1. En las catequesis precedentes, hemos hecho un repaso de la estructura y del valor de la Liturgia de las Vísperas, la gran oración eclesial del anochecer. Ahora nos adentramos en su interior. Será como peregrinar por esa especie de «tierra santa» que constituyen los Salmos y los Cánticos. Nos detendremos cada vez ante cada una de las oraciones poéticas, que Dios ha sellado con su inspiración. El mismo Señor desea que se le dirijan estas invocaciones. Le gusta escucharlas, sintiendo vibrar en ellas el corazón de sus hijos amados.
Comenzaremos con el Salmo 140, con el que comienzan las Vísperas del domingo de la primera de las cuatro semanas con las que, tras el Concilio, ha quedado articulada la oración del anochecer de la Iglesia.
2. «Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde». El versículo 2 de este Salmo puede considerarse como el signo distintivo de todo el canto y la justificación evidente del motivo por el que ha sido colocado dentro de la Liturgia de las Vísperas. La idea expresada refleja el espíritu de la teología profética que une íntimamente el culto con la vida, la oración con la existencia.
La misma oración, hecha con corazón puro y sincero, se convierte en un sacrificio ofrecido a Dios. Todo el ser de la persona que reza se convierte en un acto de sacrificio, anticipándose a lo que sugerirá san Pablo, cuando invitará a los cristianos a ofrecer sus cuerpos como sacrificio viviente, santo, grato a Dios: este es el sacrificio espiritual que él acepta (Cf. Romanos 12, 1).
Las manos alzadas en la oración son un puente de comunicación con Dios, como el humo que se eleva de la víctima con su olor suave durante el rito de sacrificio vespertino.
3. El Salmo continúa con el tono de una súplica, que nos ha llegado a través de un texto que en su original hebreo presenta muchas dificultades y obscuridades interpretativas (sobre todo en los versículos 4 a 7).
De todos modos, es posible identificar su sentido general y transformarlo en meditación y oración. Ante todo, el orante pide al Señor que impida que sus labios (Cf. versículo 3) y los sentimientos de su corazón sean atraídos e inducidos «a cometer crímenes y delitos» (Cf. versículo 4). Palabras y obras son, de hecho, la expresión de la opción moral de la persona. Es fácil que el mal ejerza una atracción tal que lleve incluso al fiel a participar «en banquetes» que ofrecen los pecadores, sentándose en su mesa, es decir, participando en sus acciones perversas.
De este modo, el Salmo adquiere por así decir el sabor de un examen de conciencia, al que le sigue el compromiso de escoger siempre los caminos de Dios.
4. Al llegar a este momento, el orante experimenta un vuelco que le hace pronunciar una apasionada declaración de rechazo de toda complicidad con el impío: no quiere ser de ningún modo huésped del impío ni permitir que el aceite perfumado reservado a los comensales de honor (Cf. Salmo 22, 5) testimonie su connivencia con quien hace el mal (Cf. Salmo 140, 5). Para expresar con mayor vehemencia su radical disociación del malvado, el salmista proclama después una condena indignada, expresada con el colorido recurso a imágenes de un juicio vehemente.
Se trata de una de las típicas imprecaciones del Salterio (Cf. Salmo 57 y 108), que tienen por objetivo afirmar de manera plástica e incluso pintoresca la hostilidad ante el mal, la opción por el bien y la certeza de que Dios interviene en la historia con su juicio de severa condena de la injusticia (Cf. versículos 6-7).
5. El Salmo concluye con una última invocación confiada (Cf. versículos 8-9): es un canto de fe, de gratitud y de alegría, en la certeza de que el fiel no quedará involucrado por el odio que sienten por él los perversos y de que no caerá en la trampa que le tienden, tras comprobar su decidida opción por el bien. De este modo, el justo podrá superar indemne todo engaño, como dice otro Salmo: «hemos salvado la vida, como un pájaro
de la trampa del cazador: la trampa se rompió, y escapamos» (Salmo 123, 7).
Concluyamos nuestra lectura del Salmo 140 regresando a la imagen del inicio, la de la oración del anochecer, sacrificio grato a Dios. Un gran maestro espiritual, que vivió entre el siglo IV y V, Juan Casiano --procedía de Oriente y transcurrió en Galia centro-oriental la última parte de su vida--, interpretaba estas palabras en clave cristológica: «En ellas, de hecho, se puede percibir de manera espiritual la alusión al sacrificio del anochecer, realizado por el Señor y Salvador durante su última cena, y entregado a los apóstoles, cuando sancionaba el inicio de los santos misterios de la Iglesia, o también (se puede percibir una alusión) a ese mismo sacrificio que él, al día siguiente, ofreció en la noche, al ofrecerse a sí mismo, elevando las propias manos, sacrificio que durará hasta el final de los siglos para la salvación de todo el mundo» («Las instituciones cenobíticas» --«Le istituzioni cenobitiche»--, Abadía de Praglia, Padua 1989, p. 92).
Audiencia del Miércoles 05 de noviembre del 2003