1. El Salmo 145, que acabamos de escuchar, es un «aleluya», el primero de los cinco Salmos que cierran el Salterio. La tradición litúrgica judía ya utilizaba este himno como canto de alabanza para la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana. Al final del Salmo se declara, de hecho, que «El Señor reina eternamente» (versículo 10).
De ahí se deriva una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos, las vicisitudes de nuestros días no están dominadas por el caos o el hado, los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido y meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en Dios, exaltado con una especie de letanía en la que se proclaman las atribuciones de amor y de bondad que le son propias (Cf. versículos 6-9).
2. Dios es el creador del cielo y de la tierra, es el custodio fiel del pacto que lo une a su pueblo, es el que hace justicia a los oprimidos, da el pan a los hambrientos y libera a los cautivos. Abre los ojos a los ciegos, levanta a los caídos, ama a los justos, protege al extranjero, sustenta al huérfano y a la viuda. Trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y sobre todos los tiempos.
Se trata de doce afirmaciones teológicas que --con su número perfecto-- quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que queda involucrado en su historia, luchando por la justicia, poniéndose de parte de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.
3. El hombre se encuentra, entonces, frente a una opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación de confiar en los potentes (Cf. versículo 3), adoptando sus mismos criterios inspirados en la malicia, en el egoísmo, y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino resbaladizo y que conduce al fracaso, son «senderos tortuosos y llenos de revueltas» (Cf. Proverbios 2, 15), que tiene como meta la desesperación.
De hecho, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como lo expresa el mismo nombre «’adam» (Adán) que en hebreo hace referencia a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre, repite con frecuencia la Biblia, es como una casa que se derrumba (Cf. Eclesiastés 12, 1-7), como una tela de araña que desgarra el viento (Cf. Job 8, 14), como la hierba verde en la mañana que se seca en la noche (Cf. Salmos 89,5-6 y 102,15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus proyectos se deshacen y vuelve a convertirse en polvo: «exhala el espíritu y vuelve al polvo,
ese día perecen sus planes» (Sal 145,4).
4. Sin embargo, el hombre tiene otra posibilidad ante sí, exaltada por el Salmista con una bienaventuranza: «Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor, su Dios» (versículo 5). Este es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El «amén», verbo hebreo de la fe, significa precisamente basarse en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su potencia infinita. Pero significa sobre todo compartir sus opciones, ilustradas por la profesión de fe y de alabanza antes descrita.
Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, ofrecer el pan a los hambrientos, visitar a los prisioneros, apoyar y consolar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y míseros. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas: decidirse por esa propuesta de amor que nos salva ya en esta vida y que después será objeto de nuestro examen en el juicio final, que sellará la historia. Entonces seremos juzgados por la opción de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo, en el encarcelado. «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mateo 25, 40), dirá entonces el Señor.
5. Concluyamos nuestra meditación sobre el Salmo 145 con una reflexión que nos ha ofrecido la tradición cristiana sucesiva.
Orígenes, gran escritor del siglo III, al comentar el versículo 7 de este Salmo, en el que se dice: el Señor «da pan a los hambrientos..., liberta a los cautivos», percibe una referencia implícita a la Eucaristía: «Tenemos hambre de Cristo, y Él mismo nos dará el pan del cielo. "Danos hoy nuestro pan de cada día". Quienes dicen esto están hambrientos; quienes sienten la necesidad del pan, están hambrientos». Este hambre es plenamente saciada por el Sacramento eucarístico, en el que el hombre se alimenta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo (Cf. Orígenes- Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos» --«74 omelie sul libro dei Salmi»--, Milán 1993, pp. 526-527).
Audiencia del Miércoles 02 de julio del 2002