1. El canto del profeta Jeremías, que eleva desde su horizonte histórico hasta el cielo, es amargo y sufrido (14, 17-21). Acabamos de escucharlo como una invocación, que la Liturgia de los Laudes propone en el día en el que conmemora la muerte del Señor, el viernes. El contexto del que surge esta lamentación está representado por el látigo que con frecuencia flagela la tierra de Oriente Próximo: la sequía. Pero a este drama natural une otro que no es menos aterrador, la tragedia de la guerra: «Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre» (versículo 18). La descripción por desgracia es trágicamente actual en muchas regiones de nuestro planeta.
2. Jeremías aparece en la escena con los ojos deshechos en lágrimas: es un llanto ininterrumpido por «la doncella de mi pueblo», es decir, por Jerusalén. De hecho, según un símbolo bíblico muy conocido, la ciudad es representada con una imagen femenina, «la hija de Sión». El profeta participa íntimamente en la «terrible desgracia» y la «herida de fuertes dolores» (versículo 17). Con frecuencia, sus palabras están marcadas por el dolor y las lágrimas, pues Israel no se deja involucrar por el mensaje misterioso que lleva consigo el sufrimiento. En otra página, Jeremías exclama: «si no le oyereis, en silencio llorará mi alma por ese orgullo, y dejarán caer mis ojos lágrimas, y verterán copiosas lágrimas, porque va cautiva la grey del Señor» (13, 17).
3. El motivo de la lacerante invocación del profeta, como decía, es debido a dos acontecimientos trágicos: la espada y el hambre, es decir, la guerra y la carestía (Cf. Jeremías 14, 18). Estamos, por tanto, en una situación histórica atormentada, y es significativo el retrato del profeta y del sacerdote, custodios de la Palabra del Señor, que «vagan sin sentido por el país» (ibídem).
La segunda parte del Cántico (Cf. versículos 19-21) deja de ser un lamento individual, en primera persona del singular, para convertirse en una súplica colectiva dirigida a Dios: «¿Por qué nos has herido sin remedio?» (versículo 19). Además de la espada y del hambre, se da una tragedia mayor, la del silencio de Dios, que deja de revelarse y parece encerrarse en su cielo, como disgustado por el comportamiento de la humanidad. Las preguntas que se le dirigen son, por tanto, tensas y explícitas, en sentido típicamente religioso: «¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión?» (versículo 19). Se sienten solos, abandonados, sin paz, sin salvación ni esperanza. El pueblo abandonado a su propio destino, se encuentra como perdido y sobrecogido por el terror.
¿No es quizá esta soledad existencial la fuente profunda de toda la insatisfacción que percibimos también en nuestros días? Tanta inseguridad y tantas reacciones desconsideradas tienen su origen en haber abandonado a Dios, roca de salvación.
4. En este momento, llega el gran cambio: el pueblo regresa a Dios y le dirige una intensa oración. Reconoce ante todo el propio pecado con una breve pero sentida confesión de culpa: «Señor, reconócenos nuestra impiedad... porque pecamos contra ti» (versículo 20). El silencio de Dios era, por tanto, provocado por el rechazo del hombre. Si el pueblo se convierte y regresa al Señor, también Dios se mostrará disponible para salir a su encuentro y abrazarlo.
Al final, el profeta utiliza dos palabras fundamentales: el «recuerdo» y la «alianza» (versículo 21). El pueblo pide a Dios a «acordarse», es decir, a retomar el hilo de su benevolencia generosa, manifestada en tantas ocasiones durante el pasado con intervenciones decisivas para salvar a Israel. Pide que se acuerde de que Él está ligado a su pueblo por una alianza de fidelidad y de amor. Precisamente por esta alianza el pueblo puede confiar en que el Señor intervendrá para liberarle y salvarle. El compromiso asumido por Él, el honor de su «nombre», el hecho de su presencia en el templo, «tu trono glorioso», llevan a Dios --después del juicio por el pecado y el silencio-- a acercarse de nuevo a su pueblo para devolverle vida, paz y alegría.
Junto con los israelitas, también nosotros podemos, por tanto, estar seguros de que el Señor no nos abandona para siempre, sino que después de toda prueba purificadora, vuelve «a iluminar su rostro sobre nosotros y a sernos propicio» y a «concedernos la paz», como se dice en la bendición sacerdotal referida en el libro de los Números (6,25-26).
5. Para concluir podemos asociar la súplica de Jeremías a una exhortación conmovedora dirigida a los cristianos de Cartago por san Cripriano, obispo de la ciudad en el siglo III. En tiempos de persecución, san Cipriano exhorta a sus fieles a implorar al Señor. Esta imploración no es exactamente igual a la súplica del profeta, pues no contiene una confesión de los pecados, ya que la persecución no es un castigo por los pecados, sino una participación en la pasión de Cristo. De todos modos, se trata de una imploración tan apremiante como la de Jeremías: «Imploremos al Señor --dice san Cipriano-- sinceros y unidos, sin dejar nunca de pedir y con la confianza de obtenerlo. Implorémosle gimiendo y llorando, como es justo que imploren quienes se encuentran entre los desventurados que lloran o temen desventuras, entre los que han quedado postrados por la masacre o los que permanecen en pie. Pidamos que se nos restituya pronto la paz, que se nos ayude en nuestros escondites y en los peligros, que se cumpla lo que el Señor se digna en mostrar a sus siervos: la restauración de su Iglesia, la seguridad de nuestra salud eterna, el buen tiempo tras la lluvia, la luz tras las tinieblas, la tranquilidad tras las tormentas y torbellinos, la ayuda piadosa de su amor de padre, las grandezas que conocemos de su divina majestad» («Epistula» 11,8, in: S. Pricoco - M. Simonetti, «La preghiera dei cristiani», Milano 2000, pp. 138-139).
Audiencia del Miércoles 11 de diciembre del 2002