1. La noche del 3 de octubre de 1226 san Francisco de Asís estaba falleciendo: su última oración fue precisamente el Salmo 141, que acabamos de escuchar. San Buenaventura recuerda que Francisco «exclamó con el Salmo: "A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor" y lo rezó hasta el versículo final: "Me rodearán los justos cuando me devuelvas tu favor"» (Leyenda Mayor, XIV,5, in: Fuentes Franciscanas, Padua - Asís 1980, p. 958).
El Salmo es una súplica intensa, salpicada por una serie de verbos de imploración al Señor: «clamo al Señor», «suplico al Señor», «desahogo ante Él mis afanes», «expongo ante Él mi angustia» (versículos 2-3). En la parte central del Salmo destaca la confianza en Dios que no es indiferente al sufrimiento del fiel (Cf. versículos 4-8). Con esta actitud, Francisco se encaminó hacia la muerte.
2. Se dirige a Dios con un «Tú», como quien se dirige a una persona que da seguridad: «Tú eres mi refugio» (versículo 6). «Tú conoces mi vida», es decir, el itinerario de mi vida, un recorrido marcado por la opción por la justicia. En este camino, sin embargo, los impíos han tendido una trampa (Cf. versículo 4): es la típica imagen tomada de las escenas de caza, frecuente en las súplicas de los Salmos, para indicar los peligros y las insidias a las que es sometido el justo.
Ante esta pesadilla, el Salmista lanza una señal de alarma para que Dios se dé cuenta de su situación e intervenga: «Mira a la derecha, fíjate» (versículo 5). Según la costumbre oriental, a la derecha de una persona estaba su defensor o el testigo favorable en un tribunal; o en la guerra, el guardia de cuerpo. El fiel, por tanto, está solo y abandonado, «nadie me hace caso». Por este motivo expresa una constatación angustiosa: «No tengo adónde huir, nadie mira por mi vida» (versículo 5).
3. Inmediatamente después, un grito revela la esperanza del corazón del que ora. En esa situación, la única protección y la única cercanía eficaz es la de Dios: «Tú eres mi refugio
y mi lote en el país de la vida» (versículo 6). El «lote», en el lenguaje bíblico, es el don de la tierra prometida, signo de amor divino por el pueblo. El Señor se convierte en el último y único fundamento sobre el que se puede apoyar, la única posibilidad de vida, la suprema esperanza.
El salmista lo invoca con insistencia, pues «estoy agotado» (versículo 7). Le suplica que intervenga para romper las cadenas de su cárcel de la soledad y de la hostilidad (Cf. versículo 8) y sacarle del abismo de la prueba.
4. Al igual que en otros salmos de súplica, la perspectiva final es la de la acción de gracias que se ofrecerá a Dios por haberle escuchado: «Sácame de la prisión, y daré gracias a tu nombre» (ibídem). Cuando sea salvado, el fiel irá a dar gracias al Señor en la asamblea litúrgica (Cf. ibídem). Le rodearán los justos, que experimentarán la salvación del hermano como un don que también se les ha hecho a ellos.
Esta atmósfera debe darse también en las celebraciones cristianas. El dolor de cada uno debe encontrar eco en el corazón de todos; al mismo tiempo, la alegría de cada uno debe ser vivida por toda la comunidad en oración. De hecho, «Qué bueno, qué dulce es habitar los hermanos todos juntos» (Salmo 132, 1) y el Señor Jesús dijo: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo 18, 20).
5. La tradición cristiana ha aplicado el Salmo 141 a Cristo perseguido y sufriente. En esta perspectiva, la meta luminosa de la súplica del Salmo se transfigura en un signo pascual, que se basa en el final glorioso de la vida de Cristo y de nuestro destino de resurrección con él.
Así lo afirma san Hilario de Poitiers, famoso doctor de la Iglesia del siglo IV, en su «Tratado sobre los Salmos».
Comenta la traducción latina del último versículo del Salmo, que habla de recompensa para el que ora y de la espera de estar junto a los justos: «Me expectant iusti, donec retribuas mihi». San Hilario explica: «El apóstol nos muestra cuál es la recompensa que le dio el Padre a Cristo: "Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda a lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre" (Filipenses 2, 9-11). Esta es la recompensa: al cuerpo se le da la eternidad de la gloria del Padre. "Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Filipenses 3, 20-21). Los justos, de hecho, le esperan para que los recompense, haciéndoles conformes a la gloria de su cuerpo, que es bendito por los siglos de los siglos. Amén» (PL 9, 833-837).
Audiencia del Miércoles 12 de noviembre del 2003