1. El Cántico que se acaba de proclamar pertenece al texto griego del Libro de Daniel y se presenta como súplica dirigida al Señor con ardor y sinceridad. Es la voz de Israel que está experimentando la dura vicisitud del exilio y de la diáspora entre los pueblos. Quien entona el cántico es de hecho un judío, Azarías, en el marco del horizonte de Babilonia, en tiempos del exilio de Israel, después de la destrucción de Jerusalén por obra del rey Nabucodonosor.
Azarías, con otros dos judíos fieles, está «en medio del fuego» (Daniel 3, 25), como un mártir dispuesto a afrontar la muerte con tal de no traicionar su conciencia y su fe. Ha sido condenado a muerte por haberse negado a adorar a la estatua imperial.
2. La persecución es considerada por este Cántico como una justa pena con la que Dios purifica al pueblo pecador: «Con verdad y justicia has provocado todo esto, por nuestros pecados» (versículo 28), confiesa Azarías. De este modo, nos encontramos ante una oración penitencial, que no desemboca en el desaliento o en el miedo, sino en la esperanza.
Ciertamente el punto de partida es amargo, la desolación es grave, la prueba es dura, el juicio divino sobre el pecado del pueblo es severo: «En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes;
ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia» (versículo 38). El templo de Sión ha sido destruido y parece que el Señor ya no mora en medio de su pueblo.
3. En la situación trágica del presente, la esperanza busca su raíz en el pasado, es decir, en las promesas hechas a los padres. Se remonta de este modo a Abraham, Isaac, Jacob (Cf. versículo 35), a quienes Dios había asegurado bendición y fecundidad, tierra y grandeza, vida y paz. Dios es fiel y no desmentirá sus promesas. Si bien la justicia exige que Israel sea castigado por sus culpas, permanece la certeza de que la última palabra será la de la misericordia y el perdón. El profeta Ezequiel refirió estas palabras del Señor: « ¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? [...]Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere» (Ezequiel 18, 23, 32). Ciertamente ahora es el tiempo de la humillación: «Ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados» (Daniel 3, 37). Y, sin embargo, no se espera de la muerte, sino una nueva vida, después de la purificación.
4. El orante se acerca al Señor ofreciéndole el sacrificio más precioso y aceptable: el «corazón contrito» y el «espíritu humilde » (v. 39; Cf. Salmo 50, 19). Es precisamente el centro de la existencia, el yo renovado por la prueba es ofrecido a Dios para que lo acoja como signo de conversión y de consagración al bien.
Con esta disposición interior, desaparece el miedo, se supera la confusión y la vergüenza (Cf. Daniel 3, 40), y el espíritu se abre a la confianza en un futuro mejor, cuando se cumplirán las promesas hechas a los padres.
La frase final de la súplica de Azarías, tal y como es propuesta por la liturgia, tiene un fuerte impacto emotivo, una profunda intensidad espiritual: «Ahora te seguimos de todo corazón,
te respetamos y buscamos tu rostro» (versículo 41). Hace eco a otro Salmo: «"Busca su rostro". Sí, Señor, tu rostro busco » (Salmo 26, 8).
Llega el momento en el que nuestro caminar abandona las vías perversas del mal, las sendas tortuosas y los caminos llenos de revueltas (Cf. Proverbios 2, 15). Nos adentramos en el seguimiento del Señor, movidos por el deseo de encontrar su rostro. Y su rostro no está airado, sino que rebosa amor, como revela el padre misericordioso a su hijo pródigo (Cf. Lucas 15, 11-32).
5. Concluyamos nuestra reflexión sobre el Cántico de Azarías con la oración de san Máximo el Confesor en su «Discurso ascético» (37-39), donde precisamente toma pie del texto del profeta Daniel. «No nos abandones para siempre, por amor de tu nombre, no repudies tu alianza, no nos retires tu misericordia (Cf. Daniel 3, 34-35), por tu piedad, Padre nuestro que estás en los cielos, por la compasión de tu Hijo unigénito y por la misericordia de tu Santo Espíritu... No desoigas nuestra súplica, Señor, y no nos abandones para siempre. Nosotros no confiamos en nuestras obras de justicia, sino en tu piedad, por la que conservas nuestra estirpe... No detestes nuestra indignidad, más bien ten compasión de nosotros por tu gran piedad, y por la plenitud de tu misericordia cancela nuestros pecados para que sin condena nos acerquemos a tu santa gloria y podamos ser considerados dignos de la protección de tu unigénito Hijo».
San Máximo concluye: «Sí, Señor dueño omnipotente, escucha nuestra súplica, pues no reconocemos a otro que fuera de ti» («Humanidad y divinidad de Cristo» --«Umanità e divinità di Cristo»--, Roma 1979, pp. 51-52).
Audiencia del Miércoles 14 de mayo 2003