercer y último momento de nuestro himno de alabanza (Cf. versículos 19-20). Se vuelve a hacer mención del Señor de la historia con quien se había comenzado. La Palabra divina lleva a Israel un don todavía más elevado y precioso, el de la Ley, la Revelación. Un don específico: «con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (versículo 20).
La Biblia es, por tanto, el tesoro del pueblo elegido al que hay que acudir con amor y adhesión fiel. Es lo que dice, en el Deuteronomio, Moisés a los judíos: «Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Deuteronomio 4, 8).
5. Así como se constatan dos acciones gloriosas de Dios en la creación y en la historia, así existen también dos revelaciones: una escrita en la naturaleza misma y abierta a todos; la otra ha sido donada al pueblo elegido, que tendrá que testimoniarla y comunicarla a toda la humanidad y que está comprendida en la Sagrada Escritura. Dos revelaciones distintas, pero Dios es único como única es su Palabra. Todo se ha hecho por medio de la Palabra --dirá el prólogo del Evangelio de Juan-- y sin ella nada de lo que existe ha sido hecho. La Palabra, sin embargo, también se hizo «carne», es decir, entró en la historia, y puso su morada entre nosotros (Cf. Juan 1, 3.14).
Audiencia del Miércoles 05 de junio del 2002