1. En el capítulo 3 del libro de Daniel se encuentra engarzada una luminosa oración en forma de letanía, un auténtico cántico de las criaturas, que la Liturgia de los Laudes nos vuelve a proponer en varias ocasiones, en fragmentos diferentes.
Acabamos de escuchar la parte fundamental, un grandioso coro cósmico, enmarcado por dos antífonas que sirven de resumen: «Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos... Bendito el Señor en la bóveda del cielo, alabado y glorioso y ensalzado por los siglos» (versículos 56, 57).
Entre estas dos aclamaciones, tiene lugar un solemne himno de alabanza que se expresa con la invitación repetida «Bendecid»: formalmente no es más que una invitación a bendecir a Dios dirigida a toda la creación; en realidad, se trata de un canto de acción de gracias que los fieles elevan al Señor por todas las maravillas del universo. El hombre se hace eco de toda la creación para alabar y dar gracias a Dios.
2. Este himno, cantado por tres jóvenes israelitas que invitan a todas las criaturas a alabar a Dios, surge en una situación dramática. Los tres jóvenes perseguidos por el rey de Babilonia se encuentran en el horno ardiente a causa de su fe. Y, sin embargo, a pesar de que están a punto de sufrir el martirio, no dudan en cantar, en alegrarse, en alabar. El dolor rudo y violento de la prueba desaparece, parece casi disolverse en presencia de la oración y de la contemplación. Precisamente esta actitud de confiado abandono suscita la intervención divina.
De hecho, como testifica sugerentemente la narración de Daniel, «el ángel del Señor bajó al horno junto a Azarías y sus compañeros, empujó fuera del horno la llama de fuego, y les sopló, en medio del horno, como un frescor de brisa y de rocío, de suerte que el fuego nos los tocó siquiera ni les causó dolor ni molestia» (versículos 49-50). Las pesadillas se deshacen como la niebla ante el sol, los miedos se disuelven, el sufrimiento es cancelado cuando todo el ser humano se convierte en alabanza y confianza, expectativa y esperanza. Esta es la fuerza de la oración cuando es pura, intensa, cuando está llena de abandono en Dios, providente y redentor.
3. El Cántico de los tres jóvenes presenta ante nuestros ojos una especie de procesión cósmica que parte del cielo poblado por ángeles, donde brillan también el sol, la luna y las estrellas. Allá, en lo alto, Dios infunde sobre la tierra el don de las aguas que se encuentran encima de los cielos (Cf. versículo 60), es decir, la lluvia y el rocío (Cf. versículo 64).
Entonces soplan también los vientos, estallan los rayos e irrumpen las estaciones con el calor y el hielo, el ardor del verano, así como el granizo, el hielo, la nieve (Cf. versículos 65-70.73). El poeta incluye en el canto de alabanza al Creador el ritmo del tiempo, el día y la noche, la luz y las tinieblas (Cf. versículos 71-72). Al final la mirada se detiene también en la tierra, comenzando por las cumbres de los montes, realidades que parecen unir la tierra y el cielo (Cf. versículos 74-75).
Entonces se unen en la alabanza a Dios las criaturas vegetales que germinan en la tierra (Cf. versículo 76), los manantiales que aportan vida y frescura, los mares y los ríos con sus abundantes y misteriosas aguas (Cf. versículos 77-78). De hecho, el cantor evoca también los «monstruos marinos», junto a los peces (Cf. versículo 79), como signo del caos acuático primordial al que Dios ha impuesto límites que ha de observar (Cf. Salmo 92, 3-4; Job 38, 8-11; 40, 15 - 41, 26).
Después llega el turno del vasto y variado reino animal que vive y se mueve en las aguas, en la tierra y en los cielos (Cf. Daniel 3, 80-81).
4. El último actor de la creación que entra en la escena es el hombre. En un primer momento, la mirada se dirige a todos los «hijos del hombre» (Cf. versículo 82); después la atención se concentra en Israel, el pueblo de Dios (Cf. versículo 83); a continuación llega el turno de aquellos que son consagrados plenamente a Dios no sólo como sacerdotes (Cf. versículo 84), sino también como testigos de fe, de justicia y de verdad. Son los «siervos del Señor», los «espíritus y las almas de los justos», los «santos y humildes de corazón» y, entre éstos, emergen los tres jóvenes, Ananías, Azarías y Misael, que han dado voz a todas las criaturas en una alabanza universal y perenne (Cf. versículos 85-88).
Constantemente han resonado los tres verbos de la glorificación divina, como en una letanía: «Bendecid, alabad, ensalzad» al Señor. Éste es el espíritu de la auténtica oración y del canto: celebrar al Señor sin cesar, con la alegría de formar parte de un coro que abarca a todas las criaturas.
5. Quisiéramos concluir nuestra meditación dejando la palabra a Padres de la Iglesia como Orígenes, Hipólito, Basilio de Cesarea, Ambrosio de Milán, que han comentado la narración de los seis días de la creación (Cf. Génesis 1, 1 - 2, 4a), poniéndola en relación con el Cántico de los tres jóvenes.
Nos limitamos a recoger el comentario de san Ambrosio, quien al referirse al cuarto día de la creación (Cf. Génesis 1, 14-19), imagina que la tierra habla y, al pensar en el sol, encuentra unidas a todas las criaturas en la alabanza a Dios: «El sol es verdaderamente bueno, pues sirve, ayuda mi fecundidad, alimenta mis frutos. Me ha sido dado para mi bien, se somete conmigo al cansancio. Clama conmigo para que tenga lugar la adopción de los hijos y la redención del género humano para que podamos ser también nosotros liberados de la esclavitud. Conmigo alaba al Creador, conmigo eleva un himno al Señor, Dios nuestro. Donde el sol bendice, allí la tierra bendice, bendicen los árboles frutales, bendicen los animales, bendicen conmigo los pájaros («Los seis días de la creación» --«I sei giorni della creazione»--, SAEMO, I, Milano-Roma 1977-1994, pp. 192-193).
Nadie queda excluido de la bendición del Señor, ni siquiera los monstruos marinos (Cf. Daniel 3, 79). De hecho, san Ambrosio sigue diciendo: «También las serpientes alaban al Señor, porque su naturaleza y su aspecto muestran a nuestros ojos un cierto tipo de belleza y demuestran tener su justificación» (Ibídem, pp. 103-104). Con mayor razón, nosotros, seres humanos, tenemos que añadir a este concierto de alabanza nuestra voz alegre y confiada, acompañada por una vida coherente y fiel.
Audiencia del Miércoles 10 de julio del 2002