Autor: Juan Casiano
Recapitulación sobre las pasiones de la gula y de la lujuria
IV. Y para tratar este tema en la forma más sucinta posible y proyectar más claridad sobre él con testimonios de la Escritura, digamos algo al título de recapitulación.
La gula y la lujuria, por muy innatas que sean en nosotros -pues a veces sin delincuencia alguna de la voluntad se avivan por la sola incitación y prurito de la carne-, con todo necesitan, para la consumación de sus actos, de un objeto externo, llegando así, mediante una acción corporal, a alcanzar su fin. Porque «cada uno es tentado por sus :propias concupiscencias, que le atraen y seducen. Luego la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte». EI primer Adán no hubiera podido ser seducido por la gula de no haber tenido a su alcance el fruto prohibido que comió ilícitamente. Y ni siquiera en la tentación del segundo Adán faltó la presencia de un objeto a propósito para seducirle, pues se le dice: «Si eres el Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan».
En cuanto a la lujuria, es a todas luces evidente que se consuma por mediación del cuerpo. He aquí con qué términos habla Dios de ello al santo Job: «Su fuerza está en los lomos, y su poder, sobre las entrañas». Por donde, como estos vicios no llegan a perpetrarse sino con la complicidad de la carne, exigen más especialmente, junto con los remedios espirituales, la práctica constante de la abstinencia corporal.
Para reprimir sus estímulos no basta la aplicación del espíritu, como acontece de ordinario cuando se trata de poner coto a la ira, la tristeza y otras pasiones. En éstas, la sola intervención del espíritu es suficiente para vencerlas, sin que la carne tenga que imponerse mortificación alguna. En aquéllas, en cambio, precisa la privación corporal, que consiste en las vigilias, el ayuno y la penalidad del trabajo. Con ello convendrá conjugar el retiro de la soledad, o, lo que es lo mismo, el evitar las ocasiones. Y la razón es obvia. Así como el alma y el cuerpo concurren a su origen y consumación, así también será menester que para vencerlos y triunfar de ellos intervengan ambos de consuno.
Cabe advertir que el Apóstol llama carnales todos los vicios en general, ya que la enemistad, por ejemplo, el odio y la herejía los incluye en las demás obras de la carne. No obstante, siendo mi objeto determinar exactamente la naturaleza de estos vicios y el tratamiento que hay que darles, me importa mantener la doble división que he establecido, a saber, que hay unos vicios que son carnales y otros de tipo espiritual.
Por carnales entendemos aquellos que están relacionados especialmente con los sentidos y se fomentan y consuman en la carne. Esta encuentra en ellos su pábulo y deleite. Tanto, que incluso excitan a las almas puras y morigeradas, y aun a veces les hace violencia, moviéndolas a consentir en sus deseos. De ellas dice el Apóstol: «Entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo y seguimos los deseos de nuestra carne, cumpliendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por nuestra conducta hijos de ira como los demás».
Llamamos, empero, espirituales a los que se originan sólo por impulso del alma. Lejos de proporcionar al cuerpo el más mínimo placer, le abruman con grave desazón y pesadumbre, siendo pasto del alma enfermiza, a quien nutren con el alimento de misérrimas satisfacciones. Por lo mismo, éstos no necesitan más que de la simple medicina del alma, al paso que los de la carne no se curan sino merced a un doble tratamiento, como dejamos dicho arriba. Por eso deben, aquellos que aspiran a la pureza del corazón, apartar de sí, desde el principio, los objetos que pueden dar ocasión de fomentar la pasión natural que hay en nosotros o avivar su recuerdo en nuestras almas aún enfermizas. Es preciso que a doble mal se aplique doble remedio. En efecto: por un lado hay que sustraer a la concupiscencia los objetos que naturalmente la seducen, para que no se vea atraída hacia ellos; por otro, el alma ha de echar mano, para no concebir siquiera un mal pensamiento, de la meditación atenta de las Escrituras, de una esmerada vigilancia y de la soledad.
Mas para los otros vicios, la sociedad y convivencia con los demás no daña en modo alguno al alma. A1 contrario, le es de suma utilidad, si quiere carecer de estas pasiones, pues se descubren mejor alternando con los hombres. Al rozarse, en efecto, con ellos, se da ocasión a que se manifiesten con más frecuencia, dando lugar a un remedio más rápido y eficaz.
