San Juan de Ávila
Capítulo 5
Dominar la carne
La carne habla regalos y deleites; unas veces claramente, y otras debajo de título de necesidad. Y la guerra de esta enemiga, allende de ser muy enojosa, es más peligrosa, porque combate con deleites, que son armas más fuertes que otras. Lo cual parece en que muchos han sido del deleite vencidos, que no lo fueron por dineros, ni honras, ni recios tormentos. Y no es maravilla, pues es su guerra tan escondida y tan a traición, que es menester mucho aviso para se guardar de ella. ¿Quién creerá que debajo de blandos deleites viene escondida la muerte, y muerte eterna, siendo la muerte lo más amargo que hay, y los deleites el mismo sabor? Copa de oro y ponzoña de dentro es el falso deleite, con el cual son embriagados los hombres que no miran sino a la apariencia de fuera. Traición es de Joab, que, abrazando a Amasás, lo mató (cf. 2 Sam 20,9-10); y de Judas, que, con falsa paz, entregó a la muerte a su bendito Maestro (cf. Le 22,47). Y así es que, en bebiendo del deleite del pecado mortal, muere Cristo en el ánima; y él muerto, el ánima muere; porque la vida de ella viene de él. Y así dice san Pablo: Si según la carne viviéredes, moriréis (Rom 8,13). Y en otra parte: La viuda que en deleites está, vivienda está muerta (1 Tim 5,6): viva en la vida del cuerpo, y muerta en la del ánima. Y cuanto la carne es a nos más conjunta, tanto más nos conviene temerla; pues el Señor dice que los enemigos del hombre son los de su casa (Mt 10,36), y ésta no sólo es de casa, mas de dos paredes que tiene nuestra casa, ella es la una.
Y por esta y otras causas que hay, dijo san Augustín que «la pelea de la carne era continua, y la victoria dificultosa»; y quien quisiere salir vencedor, de muchas y muy fuertes armas le conviene ir armado. Porque la preciosa joya de la castidad no se da a todos, mas a los que con muchos sudores de importunas oraciones y de santos trabajos la alcanzan de nuestro Señor. El cual quiso ser envuelto en sábana limpia de lienzo, que pasa por muchas asperezas, para venir a ser blanco, para dar a entender que el varón que desea alcanzar o conservar el bien de la castidad, y aposentar a Cristo en sí, como en otro sepulcro, conviénele con mucha costa y trabajos ganar esta limpieza; la cual es tan rica que, por mucho que cueste, siempre se compra barato.
Y así como se piden otros trabajos más ásperos de penitencia y satisfacción al que mucho ha ofendido a nuestro Señor que a quien menos, así, aunque a todos los que en esta carne viven convenga temerla, y guardarse de ella, y enfrenalla, y regirla con prudente templanza, mas los que particularmente son de ella guerreados, particulares remedios y trabajos han menester. Por tanto, quien esta necesidad sintiere en sí mismo, debe primeramente tratar con aspereza su carne, con apocarle la comida y el sueño, con dureza de cama, y de cilicios, y otros convenientes medios con que la trabaje. Porque, según san Jerónimo dice, «con el ayuno se sanan las pestilencias de la carne»; y san Hilarión, que decía a su propria carne: «Yo te domaré y haré que no tires coces, sino que, de hambrienta y trabajada, pienses antes en comer que en retozar». Y san Jerónimo aconseja a Eustoquio, virgen, que, aunque ha sido criada con delicados manjares, tenga gran cuenta con la abstinencia y trabajos del cuerpo, afirmándole que sin esta medicina no podrá poseer la castidad. Y si de aqueste tratamiento se sigue flaqueza a la carne, o daño a la salud, responde el mismo san Jerónimo en otra parte: «Más vale que duela el estómago que no el alma; y mejor es que mandes al cuerpo que no que le sirvas; y que tiemblen las piernas de flaqueza que no que vacile la castidad». Verdad es que en otra parte dice que no sean los ayunos tan excesivos, que debiliten el estómago; y en otra parte reprehende a algunos que él conoció haber corrido peligro de perder el juicio por la mucha abstinencia y vigilias.
