1. El himno que acabamos de escuchar está tomado de la última página del Libro de Isaías, canto de alegría dominado por la figura materna de Jerusalén (Cf. 66, 11) y, después, por la atención amorosa del mismo Dios (Cf. versículo 13). Los estudiosos de la Biblia consideran que esta sección final, abierta a un futuro espléndido y festivo, es el testimonio de una voz posterior, la de un profeta que celebra el renacimiento de Israel, tras el paréntesis obscuro del exilio en Babilonia. Nos encontramos, por tanto, en el siglo VI a. c., dos siglos después de la misión de Isaías, el gran profeta bajo cuyo nombre se presenta toda esta obra inspirada. Nosotros seguiremos ahora el discurrir gozoso de este breve cántico, que comienza con tres imperativos que constituye una invitación a la felicidad: « Festejad», «gozad», «alegraos» (Cf. versículo 10). Este es el luminoso hilo conductor que atraviesa con frecuencia las últimas páginas del libro de Isaías: los afligidos de Sión se alegran, son coronados, ungidos por el «aceite de gozo» (61,3); el mismo profeta goza «en el Señor, exulta mi alma en mi Dios» (v. 10); «con gozo de esposo por su novia se gozará Dios» por su pueblo (62, 5). En la página precedente a nuestro canto y nuestra oración, el Señor mismo participa en la felicidad de Israel que esta a punto de renacer como nación: «habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear. Pues he aquí que yo voy a crear a Jerusalén "Regocijo", y a su pueblo "Alegría"» (65,18-19).
2. El manantial y la razón de esta exultación interior se encuentra en la nueva vitalidad de Jerusalén, resurgida de las cenizas de la ruina, que se había abatido sobre ella cuando los ejércitos babilonios la demolieron. Se habla, de hecho, de su «luto» (66, 10) que ya ha quedado a las espaldas. Como sucede con frecuencia en diferentes culturas, la ciudad es representada con imágenes femeninas, es más, maternas. Cuando una ciudad está en paz, es como el seno protegido y seguro; es más, es como una madre que amamanta a sus hijos con abundancia y ternura (Cf. v. 11). Desde este punto de vista, la realidad a la que la Biblia llama con la expresión familiar «la hija de Sión», es decir Jerusalén, vuelve a convertirse en una ciudad-madre que acoge, alimenta y da la felicidad a sus hijos, es decir, sus habitantes. Sobre este escenario de vida y ternura desciende después la palabra del Señor que tiene el tono de una bendición (Cf. versículos 12-14).
3. Dios repasa otras imágenes ligadas a la fecundidad: habla de ríos y torrentes, es decir, de aguas que simbolizan la vida, la vegetación, la prosperidad de la tierra y de sus habitantes (Cf. versículo 12). La prosperidad de Jerusalén, su «paz» («shalom»), don generoso de Dios, asegurará a sus hijos una existencia rodeada de ternura materna: «Llevarán en brazos a sus criaturas
y sobre las rodillas las acariciarán» (ibídem) y esta ternura materna será ternura del mismo Dios: «como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (versículo 13). De este modo, el Señor utiliza la metáfora materna para describir su amor por sus criaturas.
También en el libro de Isaías se pude leer poco antes un pasaje que atribuye a Dios un perfil materno: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (49, 15).
En nuestro Cántico las palabras del Señor dirigidas a Jerusalén terminan retomando el tema de la vitalidad interior, expresado con otra imagen de fertilidad y de energía: la de la hierba fresca, imagen aplicada a los huesos, para indicar el vigor del cuerpo y de la existencia (Cf. 66, 14).
4. Al llegar a este punto, ante la ciudad-madre, es fácil ampliar la mirada hasta el perfil de la Iglesia, virgen y madre fecunda. Concluyamos nuestra meditación sobre la Jerusalén renacida con una reflexión de san Ambrosio, tomada de su obra «Las vírgenes»: «La santa Iglesia es inmaculada en su unión conyugal: fecunda por sus partos, virgen por su castidad, a pesar de los hijos que engendra. Nos ha dado a luz, por tanto, una virgen que no ha concebido por obra de un hombre sino por obra del Espíritu. Nos ha dado a luz una virgen, pero no con dolores físicos, sino con el júbilo de los ángeles. Una virgen nos amamanta, pero no con la leche del cuerpo, sino con esa de la que habla el apóstol, cuando dice haber amamantado en la tierna edad del pueblo de Dios que crece.
¿Qué mujer casada tiene más hijos que la santa Iglesia? Es virgen por la santidad que recibe en los sacramentos y madre de pueblos. Su fecundidad está atestiguada también por la Escritura, que dice: "más son los hijos de la abandonada, que los hijos de la casada" (Isaías 54, 1; Gálatas 4, 27). Nuestra madre no tiene un hombre sino un esposo, pues tanto la Iglesia en los pueblos como el alma de cada uno de sus individuos --inmunes de cualquier infidelidad, fecundas en la vida del espíritu-- sin que decaiga su pudor, se casan con el Verbo de Dios como con un esposo eterno» (I,31: Saemo 14/1, pp. 132-133).
Audiencia del Miércoles 16 de julio de 2003