1. En el libro que lleva el nombre del profeta Isaías, los estudiosos han identificado la presencia de diferentes voces, colocadas todas bajo el patronato del gran profeta que vivió en el siglo VIII a. C. Es el caso del vigoroso himno de alegría y de victoria que se acaba de proclamar, como parte de la Liturgia de los Laudes de la cuarta semana. Los exégetas lo atribuyen al llamado Segundo Isaías, un profeta que vivió en el siglo VI a. C., en tiempos del regreso de los judíos del exilio de Babilonia. El himno comienza con un llamamiento a «cantar al Señor un cántico nuevo» (Cf. Isaías 42, 10), como sucede precisamente en otros Salmos (Cf. 95,1 y 97,1).
La «novedad» del canto que invita a entonar el profeta consiste ciertamente en la apertura del horizonte de la libertad, como cambio radical en la historia de un pueblo que ha experimentado la opresión y la estancia en tierra extranjera (Cf. Salmo 136).
2. La «novedad» tiene con frecuencia en la Biblia el sabor de una realidad perfecta y definitiva. Es casi el signo del inicio de una era de plenitud salvífica que sella la ajetreada historia de la humanidad. El Cántico de Isaías se caracteriza por este elevado tono que bien se adapta a la oración cristiana.
El mundo en su globalidad, que incluye la tierra, el mar, las islas, los desiertos y las ciudades, es invitado a elevar al Señor un «cántico nuevo» (Cf. Isaías 42, 10-12). Todo el espacio queda involucrado con sus últimos confines horizontales, que comprenden también lo desconocido, así como su dimensión vertical, que comienza en la llanura desértica, donde se encuentran las tribus nómadas de Quedar (Cf. Isaías 21, 16-17), y se eleva hasta los montes. Allí se puede encontrar la ciudad de Sela, identificada por muchos como Petra, en el territorio de los edomitas, una ciudad colocada entre picos rocosos.
Todos los habitantes de la tierra son invitados a participar en una especie de inmenso coro para aclamar al Señor exultando y dándole gloria.
3. Después de la solemne invitación al cántico (Cf. versículos 10-12), el profeta pone en la escena al Señor, representado como el Dios del Éxodo que ha liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto: «El Señor sale como un héroe, excita su ardor como un guerrero» (v. 13). Siembra el terror entre los adversarios, que oprimen a los demás y comenten injusticias. El cántico de Moisés también presenta al Señor durante la travesía del Mar Rojo como un «guerrero», dispuesto a alzar su diestra poderosa para atemorizar a los enemigos (Cf. Éxodo 15, 3-8). Con el regreso de los judíos de la deportación de Babilonia está a punto de tener lugar un nuevo éxodo y los fieles tienen que ser conscientes de que la historia no queda en manos del destino, del caos, o de las potencias opresoras: la última palabra le corresponde a Dios justo y fuerte. El Salmista cantaba: «Danos ayuda contra el adversario, que es vano el socorro del hombre» (Sal 59,13).
4. Al entrar en la escena, el Señor habla y sus palabras vehementes (Cf. Isaías 42, 14-16) quedan mezcladas por el juicio y la salvación. Comienza recordando que «desde antiguo» guardó «silencio», es decir, no intervino. El silencio divino es con frecuencia motivo de perplejidad para el justo e incluso de escándalo, como lo atestigua el prolongado grito de Job (Cf. Job 3, 1-26). Sin embargo, este silencio no indica una ausencia, como si la historia quedara en manos de los perversos y el Señor permaneciera indiferente e impasible. En realidad, ese estar callado desemboca en una relación parecida a los dolores de parto de la mujer que tiene que hacer esfuerzos, jadear y gritar. Es el juicio divino sobre el mal, representado con imágenes de aridez, destrucción, desierto (Cf. v. 15), que tiene como meta un resultado vivo y fecundo.
De hecho, el Señor hace surgir un nuevo mundo, una nueva era de libertad y de salvación. A quien estaba ciego se le abren los ojos para que goce de la luz que deslumbra. El camino se hace rápido y florece la esperanza (Cf. v. 16) para poder seguir confiando en Dios y en su futuro de paz y de felicidad.
5. Cada día el creyente sabe percibir los signos de la acción divina incluso cuando está escondida por el devenir aparentemente monótono y sin meta del tiempo. Como escribía un estimado autor cristiano moderno, «un éxtasis cósmico se apodera de la tierra: en ella se da una realidad y una presencia eterna que, sin embargo, normalmente duerme bajo el velo de la costumbre. La realidad eterna ahora tiene que revelarse, como en una manifestación de Dios, a través de todo lo que existe» (Romano Guardini, «Sabiduría de los Salmos» --«Sapienza dei Salmi»--, Brescia 1976, p. 52).
Descubrir con los ojos de la fe esta presencia divina en el espacio y en el tiempo, así como en nosotros mismos, es fuente de esperanza y de confianza, incluso cuando nuestro corazón está turbado y sacudido «como se estremecen los árboles del bosque por el viento» (Isaías 7, 2). De hecho, el Señor aparece en la escena para regir y juzgar «al mundo con justicia y rectitud» (Salmo 95, 13).
Audiencia del Miércoles 02 de abril del 2003