1. El himno que acabamos de proclamar aparece como un canto de gozo en la Liturgia de los Laudes. Constituye una especie de sello conclusivo de esas páginas del libro de Isaías conocidas por su lectura mesiánica. Se trata de los capítulos 6 a 12, denominados comúnmente como «el libro del Emmanuel». De hecho, en el centro de esos oráculos proféticos, domina la figura de un soberano que, si bien forma parte de la histórica dinastía de David, revela características transfiguradas y recibe títulos gloriosos: «Maravilla de Consejero, Dios Fuerte, Siempre Padre, Príncipe de Paz» (Isaías 9, 5).
La figura concreta del rey de Judá, que Isaías promete como hijo y sucesor de Acaz, el rey de entonces, muy alejado de los ideales davídicos, es el signo de una promesa más elevada: la del rey-Mesías que actuará en plenitud el nombre de «Emmanuel», es decir, «Dios-con-nosotros», convirtiéndose en perfecta presencia divina en la historia humana. Es fácil de entender, entonces, cómo el Nuevo Testamento y el cristianismo intuyeron en aquel perfil regio la fisonomía de Jesucristo, Hijo de Dios, hecho hombre en solidaridad con nosotros.
2. El himno al que ahora nos referimos (cfr. Isaías 12, 1-6) es considerado por los estudiosos, ya sea por su calidad literaria, ya sea por su tono general, como una composición posterior al profeta Isaías, quien vivió en el siglo VIII antes de Cristo. Es casi una cita, un texto con las características de un salmo, pensado quizá para ser utilizado en la liturgia, introducido en este momento para servir de conclusión al «libro del Emmanuel». Evoca de él algunos temas: la salvación, la confianza, la alegría, la acción divina, la presencia entre el pueblo del «Santo de Israel», expresión que indica tanto la trascendente «santidad» de Dios, como su cercanía amorosa y activa, en la que puede confiar el pueblo de Israel.
Quien canta es una persona que deja a sus espaldas una vicisitud amarga, experimentada como un acto del juicio divino. Pero ahora la prueba ha terminado, la purificación ha tenido lugar; a la cólera del Señor le sigue la sonrisa, la disponibilidad para salvar y consolar.
3. Las dos estrofas del himno demarcan por decir así dos partes. En la primera (cfr. versículos 1-3), que comienza con la invitación a rezar: «Dirás aquel día». Domina la palabra «salvación», repetida tres veces, aplicada al Señor: «Dios es mi salvación... Él fue mi salvación... las fuentes de la salvación». Recordemos, entre otras cosas, que el nombre de Isaías --como el de Jesús-- contiene la raíz del verbo hebreo «yaa´», que alude a la «salvación». El orante tiene, por tanto, la certeza inquebrantable de que en el origen de la liberación y de la esperanza se encuentra la gracia divina.
Es significativo poner de manifiesto que hace referencia implícita al gran acontecimiento salvífico del éxodo de la esclavitud de Egipto, pues cita las palabras del canto de liberación entonado por Moisés: «Mi fuerza y mi poder es el Señor» (Éxodo 15, 2).
4. La salvación donada por Dios, capaz de hacer brotar la alegría y la confianza, incluso en el día oscuro de la prueba, es representada a través de la imagen, clásica en la Biblia, del agua: «Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación» (Isaías 12, 3). Recuerda a la escena de la mujer samaritana, cuando Jesús le ofreció la posibilidad de tener en sí misma una «fuente de agua que brota para la vida eterna» (Juan 4, 14).
Cirilo de Alejandría lo comenta de manera sugerente: «Jesús llama agua viva al don vivificante del Espíritu, el único a través del cual la humanidad --aunque esté abandonada completamente, como los troncos en los montes, seca, y privada por las insidias del diablo de toda virtud--, es restituida a la antigua belleza de la naturaleza... El Salvador llama agua a la gracia del Espíritu Santo, y si uno participa de Él, tendrá en sí mismo la fuente de las enseñanzas divinas, de manera que ya no tendrá necesidad de los consejos de los demás, y podrá exhortar a aquellos que sienten sed de la Palabra de Dios. Así eran, mientras se encontraban en esta vida y sobre la tierra, los santos profetas, los apóstoles, y los sucesores de su ministerio. De ellos se ha escrito: «sacaréis aguas con gozo
de las fuentes de la salvación» («Comentario al Evangelio de Juan II» --«Commento al Vangelo di Giovanni II»--, 4, Roma 1994, pp. 272.275).
Por desgracia la humanidad, con frecuencia abandona esta fuente que quita la sed de todo el ser de la persona, como revela con amargura el profeta Jeremías: «Me abandonaron a mí, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (Jeremías 2, 13). También Isaías, unas páginas antes, había exaltado «las aguas de Siloé que discurren lentamente», símbolo de la potencia militar y económica, así como de la idolatría, aguas que entonces fascinaban a Judá, pero que la habrían sumergido.
5. Otra invitación --«Aquel día diréis»--, es el inicio de la segunda estrofa (cfr. Isaías 12, 4-6), que se convierte en un continuo llamamiento a la alabanza gozosa en honor del Señor. Se multiplican los imperativos a cantar: «Dad gracias», «invocad», «contad», «proclamad», «tañed», «anunciad», «gritad jubilosos». En el centro de la alabanza se encuentra una profesión de fe en Dios salvador, que actúa en la historia y está junto a su criatura, compartiendo sus vicisitudes: «El Señor hizo proezas... Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel» (versículos 5 y 6). Esta profesión de fe tiene una función por decir así misionera: «Contad a los pueblos sus hazañas... anunciadlas a toda la tierra» (versículos 4 y 5). La salvación alcanzada debe ser testimoniada al mundo, para que toda la humanidad acuda a las fuentes de la paz, de la alegría y de la libertad.
Audiencia del Miércoles 17 de abril del 2002