1. Tras las huellas de una antigua tradición, el Salmo 109, que acabamos de proclamar, constituye el componente primario de las Vísperas dominicales. Aparece en cada una de las cuatro semanas en las que se articula la Liturgia de las Horas. Su brevedad, acentuada por la exclusión en el uso litúrgico cristiano del versículo 6, de carácter imprecatorio, no implica una ausencia de dificultades exegéticas e interpretativas. El texto se presenta como un salmo real, ligado a la dinastía de David, y probablemente hace referencia al rito de entronización del soberano. Sin embargo, la tradición judía y cristiana ha visto en el rey consagrado el perfil del Consagrado por excelencia, el Mesías, el Cristo. Desde esta perspectiva, el Salmo se convierte en un canto luminoso elevado por la Liturgia cristiana al Resucitado en el día festivo, memoria de la Pascua del Señor.
2. El Salmo 109 tiene dos partes, ambas caracterizadas por la presencia de un oráculo divino. El primer oráculo (Cf. versículos 1-3) está dirigido al soberano en el día de su entronización solemne a la «derecha» de Dios, es decir, junto al Arca de la Alianza en el templo de Jerusalén. La memoria de la «generación» divina del rey formaba parte del protocolo oficial de su coronación y tenía para el rey un valor simbólico de investidura y de tutela, al ser el rey lugarteniente de Dios en la defensa de la justicia (Cf. versículo 3).
En la relectura cristiana, esta «generación» se hace real al presentar a Jesucristo como auténtico Hijo de Dios. Así sucedió en el uso cristiano de otro famoso salmo regio-mesiánico, el segundo del Salterio, en el que se lee este oráculo divino: «Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy» (Salmo 2, 7).
3. El segundo oráculo del Salmo 109 tiene, por el contrario, un contenido sacerdotal (Cf. versículo 4). El rey también desempeñaba antiguamente funciones de culto, no según la línea del sacerdocio levítico, seno según otra relación: la del sacerdocio de Melquisedec, el rey-sacerdote de Salem, Jerusalén preisraelita (Cf. Génesis 14,17-20).
En la perspectiva cristiana, el Mesías se convierte en el modelo de un sacerdocio perfecto y supremo. La Carta a los Hebreos, en su parte central, exaltará este ministerio sacerdotal «a semejanza de Melquisedec» (5, 10), viéndolo encarnado en plenitud en la persona de Cristo.
4. El primer oráculo es citado en varias ocasiones por el Nuevo Testamento para celebrar el carácter mesiánico de Jesús (Cf. Mateo 22, 44; 26,64; Hechos 2, 34-35; 1 Corintios 15, 25-27; Hebreos 1,13). El mismo Cristo ante el sumo sacerdote y ante el Sanedrín judío retomará explícitamente este Salmo, proclamando que se sentará «a la diestra del Poder» divino, como se dice en el Salmo 109, 1 (Marcos 14,62; Cf. 12, 36-37).
En nuestro itinerario por los textos de la Liturgia de las Horas volveremos a comentar este salmo. Para concluir nuestra breve presentación de este himno mesiánico queremos subrayar su interpretación cristológica.
5. Lo hacemos con una síntesis de san Agustín. En el «Comentario al Salmo 109», pronunciado en la Cuaresma del año 412, presentaba el Salmo como una auténtica profecía de las promesas divinas sobre Cristo. El famoso padre de la Iglesia decía: «Era necesario conocer al único Hijo de Dios, que vendría entre los hombres para asumir al hombre y para convertirse en hombre a través de la naturaleza asumida: moriría, resucitaría, ascendería al cielo, se sentaría a la derecha del Padre y cumpliría entre las gentes lo que había prometido… Todo esto debía ser profetizado y preanunciado para que no atemorizara a nadie si acontecía de repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo fuese también de una ardiente esperanza. En el ámbito de estas promesas se enmarca este Salmo, que profetiza en términos particularmente seguros y explícitos a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, en quien no podemos dudar ni siquiera un momento que haya sido anunciado el Cristo» («Comentarios a los Salmos», «Esposizioni sui Salmi», III, Roma 1976, pp. 951.953).
6. Dirigimos ahora nuestra invocación al Padre de Jesucristo, único rey y sacerdote perfecto y eterno, para que haga de nosotros un pueblo de sacerdotes y de profetas de paz y de amor, un pueblo que cante a Cristo rey y sacerdote, quien se inmoló para reconciliar consigo, en un solo cuerpo, a toda la humanidad, creando al hombre nuevo (Cf. Efesios 2, 15-16).
Audiencia del Miércoles 18 de agosto de 2004