1 La Liturgia de los Laudes nos propone una serie de cánticos bíblicos de gran intensidad espiritual para acompañar la oración fundamental de los Salmos. Hoy hemos escuchado un ejemplo, tomado del tercer y último capítulo del libro Habacuc. Este profeta vivió al finalizar el siglo VII a. c., cuando el reino de Judá se sentía como aplastado por dos superpotencias en expansión, por un lado Egipto y por el otro Babilonia.
Sin embargo, muchos estudiosos consideran que este himno final es una cita. Al breve escrito de Habacuc se le habría añadido como apéndice un auténtico canto litúrgico «en tono de lamentación» para ser acompañado con «instrumentos de cuerda», como dicen dos notas puestas al inicio y al final del Cántico (Cf. Habacuc 3, 1.19b). La Liturgia de los Laudes, siguiendo con el hilo de la antigua oración de Israel, nos invita a transformar en un canto cristiano esta composición, escogiendo algunos versículos significativos (Cf. versículos 2-4.13a.15-19a).
2. El himno, que revela también una considerable fuerza poética, presenta una grandiosa imagen del Señor (Cf. versículos 3-4). Su figura domina solemnemente sobre toda la escena del mundo y el universo siente escalofríos ante su caminar majestuoso. Avanza desde el Sur, desde Temán; y desde el monte Farán (Cf. versículo 3), es decir, desde el área del Sinaí, sede de la gran epifanía reveladora para Israel. El Salmo 67 también hace una descripción del «Señor que viene desde el Sinaí al santuario» de Jerusalén (Cf. v. 18). Su aparición, según una constante en la tradición bíblica, está rodeada de luz (Cf. Habacuc 3, 4).
Es una irradiación de su misterio trascendente que se comunica a la humanidad: la luz, de hecho, está fuera de nosotros, no la podemos aferrar o detener; y sin embargo nos envuelve, ilumina y calienta. Así es Dios, lejano y cercano, imposible de aferrar y sin embargo cercano a nosotros, es más, dispuesto a estar con nosotros y en nosotros. Ante la revelación de su majestad responde desde la tierra un coro de alabanza: es la respuesta cósmica, una especie de oración a la que el hombre presta su voz.
La tradición cristiana ha vivido esta experiencia interior no sólo en el marco de la espiritualidad personal, sino también con audaces creaciones artísticas. Dejando a un lado las majestuosas catedrales de la Edad Media, mencionamos sobre todo el arte del oriente cristiano con sus admirables iconos y con la genial arquitectura de sus iglesias y monasterios.
La iglesia de santa Sofía de Constantinopla es desde este punto de vista una especie de arquetipo en lo que se refiere a la delimitación del espacio de la oración cristiana, en el que la presencia y la imposibilidad de aferrar la luz permite experimentar la intimidad y la trascendencia de la realidad divina. Ésta penetra en toda la comunidad orante hasta llegar a la médula de los huesos y al mismo tiempo le invita a superarse a sí misma para sumergirse en todo el carácter inefable del misterio. Sumamente significativas son también las propuestas artísticas y espirituales que caracterizan los monasterios de esa tradición cristiana. En aquellos auténticos espacios sagrados --y el pensamiento se dirige espontáneamente al Monte Athos-- el templo contiene en sí un signo de eternidad. El misterio de Dios se manifiesta y se esconde en esos espacios a través de la oración continua de los monjes y eremitas, considerados desde siempre como semejantes a los ángeles.
3. Pero regresemos al Cántico del profeta Habacuc. Para el autor sagrado, la entrada del Señor en el mundo tiene un significado preciso. Quiere entrar en la historia de la humanidad, «en medio de los años», como se repite dos veces en el versículo 2, para juzgar y hacer mejores las vicisitudes que nosotros afrontamos de manera confusa y en ocasiones perversa.
Entonces, Dios muestra su desdén (Cf. v. 2c) contra el mal. El canto hace referencia a una serie de intervenciones divinas inexorables, sin especificar si se trata de acciones directas o indirectas. Evoca el éxodo de Israel, cuando la caballería del faraón se hundió en el mar (Cf. v. 15). Pero aparece también la perspectiva de la obra que el Señor está a punto de cumplir con el nuevo opresor de su pueblo. La intervención divina es presentada de manera casi «visible» a través de una serie de imágenes agrícolas: «Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaben las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios, mi salvador» (versículo 17). Todo lo que es signo de paz y de fertilidad es eliminado y el mundo parece quedar como un desierto. Se trata de un símbolo común entre los profetas (Cf. Jeremías 4, 19-26; 12, 7-13; 14, 1-10) para ilustrar el juicio del Señor que no es indiferente ante el mal, la opresión, la injusticia.
4. Ante la irrupción divina, el orante queda aterrado (Cf. Habacuc 3, 16), siente un escalofrío total, se siente vaciar el alma, y experimenta el temblor, pues el Dios de la justicia es infalible, a diferencia de los jueces terrenos.
Pero la entrada del Señor tiene también otra función, que nuestro canto exalta con alegría. En su desdén, no olvida la clemencia compasiva (Cf. v. 2). Sale del horizonte de su gloria no sólo para destruir la arrogancia del impío, sino también para salvar a su pueblo y a su consagrado (Cf. v. 13), es decir, Israel y su rey. Quiere ser también liberador de los oprimidos, hacer brotar la esperanza en el corazón de las víctimas, abrir una nueva era de justicia.
5. Por este motivo, nuestro cántico, si bien está marcado por el «tono de lamento», se transforma en un himno de alegría. Las calamidades anunciadas tienen por objetivo la liberación de los opresores (Cf. v. 15). Provocan, por tanto, la alegría del justo que exclama: «yo exultaré con el Señor,
me gloriaré en Dios, mi salvador» (v. 18). La misma actitud es sugerida por Jesús a sus discípulos en tiempos de cataclismos apocalípticos: «Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación.» (Lucas 21, 28).
El versículo final del cántico de Habacuc es sumamente bello para expresar la serenidad reconquistada. El Señor es definido, como lo había hecho David en el Salmo 17, no sólo como «la fuerza» de su fiel, sino también como aquel que dona agilidad, frescura, serenidad en los peligros. David cantaba: «Yo te amo, Señor, mi fortaleza [...] Él hace mis pies como de ciervas, y en las alturas me sostiene en pie» (Salmo 17, 2. 34). Ahora, nuestro cantor exclama: «El Señor soberano es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas». (Habacuc, 3, 19). Cuando se está al lado del Señor, ya no se tiene miedo de las pesadillas y de los obstáculos, sino que se avanza con paso ligero y con alegría por el camino más áspero de la vida».
Audiencia del Miércoles 15 de mayo del 2002