Origen y naturaleza de cada uno de estos vicios
XI. Y para abordar ya las diversas especies que se encuentran en cada vicio, digamos que hay tres clases de gula. La primera induce al monje a anticipar la hora establecida para la refección. La segunda le mueve a saturarse de cualquier manjar, sea el que sea; poco le importa la calidad de los alimentos. La tercera le hace apetecer los manjares exquisitos y bien aderezados. Los tres causan al monje notable perjuicio, a menos que procure librarse de ellas con empeño.
Así como el monje no debe autorizarse a sí mismo a quebrantar jamás e1 ayuno antes de la hora regular, de igual modo tiene que combatir esa voracidad y menospreciar la suntuosidad y exquisitez en e1 aderezo de la comida.
De estos tres focos derivan para el alma diversas cuanto gravísimas dolencias. La primera engendra el odio al monasterio, haciéndose la permanencia en él cada vez más triste e insoportable. No cabe duda que al fastidio se seguirá muy pronto la deserción o la huida. La segunda atiza el fuego de la lujuria y estimula e1 aguijón de la carne. En fin, la última prende a sus víctimas en los lazos inextricables de la avaricia. Esto, como secuela inevitable, hace imposible al monje fundarse en la desnudez de Cristo.
Podremos reconocer los síntomas de esta pasión por una señal característica. Supongamos que un hermano nos ha invitada a su mesa. Nos sentimos descontentos porque los manjares que ha preparado tienen un sabor que no es de nuestro agrado. Sin sospechar que vamos a ser inoportunos, le pedimos con excesiva libertad añada algún condimento suplementario. Ni qué decir tiene que esta postura nuestra hay que evitarla a toda costa. Por tres razones. En primer lugar, porque el monje debe ejercitarse sin cesar en toda paciencia y ha de vivir siempre pobremente. Coma afirma San Pablo, es preciso que aprenda a contentarse con lo que hay. Además, difícilmente refrenará las pasiones ocultas y más violentas de la carne, si, contrariado su gusto por un insignificante sinsabor, es incapaz de mortificar siquiera un instante las delicias del paladar. En segundo lugar, puede ocurrir que nuestro huésped no tenga en aquel momento lo que solicitamos, en cuyo caso inferimos una afrenta a la necesidad y frugalidad de quien nos recibe, al hacer pública una pobreza que él quería fuese conocida sólo de Dios. En fin, es posible que el condimento que nosotros deseamos desagrade a otros. Entonces, por haber querido satisfacer nuestro apetito personal, habremos mortificado a los demás. Por todos estas motivos debernos refrenar sin miramientos nuestra inoportuna libertad.
Por lo que a la lujuria se refiere, reviste también tres formas diferenciadas. La primera consiste en la unión indebida de ambos sexos. La segunda, es la que se comete sin cómplice alguno, es decir, sin contacto físico. Por este pecado castigó el Señor a Onam, hijo del patriarca Judas. La Escritura la llama impureza y el Apóstol habla de ella así: «Sin embargo, a los no casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo. Pero si no pueden guardar continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse».
La tercera se comete con el pensamiento y deseo. A este propósito dice el Señor en el Evangelio: «Todo el que mirare a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» . San Pablo afirma vigorosamente que es preciso aniquilar este vicio en sus tres manifestaciones: «Mortificad-dice-vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad», etc. Y de nuevo les intima a los efesios, aludiendo sólo a dos especies: «Cuanto a la fornicación y la inmundicia, ni siquiera se nombre entre vosotros». Y aun: «Habéis de saber que ningún fornicaría, o impura, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios». Para que nos guardemos de ellas nos amenaza con la exclusión del reina de Cristo.
La avaricia tiene también tres facetas distintas. La primera no le deja al monje despojarse enteramente de su fortuna y sus bienes. La segunda nos persuade a que sustraigamos con más pasión que nunca lo que hemos invertido en los demás o distribuido entre los indigentes. La tercera nos induce a desear o adquirir cosas que ni siquiera antes poseíamos.
La ira se presenta igualmente bajo tres aspectos. La una es como un fuego que se mantiene latente en el interior; en griego se la llama ??µ??. La otra es la que estalla en palabras, obras y afectos; se la denomina ????. San Pablo dice de estas dos formas de ira: «Pero ahora deponed también todas estas cosas: ira, animosidad». La tercera no consiste, como las precedentes, en esa indignación que no dura más que una hora, sino que persiste durante días enteros y aun durante largo tiempo. Se le da el nombre de µ????. Las tres deben inspirarnos igual horror y hay que anatematizarlas sin reparo alguno.
