1. Este Salmo, el más breve de todos, está compuesto en el original hebreo por tan sólo diecisiete palabras, de las cuales nueve son particularmente relevantes. Se trata de una pequeña doxología, es decir, un canto esencial de alabanza, que podría servir como broche final para himnos de oración más amplios. Así se hacía, de hecho, en algunas ocasiones en la liturgia, como acontece con nuestro «Gloria al Padre», que pronunciamos al concluir la recitación de cada Salmo.
En verdad, estas pocas palabras de oración se revelan significativas y profundas para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo, dentro de una perspectiva universal. Desde este punto de vista, el primer versículo del Salmo es utilizado por el apóstol Pablo para invitar a todos los pueblos del mundo a glorificar a Dios. Escribe a los cristianos de Roma: «Los gentiles glorifican a Dios por su misericordia, como dice la Escritura: "Alabad, gentiles todos, al Señor y cántenle himnos todos los pueblos"» (Romanos 15, 9.11).
2. El breve himno que estamos meditando comienza, por tanto, como sucede con frecuencia con este tipo de Salmos, con una invitación a la alabanza , que no es dirigida sólo a Israel, sino a todos los pueblos de la tierra. Un «aleluya» debe surgir de los corazones de todos los justos que buscan y aman a Dios con corazón sincero. Una vez más, el Salterio refleja una visión de amplios horizontes, alimentada probablemente por la experiencia vivida por Israel durante el exilio en Babilonia en el siglo VI a. C. El pueblo judío encontró entonces otras naciones y culturas y experimentó la necesidad de anunciar su propia fe a aquéllos entre los que vivía. En el Salterio se da la consciencia de que el bien florece en muchos terrenos y puede ser orientado hacia el único Señor y Creador.
Podemos, por eso, hablar de un «ecumenismo» de la oración, que abarca en un abrazo a pueblos diferentes por su origen, historia y cultura. Nos encontramos en misma línea de la gran «visión» de Isaías que describe «al final de los días» la afluencia de todas las gentes hacia «el monte del templo del Señor». Caerán, entonces, de las manos las espadas y las lanzas; es más, se convertirán en arados y hoces, para que la humanidad viva en paz, cantando su alabanza al único Señor de todos, escuchando su palabra y observando su ley (cf. Isaías 2,1-5).
3. Israel, el pueblo de la elección, tiene en este horizonte universal una misión que cumplir. Tiene que proclamar dos grandes virtudes divinas, que ha experimentado viviendo la alianza con el Señor (cf. versículo 2). Estas dos virtudes, que son como los rasgos fundamentales del rostro divino, el «binomio» de Dios, como decía San Gregorio de Niza (cf. «Sobre los títulos de los Salmos» --«Sui titoli dei Salmi»--, Roma 1994, p. 183), se expresan con términos hebreos que, en las traducciones, no logran brillar con toda la riqueza de su significado.
El primero es «hésed», un término utilizado en varias ocasiones en el Salterio sobre el que ya me detuve en otra ocasión. Indica la trama de los sentimientos profundos que tienen lugar entre dos personas, ligadas por un vínculo auténtico y constante. Abarca, por tanto, valores como el amor, la fidelidad, la misericordia, la bondad, la ternura. Entre nosotros y Dios se da, por tanto, una relación que no es fría, como la que tiene lugar entre un emperador y su súbdito, sino palpitante, como la que se da entre dos amigos, entre dos esposos, o entre padres e hijos.
4. El segundo término es «emét» y es casi sinónimo del primero. También es sumamente privilegiado por el Salterio, que lo repite casi la mitad de las veces en las que resuena en el resto del Antiguo Testamento.
El término de por sí expresa la «verdad», es decir, el carácter genuino de una relación, su autenticidad y lealtad, que se mantiene a pesar de los obstáculos las pruebas; es la fidelidad pura y gozosa que no conoce doblez. No por casualidad el Salmista declara que «dura por siempre» (versículo 2). El amor fiel de Dios no desfallecerá y no nos abandonará a nosotros mismos, a la oscuridad de la falta de sentido, de un destino ciego, del vacío y de la muerte.
Dios nos ama con un amor incondicional, que no conoce cansancio ni se apaga nunca. Este es el mensaje de nuestro Salmo, tan breve casi como una jaculatoria, pero intenso como un gran cántico.
5. Las palabras que nos sugiere son como un eco del cántico que resuena en la Jerusalén celestial, donde una muchedumbre inmensa de toda lengua, pueblo y nación, canta la gloria divina ante el trono de Dios y ante el Cordero (cf. Apocalipsis 7, 9). La Iglesia peregrina se une a este cántico con infinitas expresiones de alabanza, moduladas con frecuencia por el genio poético y el arte musical, Pensemos, por poner un ejemplo, en el «Te Deum» del que generaciones enteras de cristianos se han servido a través de los siglos para cantar alabanzas y acción de gracias: «Te Deum laudamus, te Dominum confitemur, te aeternum Patrem omnis terra veneratur». Por su parte, el pequeño Salmo que hoy estamos meditando es una eficaz síntesis de la perenne liturgia de alabanza de la que se hace eco la Iglesia en el mundo, uniéndose a la alabanza perfecta que Cristo mismo dirige al Padre.
¡Alabemos, por tanto, al Señor! Alabémosle sin cansarnos. Pero antes de expresar nuestra alabanza con palabras, debe manifestarse con la vida. Seremos muy poco creíbles si invitáramos a los pueblos a dar gloria al Señor con nuestro salmo y no tomáramos en serio la advertencia de Jesús: «Brille vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16). Cantando el Salmo 116, como sucede con todos los Salmos que aclaman al Señor, la Iglesia, Pueblo de Dios, se esfuerza por convertirse ella misma en un cántico de alabanza.
Audiencia del Miércoles 28 de noviembre del 2001