1. «Entonces los tres [jóvenes], a coro, se pusieron a cantar, glorificando y bendiciendo a Dios dentro del horno» (Daniel 3, 51). Esta frase introduce el célebre cántico que acabamos de escuchar en su pasaje fundamental. Se encuentra en el Libro de Daniel, en la parte que sólo nos ha llegado en griego, entonado por testigos valientes de la fe, que no quisieron doblegarse a la adoración de la estatua del rey, y prefirieron afrontar una muerte trágica, el martirio en el horno ardiente.
Son tres jóvenes judíos, enmarcados por el autor sagrado en el contexto histórico del reino de Nabucodonosor, el tremendo soberano babilonio que aniquiló la ciudad santa de Jerusalén en el año 586 a.c. y deportó a los israelitas «a orillas de los ríos de Babilonia» (Cf. Salmo 136). A pesar del peligro extremo, cuando las llamas rozaban ya sus cuerpos, encuentran la fuerza para «alabar, glorificar y bendecir a Dios», convencidos de que el Señor del cosmos y de la historia no les abandonará a la muerte y a la nada.
2. El autor bíblico, que escribía algún siglo después, evoca este acontecimiento histórico para estimular a sus contemporáneos a mantener elevado el estandarte de la fe durante las persecuciones de los reyes sirio-helenos del siglo II a.c. Precisamente tuvo lugar entonces la valiente reacción de los Macabeos, combatientes por la libertad de la fe y de la tradición judía.
El cántico, tradicionalmente conocido como el de «los tres jóvenes», es como una llama que ilumina en la oscuridad del tiempo de la opresión y de la persecución, tiempo que con frecuencia se ha repetido en la historia de Israel y en la historia del cristianismo. Y nosotros sabemos que el perseguidor no asume siempre el rostro violento y macabro del opresor, sino que con frecuencia se complace en aislar al justo con el sarcasmo y la ironía, preguntándole con sarcasmo: «¿En dónde está tu Dios?» (Salmo 41, 4. 11).
3. En la bendición que los tres jóvenes elevan desde el crisol de su prueba al Señor Omnipotente quedan involucradas todas las criaturas. Entretejen una especie de tapiz multicolor en el que brillan los astros, se suceden las estaciones, se mueven los animales, se asoman los ángeles y, sobre todo, cantan los «siervos del Señor», los «santos» y los «humildes de corazón» (Cf. Daniel 3, 85.87).
El pasaje que acabamos de proclamar precede esta magnífica evocación de todas las criaturas. Constituye la primera parte del cántico, que evoca la presencia gloriosa del Señor, transcendente y al mismo tiempo cercana. Sí, Dios está en los cielos, donde «sonda los abismos» (Cf. 3, 55), pero está también «el templo santo glorioso» de Sión (Cf. 3, 53). Se sienta en el «trono de su reino» eterno e infinito (Cfr. 3, 54), pero también «sobre querubines» (Cf. 3, 55), en el arca de la alianza, colocada en el Santo de los Santos del templo de Jerusalén.
4. Es un Dios que está por encima de nosotros, capaz de salvarnos con su potencia, pero también un Dios cercano a su pueblo, en medio del cual ha querido morar en su «templo santo glorioso», manifestando así su amor. Un amor que revelará en plenitud para que «habite entre nosotros» su Hijo, Jesucristo, «lleno de gracia y de verdad» (Cf. Juan 1, 14). Él revelará en plenitud su amor al enviar entre nosotros al Hijo a compartir en todo, a excepción del pecado, nuestra condición marcada por pruebas, opresiones, soledad y muerte.
La alabanza de los tres jóvenes al Dios Salvador continúa de diferentes maneras en la Iglesia. Por ejemplo, san Clemente Romano, al final de su «Carta a los Corintios», introduce una larga oración de alabanza y de confianza, entretejida de reminiscencias bíblicas y posiblemente del eco de la antigua liturgia romana. Es una oración de agradecimiento al Señor, que a pesar del aparente triunfo del mal, guía a buen puerto la historia.
5. Este es un pasaje:
«Tú abriste los ojos de nuestro corazón (Cf. Efesios 1, 18)
para que te conociéramos a ti, el único (Cf. Juan 17, 3)
altísimo en lo altísimo de los cielos,
el Santo que estás entre los santos,
que humillas la violencia de los soberbios (Cf. Isaías 13, 11),
que deshaces los designios de los pueblos (Cf. Salmo 32, 10),
que exaltas a los humildes,
y humillas a los soberbios (Cf. Job 5, 11).
Tú, que enriqueces y empobreces,
que quitas y das la vida (Cf. Deuteronomio 32, 39),
benefactor único de los espíritus,
y Dios de toda carne,
que sondas los abismos (Cf. Daniel 3, 55),
que observas las obras humanas,
que socorres a los que están en peligro,
y salvas a los desesperados (Cf. Judit 9, 11),
creador y custodio de todo espíritu,
que multiplicas los pueblos de la tierra,
y que entre todos escogiste a los que te aman
por medio de Jesucristo,
tu altísimo Hijo,
mediante el cual nos has educado, nos has santificado
y nos has honrado»
(Clemente Romano, «Carta a los Corintios» --«Lettera ai Corinzi»--, 59,3: «I Padri Apostolici», Roma 1976, pp. 88-89).
Audiencia del Miércoles 19 de febrero 2003