Para estas cosas no se puede dar una general regla que cuadre a todos; pues unos se hallan bien con unos medios y otros no; y lo que daña a uno en su salud, a otro no. Y una cosa es ser la guerra tan grande que pone al hombre a riesgo de perder la castidad, porque estonces a cualquier riesgo conviene poner el cuerpo por quedar con la vida del alma; y otra cosa es pelear con una mediana tentación, de la cual no se teme tanto peligro, ni ha menester tanto trabajo para la vencer. Y el tomar en estas cosas el medio que conviene está a cargo del que fuere guía prudente de la persona tentada; habiendo de parte de entrambos humilde oración al Señor, para que dé en ello su luz. Y pues san Pablo, vaso de escogimiento (cf. Hch 9,15), no se fía de su carne, mas dice que la castiga y la hace servir, porque predicando él a otros que sean buenos, no sea él hallado malo (1 Cor 9,27), cayendo en algún pecado, ¿cómo pensaremos nosotros que seremos castos sin castigar nuestro cuerpo, pues tenemos menos virtud que él, y mayores causas para temer? Muy mal se guarda la humildad entre honras, y templanza entre abundancia, y castidad entre los regalos. Y si sería digno de escarnio quien quisiese apagar el fuego que arde en su casa y él mesmo le echase leña muy seca, muy más digno de escarnio es quien por una parte desea la castidad, y por otra hinche de manjares y de regalo su carne, y se da a la ociosidad; porque estas cosas no sólo no apagan el fuego encendido, mas bastan a encenderlo a quien muy apagado lo tuviere. Y pues el profeta Ezequiel da testimonio que la causa por que aquella desventurada ciudad de Sodoma llegó a la cumbre de tan abominable pecado, fue la hartura y abundancia de pan y ociosidad que tenía (Ez 16,49), ¿quién osará vivir en regalos ni ocio, ni aun verlos de lejos, pues los que fueron bastantes a hacer el mayor mal, con más facilidad harán los menores? Ame, pues, la templanza y mal tratamiento de su carne quien es amador de la castidad; porque, si lo uno quiere tener sin lo otro, no saldrá con ello, mas antes se quedará sin entrambas cosas. Que a los que Dios juntó, ni los debe el hombre querer apartar, ni puede, aunque quiera (cf. Mt 19,6).
Capítulo 6
Contra las tentaciones sensuales
Debemos mucho advertir que el remedio que habemos dicho de afligir la carne suele ser provechoso cuando la tentación nace de la misma carne, como suele acaecer a los mozos y a los que tienen buena salud y regalada su carne, y estonces aprovecha poner el remedio en ella, pues está en ella la raíz de la enfermedad.
Mas otras veces viene esta tentación de parte del demonio, y verse ha de ser así, en que más combate con pensamientos y feas imaginaciones del ánima que con feos sentimientos del cuerpo; o, si los hay, no es porque la tentación comience en ellos, mas comenzando por pensamientos, resulta el sentimiento en la carne; la cual algunas veces, estando flaquísima y como muerta, están los malos pensamientos vivísimos, como a san jerónimo acaecía, según él lo cuenta. Y tienen también otra señal, que es venir importunamente y cuando el hombre menos querría, y menos ocasión hay para ello. Y ni catan reverencia a tiempos de oración, ni de misa, ni lugares sagrados, en los cuales un hombre, por malo que sea, suele tener acatamiento y abstenerse de pensar estas cosas. Y algunas veces son tantos y tales estos pensamientos que el hombre nunca oyó, ni supo, ni imaginó tales cosas como se le ofrecen. Y en la fuerza con que vienen, y cosas que oye interiormente, siente el hombre que no nacen de él, sino que otro las dice y las hace. Cuando estas y otras señales semejables hubiere, tened por cierto que es persecución del demonio en la carne, y que no hace de ella, aunque se padece en ella. La cual guerra es más peligrosa que la pasada, por querernos muy mal quien la hace, y por ser enemigo tan infatigable para guerrear, velando y durmiendo, y en todo tiempo y lugar.
Y el remedio de este mal es procurar alguna buena ocupación, que ponga en cuidado y trabajo, con el cual pueda olvidar aquellas feas imaginaciones. Y a este intento procuró san Jerónimo, según él mismo lo cuenta, de estudiar la lengua hebrea, con mucho trabajo, aunque no sin fructo, y dice: «Siempre te halle el demonio bien ocupado». Y también, hablando en este propósito de cuán provechosa es para esto la vida de los monasterios, la aconseja diciendo: «Y en ella cumplas cada día lo que te fuere encargado, y seas subjecto a quien no querrías y vayas cansado a la cama, y andando te caigas dormido; y sin haber cumplido con el sueño seas constreñido a te levantar, y digas tu psalmo cuando te viniere, y sirvas a los hermanos, y laves los pies a los huéspedes; y, siendo injuriado, calles, y temas como a señor al abad del monesterio, y le ames como a padre, y creas que todo lo que él te mandare es cosa que te conviene, y no juzgues a tus mayores, pues que tu oficio es obedecer y cumplir lo mandado, según dice Moisés: Oye, Israel, y calla (cf. Dt 6,3). Y, estando ocupado en tantos negocios, no ternás lugar para otros pensamientos; y, pasando de una obra en otra, aquello solamente ternás en la memoria, que de presente eres constreñido a hacer». Esto dice san Jerónimo. Y conforme a esto, se usaba entonces en los monesterios ejercitar a los mozos en buenas ocupaciones más que en soledad y larga oración, por el peligro que de parte de su carne y pasiones no mortificadas les puede y suele venir.