Dos grados divergentes hay en la tristeza. Unas veces se origina a1 contener los brotes de la ira, y es consecuencia de un daño que alguien nos ha inferido o, también, de un deseo contrariado. La segunda surge de una irracional ansiedad o abatimiento del espíritu.
La pereza tiene parejamente una doble causa. La una nos provoca al sueño cuando somos presa del malhumor y del fastidio. La otra nos empuja a huir de la celda y abandonar el retiro.
Con respecto a la vanagloria, a pesar de tener múltiples manifestaciones y dividirse en varias especies, puede reducirse a dos principales. Por la primera tendemos a la altivez por motivos externos y tangibles. La segunda nos inflama en deseas de vanagloria por cosas espirituales y ocultas.
XII. Sólo en un caso puede ser útil la vanidad: en los principiantes. Por lo menos en aquellos que todavía se ven atormentados por los vicios de la carne. En el momento en que el espíritu de fornicación les tortura con más vehemencia, el recuerdo de la dignidad sacerdotal que ambicionan, o la misma opinión común que los venera como santos y sin pecado, les hará ver cuán infames son aquellos ardores impuros de la concupiscencia y cuán indignos de que se les tenga en estima y del honor del sacerdocio. A1 menos este pensamiento anula en ellos la vanidad. Por donde un mal menor les servirá para reprimir otro mayor.
Porque es más tolerable sucumbir ante esta especie de vanagloria que claudicar ante los ardores de la lujuria, donde la ruina es poco menos que irreparable o lo es totalmente. Isaías lo ha expresado fielmente al poner en labios del Señor estas palabras: «Yo por la honra de mi nombre contengo mi ira; por amor de mi gloria te pondré como un freno para que no perezcas». Esto es, para que mientras te hallas aprisionado en la lisonja siempre placentera de la vanidad, no caigas en el abismo del infierno y te veas sumergido irremisiblemente en el pecado.
No debe maravillarnos que la vanagloria tenga un poder tal que sea capaz de frenarle a uno y contenerle en mitad de la pendiente, para que no siga por ella hasta el abismo de la fornicación. La experiencia enseña que el que está inficionado del virus de la vanidad es hasta tal punto infatigable en sus ejercicios y prácticas espirituales, que puede incluso ayunar dos o tres días consecutivos sin desmayo. Algunos de los que habitan en este desierto lo han confesado paladinamente. Durante el tiempo que vivieron en las cenobios de Siria soportaban sin pena no tomar alimento más que cada cinco días. Ahora, en cambio, les acosa el hambre tan vivamente ya desde la tercera hora, que con dificultad pueden diferir la refección cotidiana hasta la hora nona.
Sobre el particular tenemos el hermoso testimonio del abad Macario. Alguien le preguntó por qué en el desierto echaba de menos el sustento ya desde tercia, cuando en el monasterio llegaba a pasar semanas enteras en ayunas, sin experimentar la necesidad de tomar alimento. El abad le respondió: «Porque aquí tu ayuno transcurre sin testigos que puedan sustentarte con sus alabanzas, al paso que allí el dedo de los hombres te designaba con admiración y el pasto de la vanagloria te alimentaba.»
Contiene el libro de los Reyes una hermosa figura, muy gráfica y expresiva, por cierto, de esta verdad que podríamos enunciar así: al presentarse la vanagloria, queda excluida la lujuria. Necao, rey de Egipto, tenía cautivo al pueblo de Israel. Pero Nabucodonosor, soberano de Asiria, entró en Egipto y trasladó a los hebreos del suelo egipcio a su reino. No les devolvió la libertad ni les condujo a su tierra natal, sino que los llevó a territorios mucho más apartados de su patria que lo estaba Egipto. Esta figura se adapta perfectamente a lo que decimos. Aunque la esclavitud de la vanidad es sin duda más tolerable que la de la lujuria, no obstante, es más difícil sustraerse a ella. Ocurre lo que con un cautivo que, conducido a regiones más lejanas, le es más difícil volver al suelo natal y a la libertad de la patria. Con razón sobrada merece la reprensión del Profeta: «¿Por qué has envejecido en tierra extranjera?» Bien se dice que ha envejecido en tierra extraña quien no se corrige de los vicios terrenas.
Hay asimismo dos clases de orgullo. El primero es carnal, el segundo espiritual. Este es también más peligroso, por cuanto inquieta más especialmente a los que han progresado en alguna virtud.