1. El cántico que acabamos de escuchar está tomado de la primera parte de un extenso y bello himno que se encuentra engarzado en la traducción griega del libro de Daniel. Lo cantan tres jóvenes judíos arrojados a un horno por haberse negado a adorar la estatua del rey babilonio Nabucodonosor. Otro pasaje del mismo canto es propuesto por la Liturgia de las Horas y por las Laudes del domingo en la primera y en la tercera semana del Salterio litúrgico.
El libro de Daniel, como es conocido, refleja los fermentos, las esperanzas y las expectativas apocalípticas del pueblo elegido, que en la época de los Macabeos (siglo II a.c.) se encontraba en lucha para poder vivir según la Ley que le había dado Dios.
Desde el horno, los tres jóvenes preservados milagrosamente de las llamas cantan un himno de bendición a Dios. Este himno es como una letanía, repetitiva y a la vez nueva: sus invocaciones suben hasta Dios como figuras espirales de humo de incienso, recorriendo el espacio con formas semejantes pero nunca iguales. La oración no tiene miedo de la repetición, como el enamorado no duda en declarar infinitas veces a la amada todo su cariño. Insistir en las mismas cuestiones es signo de intensidad y de los múltiples matices propios de los sentimientos, de los impulsos interiores, y de los afectos.
2. Hemos escuchado la proclamación del inicio de este himno cósmico, contenido en el capítulo tercer de Daniel, en los versículos 52-57. Es la introducción que precede al grandioso desfile de las criaturas involucradas en la alabanza. Una mirada panorámica de todo el canto en su desarrollo en forma de letanía nos permite descubrir una sucesión de componentes que constituyen la trama de todo el himno. Comienza con seis invocaciones dirigidas directamente a Dios; a las que les sigue un llamamiento universal a las «criaturas todas del Señor» para que abran sus labios a la bendición (cf. versículo 57).
Esta es la parte que consideramos hoy y que la liturgia propone para las Laudes del domingo de la segunda semana. Sucesivamente el canto se desarrollará convocando a todas las criaturas del cielo y de la tierra a alabar y cantar las grandezas de su Señor.
3. Nuestro pasaje inicial será retomando en otra ocasión por la liturgia, en las Laudes del domingo de la cuarta semana. Por este motivo, escogeremos por el momento sólo algunos de sus elementos para nuestra reflexión. El primer lugar, cabe señalar la invitación a entonar una bendición: «Bendito eres Señor...», que se convertirá al final en «¡Bendecid...!». En la Biblia, existen dos formas de bendición, que se entrecruzan. Por un lado, está la que desciende de Dios: el Señor bendice a su pueblo (cf. Números 6, 24-27). Es una bendición eficaz, manantial de fecundidad, felicidad y prosperidad. Por otro lado, está la bendición que sube desde la tierra hasta el cielo. El hombre, beneficiado por la generosidad divina, bendice a Dios, alabándole, dándole gracias, exaltándole: «Bendice al Señor, alma mía» (Salmo 102, 1; 103, 1).
La bendición divina pasa con frecuencia por mediación de los sacerdotes a través de imposición de las manos (cf. Números 6, 22-23.27; Sirácide 50, 20-21); la bendición humana, sin embargo, se expresa en el himno litúrgico que se eleva al Señor desde la asamblea de los fieles.
4. Otro elemento que consideramos dentro del pasaje que ahora se propone a nuestra meditación está constituido por la antífona. Podemos imaginarnos al solista, en el templo lleno de gente, entonando la bendición: «Bendito eres Señor» y haciendo la lista de las diferentes maravillas divinas, mientras la asamblea de los fieles repetía constantemente la fórmula «Digno de alabanza y gloria por los siglos». Es lo mismo que sucedía con el Salmo 135, conocido como el «Gran Hallel», es decir, la gran alabanza, donde el pueblo repetía: «Eterna es su misericordia», mientras un solista enumeraba los diferentes actos de salvación realizados por el Señor a favor de su pueblo.
El objeto de la alabanza de nuestro salmo es ante todo el nombre «glorioso y santo» de Dios, cuya proclamación resuena en el templo que a su vez también es «santo y glorioso». Los sacerdotes y el pueblo, mientras contemplan en la fe a Dios que se sienta sobre el trono de su reino, perciben su mirada que sondea «los abismos» y de esta conciencia mana la alabanza del corazón: «Bendito... bendito...». Dios, que se sienta «sobre querubines» y que tiene como morada la «bóveda del cielo», sin embargo está cerca de su pueblo, quien a su vez por este motivo se siente protegido y seguro.
5. Al volver a proponer este cántico en la mañana del domingo, la Pascua semanal de los cristianos, se invita a abrir los ojos a la nueva creación que tuvo su origen precisamente con la resurrección de Jesús. Gregorio de Niza, un Padre de la Iglesia griega del siglo IV, explica que con la Pascua del Señor «se crea un cielo nuevo y una tierra nueva... se plasma un hombre diferente renovado a imagen de su creador por medio del nacimiento de lo alto» (cf. Juan 3, 3.7). Y sigue diciendo: «Así como quien mira hacia el mundo sensible deduce por medio de las cosas visibles la belleza invisible... así también quien mira hacia este nuevo mundo de la creación eclesial ve en él a quien se ha hecho todo en todos, llevando de la mano la mente a través de las cosas comprensibles por nuestra naturaleza racional hacia lo que supera la comprensión humana» (Langerbeck H., Gregorii Nysseni Opera, VI, 1-22 passim, p. 385).
Al entonar este canto, el creyente cristiano es invitado, por tanto, a contemplar el mundo desde la primera creación, intuyendo cómo será la segunda, inaugurada con la muerte y la resurrección del Señor Jesús. Y esta contemplación lleva de la mano a todos a entrar, como bailando de alegría, en la única Iglesia de Cristo.
Audiencia del Miércoles 12 de diciembre