1. Se acaba de proclamar el Salmo 142, el último de los llamados «Salmos penitenciales», que forman parte de las siete súplicas distribuidas en el Salterio (Cf. Salmos 6; 31; 37; 50; 101; 129; 142). La tradición cristiana los utiliza para invocar del Señor el perdón de los pecados. A san Pablo le gustaba particularmente el texto en el que hoy queremos profundizar, pues había llegado a la deducción de una radical pecaminosidad de toda creatura humana: «ningún hombre vivo es inocente frente a ti», Señor (versículo 2). Esta frase es tomada por el apóstol como fundamento de su enseñanza sobre el pecado y sobre la gracia (Cf. Gálatas 2, 16; Romanos 3, 20).
La Liturgia de los Laudes nos propone esta súplica como propósito de fidelidad e imploración de la ayuda divina al comenzar la jornada. El Salmo, de hecho, nos hace decir a Dios: «En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti» (Salmo 142, 8).
2. El Salmo comienza con una intensa e insistente invocación dirigida a Dios, fiel a las promesas de salvación ofrecidas al pueblo (Cf. versículo 1). El orante reconoce que no tiene méritos que hacer valer y por tanto pide humildemente a Dios que no asuma la actitud de un juez (Cf. versículo 2).
Después describe la situación dramática, como la de una pesadilla mortal, en la que se debate: el enemigo, que es la representación del mal en la historia y el mundo, le ha llevado hasta el umbral de la muerte. Ahí está, postrado en el polvo de la tierra, que es una imagen del sepulcro; presenta las tinieblas, que son la negación de la luz, signo divino de vida; y menciona, por último «los muertos ya olvidados» (Cf. versículo 3), entre los cuales le parece que ha quedado relegado.
3. La misma existencia del Salmista queda devastada: le falta la respiración y siente el corazón como un pedazo de hielo, incapaz de seguir latiendo (Cf. versículo 4). Al fiel, aterrado y pisoteado, sólo le quedan el movimiento de las manos, que se levantan al cielo en un gesto que es al mismo tiempo de imploración de ayuda y de búsqueda de apoyo (Cf. versículo 6). El pensamiento se dirige al pasado, en el que Dios realizó prodigios (Cf. versículo 5).
Esta chispa de esperanza calienta el hielo del sufrimiento y de la prueba en la que el orante se siente sumergido y a punto de quedar arrastrado (Cf. versículo 7). Si bien la tensión sigue siendo fuerte; un rayo de luz parece perfilarse en el horizonte. Pasamos así a la segunda parte del Salmo (Cf. versículos 7-11).
4. Comienza con una nueva, apremiante invocación. El fiel, sintiendo que se le escapa la vida, lanza su grito a Dios: «Escúchame en seguida, Señor, que me falta el aliento» (versículo 7). Es más, tiene miedo de que Dios haya escondido su rostro y se aleje, abandonando y dejando sola a su criatura.
La desaparición del rostro divino hace que el hombre se hunda en la desolación, es más, en la misma muerte, pues el Señor es el manantial de la vida. Precisamente en esta especie de última frontera florece la confianza en el Dios que no abandona. El orante multiplica sus invocaciones y las apoya con declaraciones de confianza en el Señor: «confío en ti... levanto mi alma a ti... me refugio en ti... tú eres mi Dios...». Pide ser librado de sus enemigos (Cf. versículos 8-12) y liberado de la angustia (Cf. versículo 11), pero repite otra petición que manifiesta una profunda aspiración espiritual: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios» (versículo 10a; Cf. versículos 8b. 10b.). Tenemos que asumir esta admirable petición. Tenemos que comprender que nuestro bien más grande es la unión de nuestra voluntad con la voluntad de nuestro Padre celestial, pues sólo así podemos recibir todo su amor, que nos lleva a la salvación y a la plenitud de la vida. Si no es acompañada por un intenso deseo de docilidad a Dios, la confianza en Él no es auténtica.
El orante es consciente y expresa por tanto este deseo. Eleva una auténtica profesión de confianza en Dios salvador, que arranca de la angustia y vuelve a dar gusto de la vida, en nombre de su «justicia», es decir, de su fidelidad amorosa y salvadora (Cf. versículo 11). Surgida de una situación particularmente angustiosa, la oración desemboca en la esperanza, en la alegría y en la luz, gracias a una sincera adhesión a Dios y a su voluntad, que es una voluntad de amor. Esta es la potencia de la oración, regeneradora de vida y de salvación.
5. Fijando la mirada en la luz de la mañana de la gracia (Cf. versículo 8) san Gregorio Magno, en su comentario a los siete Salmos penitenciales, describe así el alba de la esperanza y de la alegría: «Es el día iluminado por ese auténtico sol que no se pone, al que las nubes no pueden hacer tenebroso y que no es oscurecido por la niebla... Cuando aparezca Cristo --nuestra vida-- y comencemos a ver a Dios con el rostro descubierto, entonces desaparecerá toda ofuscación de las tinieblas, se disipará el humo de la ignorancia, se levantará la niebla de toda tentación... Será el día más luminoso y resplandeciente, preparado para todos los elegidos por aquel que nos ha arrebatado del poder de las tinieblas y nos ha llevado al reino de su Hijo amado. La mañana de ese día es la resurrección futura... En esa mañana brillará la felicidad de los justos, aparecerá la gloria, será la exultación al ver a Dios enjugando toda lágrima de los ojos de los santos, cuando quedará destruida la muerte, cuando los justos resplandecerán como el sol en el reino del Padre. En esa mañana, el Señor hará experimentar su misericordia... diciendo: «Venid a mí, benditos de mi Padre» (Mateo 25, 34). Entonces se manifestará la misericordia de Dios, imposible de concebir por la mente humana. De hecho, el Señor ha preparado para aquellos que le aman lo que el ojo no puede ver, ni el oído escuchar, ni lo que puede entrar en el corazón del hombre» («PL 79», col. 649-650).
Audiencia del Miércoles 09 de julio del 2003