1. «Ante toda la asamblea de Israel, Moisés pronunció hasta el fin las palabras de este cántico» (Deuteronomio 31, 30). Así comienza el cántico que acabamos de proclamar, que ha sido tomado de las últimas páginas del Deuteronomio, precisamente del capítulo 32. La Liturgia de las Horas ha tomado sus primeros doce versículos, reconociendo en ellos un gozoso himno al Señor que protege y atiende con amor a su pueblo en medio de los peligros y de las dificultades de la jornada. El análisis del cántico ha revelado que se trata de un texto antiguo, pero posterior a Moisés, que ha sido puesto en sus labios para conferirle un carácter de solemnidad. Este canto litúrgico se coloca en las raíces mismas de la historia del pueblo de Israel. No faltan en esta página de oración referencias o nexos con algunos salmos o con el mensaje de los profetas: se convierte así en una sugerente e intensa expresión de la fe de Israel.
2. El cántico de Moisés es más amplio que el pasaje propuesto por la Liturgia de los Laudes, de hecho constituye sólo el preludio. Algunos expertos han creído encontrar en esta composición un género literario definido técnicamente con el término hebreo «rîb», es decir, «querella», «litigio procesual». La imagen de Dios presente en la Biblia no es la de un ser oscuro, una energía anónima y bruta, un hecho incomprensible. Es, por el contrario, una persona que siente, que obra y actúa, ama y condena, participa en el vida de sus criaturas y no es indiferente a sus obras. De este modo, en nuestro caso, el Señor convoca una especie de juicio, en presencia de testigos, denuncia los delitos del pueblo acusado, exige un castigo, pero deja empapar su veredicto por una misericordia infinita. Sigamos las huellas de esta vicisitud, deteniéndonos en los versículos que la Liturgia nos propone.
3. Ante todo menciona a los espectadores-testigos cósmicos: «Escuchad, cielos..., oye, tierra» (Deuteronomio 32, 1). En este proceso simbólico, Moisés desempeña el papel de fiscal. Su palabra es eficaz y fecunda como la palabra profética, expresión de la divina. Nótese el flujo significativo de imágenes que la definen: se trata de signos tomados de la naturaleza como la lluvia, el rocío, el granizo, la llovizna y el orvallo de agua que hacen verdear la tierra y la cubren de césped (Cf. versículo 2).
La voz de Moisés, profeta e intérprete de la palabra divina, anuncia la inminente entrada en escena del gran juez, el Señor, del que pronuncia su santísimo nombre, exaltando uno de sus muchos atributos. Llama al Señor la Roca (Cf. versículo 4), un título que salpica todo nuestro cántico (Cf. Versículos 15. 18. 30. 31. 37), una imagen que exalta la fidelidad estable e inquebrantable de Dios, muy diversa de la inestabilidad e infidelidad del pueblo. El tema se desarrolla con una serie de afirmaciones sobre la justicia divina: «Sus obras son perfectas, sus caminos son justos, es un Dios fiel, sin maldad; es justo y recto» (versículo 4).
4. Después de la solemne presentación del Juez supremo, que es también la parte agraviada, el objetivo del cantor se dirige al imputado. Para definirlo, recurre a una representación eficaz de Dios como padre (Cf. versículo 6). Sus criaturas tan amadas son llamadas hijos, pero por desgracia son «hijos degenerados» (Cf. versículo 5). Sabemos, de hecho, que ya en el Antiguo Testamento se da una concepción de Dios como Padre cariñoso con sus hijos que con frecuencia le decepcionan. (Éxodo 4, 22; Deuteronomio 8, 5; Salmo 102, 13; Sirácida 51, 10; Isaías 1, 2; 63, 16; Oseas 11, 1-4). Por este motivo, la denuncia no es fría, sino apasionada: « ¿Así le pagas al Señor, pueblo necio e insensato? ¿No es él tu padre y tu creador, el que te hizo y te constituyó?» (Deuteromio 32, 6). Es, de hecho, muy diferente rebelarse a un soberano implacable que enfrentarse contra un padre amoroso.
Para hacer concreta la acusación y hacer que la conversión surja de la sinceridad del corazón, Moisés recurre a la memoria: «Acuérdate de los días remotos, considera las edades pretéritas» (versículo 7). La fe bíblica es, de hecho, un «memorial», es decir, un redescubrimiento de la acción eterna de Dios diseminada a través del tiempo; es hacer presente y eficaz esa salvación que el Señor ofreció y sigue ofreciendo al hombre. El gran pecado de la infidelidad coincide, entonces, con la «falta de memoria», que cancela el recuerdo de la presencia divina en nosotros y en la historia.
5. El acontecimiento fundamental que no hay que olvidar es el de la travesía del desierto después de la huida a Egipto, tema capital para el Deuteronomio y para todo el Pentateuco. Se evoca así el viaje terrible y dramático en el desierto del Sinaí, «en una soledad poblada de aullidos» (Cf. versículo 10), como dice con una imagen de fuerte impacto emotivo. Pero allí, Dios se inclina sobre su pueblo con una ternura y una dulzura sorprendentes. Al símbolo del padre se le añade el materno del águila: «Lo rodeó cuidando de él, lo guardó como a las niñas de sus ojos. Como el águila incita a su nidada, revolando sobre los polluelos, así extendió sus alas» (versículos 10-11). El camino por la estepa desierta se transforma, entonces, en un recorrido tranquilo y sereno, a causa del manto protector del amor divino.
El canto hace referencia también al Sinaí, donde Israel se convierte en aliado del Señor, su «lote» y su «heredad», es decir, la realidad más preciosa (Cf. versículo 9; Éxodo 19, 5). El cántico de Moisés se convierte de este modo en un examen de conciencia conjunto para que al final no sea el pecado quien responde a los beneficios divinos, sino la fidelidad.
Audiencia del Miércoles 19 de junio del 2002