1. El Cántico que acaba de resonar en nuestros oídos y corazones fue compuesto por uno de los grandes profetas de Israel. Se trata de Ezequiel, testigo de una de las épocas más trágicas vividas por el pueblo judío: el hundimiento del reino de Judá y de su capital, Jerusalén, así como el amargo exilio de Babilonia (siglo VI a. c.). Este pasaje, tomado del capítulo 36 de Ezequiel, ha pasado a formar parte de la oración cristiana de Laudes.
El contexto de esta página, transformada en himno por la liturgia, quiere penetrar en el sentido profundo de la tragedia vivida por el pueblo en aquellos años. El pecado de idolatría había contaminado la tierra dada en herencia por el Señor a Israel. Ésta, más que otras, es la causa responsable en último término de la pérdida de la patria y de la dispersión entre las naciones. Dios, de hecho, no es indiferente ante el bien y el mal. Entra misteriosamente en el escenario de la humanidad con su juicio, antes o después, desenmascara el mal, defiende las víctimas, indica el camino de la justicia.
2. Pero el objetivo de la acción de Dios no es nunca la ruina, la mera condena, la aniquilación del pecador. El mismo profeta Ezequiel refiere estas palabras divinas: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? [...]Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere. Convertíos y vivid» (18,23.32). Desde esta perspectiva se puede comprender el significado de nuestro Cántico, rebosante de esperanza y de salvación. Tras la purificación con la prueba y el sufrimiento, está por surgir la aurora de una nueva era, que ya había anunciado el profeta Jeremías al hablar de una «nueva alianza» entre el Señor e Israel (Cf. 31,31-34). El mismo Ezequiel, en el capítulo 11 de su libro profético, había proclamado estas palabras divinas: «yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios» (11,19-20).
En nuestro Cántico (Cf. Ezequiel 36, 24-28) el profeta retoma este oráculo y lo completa con una estupenda aclaración: el «espíritu nuevo», dado por Dios a los hijos de su pueblo, será su Espíritu, el Espíritu del mismo Dios (Cf. v. 27).
3. Se anuncia, por tanto, no sólo una purificación, expresada a través del signo del agua que lava las inmundicias de la conciencia. No sólo se presenta el aspecto --necesario-- de la liberación del mal y del pecado (Cf. v. 25). El mensaje de Ezequiel subraya sobre todo un aspecto mucho más sorprendente. La humanidad, de hecho, está destinada a nacer a una nueva existencia. El primer símbolo es el del «corazón», que en el lenguaje bíblico hace referencia a la interioridad, a la conciencia personal. Se arrancará de nuestro pecho el «corazón de piedra», gélido e insensible, signo de la obstinación en el mal. Dios nos infundirá un «corazón de carne», es decir, un manantial de vida y de amor (Cf. v. 26). El espíritu vital, que en la creación nos había hecho criaturas vivientes (Cf. Génesis 2,7), será reemplazado en la nueva economía de la gracia por el Espíritu Santo, que nos sostiene, nos mueve, nos guía hacia la luz de la verdad y derrama «el amor de Dios en nuestros corazones» (Romanos 5, 5).
4. De este modo, surgirá esa «nueva creación», que será descrita por san Pablo (Cf. 2Corintios 5, 17; Gálatas 6, 15), cuando anunciará la muerte en nosotros del «hombre viejo», del «cuerpo del pecado», pues «no somos ya esclavos del pecado», sino criaturas nuevas, transformadas por el Espíritu de Cristo resucitado: «Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador» (Colosenses 3, 9-10; Cf. Romanos 6, 6). El profeta Ezequiel anuncia un nuevo pueblo, que en el Nuevo Testamento verá convocado por el mismo Dios por obra de su Hijo. Esta comunidad de «corazón de carne» y de «espíritu» infundido experimentará la presencia viva y operante del mismo Dios, que animará a los creyentes, actuando en ellos con su gracia eficaz. «Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él --dirá Juan--; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio» (1Juan 3, 24).
5. Concluyamos nuestra meditación sobre el Cántico de Ezequiel escuchando a san Cirilo de Jerusalén que, en su «Tercera catequesis bautismal» vislumbra en la página profética el pueblo del bautismo cristiano.
En el bautismo, recuerda, se perdonan todos los pecados, incluso las transgresiones más graves. Por este motivo, el obispo se dirige así a quienes le escuchan: «Ten confianza, Jerusalén, el Señor cancelará tus iniquidades (Cf. Sofonías 3,14-15). El Señor lavará vuestras fealdades...; derramará sobre vosotros un agua pura que os purificará de todo pecado (Cf. Ezequiel 36, 25). Los ángeles os rodean con júbilo y pronto cantarán: «¿Quién es ésta que sube del desierto, apoyada en su amado? Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre, donde concibió la que te dio a luz» (Cantar 8, 5). El alma, que antes era esclava, ahora es libre de llamar hermano adoptivo a su Señor, quien acogiendo su sincero propósito, le dice: «¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres!» (Cantar 4, 1)... Así exclama en alusión a los frutos de una confesión hecha con buena conciencia... Quiera el cielo que todos... mantengáis vivo el recuerdo de estas palabras y saquéis fruto de ellas, traduciéndolas en obras santas para presentaros irreprensibles ante el Esposo místico y obtener del Padre el perdón de los pecados» (n. 16: «Las catequesis» --«Le catechesi»--, Roma 1993, pp. 79-80).
Audiencia del Miércoles 10 de septiembre del 2003