Aunque esta regla tiene excepciones, por haber en las personas disposiciones diversas y dones particulares de Dios; por lo cual con justa causa puede darse la oración larga al mozo y quitarse al viejo. Y dije que no ocupaban al mozo en larga oración: entiendo de aquella en la cual se gasta cuasi todo el tiempo, y se tiene como por oficio. Porque no tener algunos ratos de ella sería yerro muy grande, por los bienes que perdería; y porque, aun para bien hacer la ocupación, es menester ganar espíritu y fuerzas en la oración; que, de otra manera, suelen los ocupados quejarse y andar desabridos, como carro cargado y no untado con la blandura de la devoción.
Y
estén advertidos los principiantes a que el demonio
particularmente procura de traerles las tales imaginaciones
al tiempo de la oración, por hacer que la dejen y
descanse él. Porque, aunque el demonio nos fatiga
mucho con sus tentaciones, mucho más le fatigamos
a él y le queman nuestras devotas oraciones; y por
eso procura que no las hagamos, o que las hagamos mal hechas.
Mas nosotros debemos, como a porfía, trabajar todo
lo que nos fuere posible por no dejar nuestro ejercicio,
pues en la persecución que en él tenemos se
demuestra bien cuán provechoso nos es. Y si tanto
nos acosare la guerra, haciendo la oración mentalmente,
y sintiéremos mucho peligro por las tales imaginaciones,
debemos a más no poder orar vocalmente, y herir nuestros
pechos, lastimar muestra carne, poner los brazos en cruz,
alzar las manos y los ojos al cielo, pidiendo socorro a
nuestro Señor; de manera que, en fin, se gaste bien
aquel rato que para orar teníamos diputado; o hacer
algo que nos divierta, especialmente hablar con alguna buena
persona que nos esfuerce; aunque esto ha de ser a más
no poder, porque no se vence nuestra flaqueza a querer vencer
huyendo, y nos haga nuestro enemigo perder el lugar de nuestra
pelea y las fuerzas de pelear; que, en fin, el Señor
piadoso y poderoso mandará, cuando nos convenga,
que nuestro adversario calle, y no nos impida nuestra secreta
y amigable habla que solíamos tener con él.
Capítulo 7
Huir familiaridad de mujeres
Todas estas escaramuzas se suelen pasar en esta guerra de la castidad, cuando el Señor lo permite para probar sus caballeros, si de verdad le aman a él y a la castidad por quien pelean. Y, después de hallados fieles, envía su omnipotente favor, y manda a nuestro adversario que no nos impida nuestra paz ni nuestra secreta habla con él. Y goza el hombre estonces de lo trabajado, y sábele bien y esle más meritorio.
Es también menester, y muy mucho, para guarda de la castidad, que se evite la conversación familiar de mujeres con hombres, por buenos o parientes que sean. Porque las feas y no pensadas caídas que en el mundo han acaecido acerca de aquesto nos deben ser un perpetuo amonestador de nuestra flaqueza, y un escarmiento en ajena cabeza, con el cual nos desengañemos de cualquier falsa seguridad, que nuestra soberbia nos quisiere prometer, diciendo que pasaremos sin herida, nosotros flacos, en lo que tan fuertes, tan sabios y, lo que más es, tan grandes santos fueron muy gravemente heridos. ¿Quién se fiará de parentesco, leyendo la torpeza de Amnón con su hermana Thamar (2 Sam 13,11-14); con otras muchas tan feas, y más, que en el mundo han acaecido a personas, que las ha cegado esta bestial pasión de la carne? ¿Y quién se fiará de santidad suya o ajena, viendo a David, que fue varón conforme al corazón de Dios (1 Sam 13,14), ser tan ciegamente derribado en muchos y feos pecados, por sólo mirar a una mujer? (2 Sam 11,2-4). ¿Y quién no temblará de su flaqueza, oyendo la santidad y sabiduría del rey Salomón, siendo mozo, y sus feas caídas contra la castidad, que le malearon el corazón a la vejez hasta poner muchedumbre de ídolos y adorarlos, como lo hacían y querían las mujeres que amaba? (1 Re 11,1-8). Ninguno en esto se engañe, ni se fíe de castidad pasada o presente, aunque sienta su ánima muy fuerte, y dura contra este vicio como una piedra, porque gran verdad dijo el experimentado Jerónimo, que: «Animas de hierro la lujuria las doma». Y san Augustín no quiso morar con su hermana, diciendo: «Las que conversan con mi hermana no son mis hermanas». Y por este camino de reatamiento han caminado todos los santos, a los cuales debemos seguir si queremos no errar.
Por tanto, doncella de Cristo, no seáis en esto descuidada; mas oíd y cumplid lo que san Bernardo dice: «que las vírgenes, que verdaderamente son vírgenes, en todas las cosas temen, aun en las seguras». Y las que así no lo hacen, presto se verán tan miserablemente caídas cuanto primero estaban con falsa seguridad miserablemente engañadas. Y, aunque por la penitencia se alcance el perdón del pecado, no se alcanza la corona de la virginidad perdida, y cosa fea es, dice san Jerónimo, que la doncella que esperaba corona pida perdón de haberla perdido, como lo sería si tuviese el rey una hija muy amada, y guardada para la casar conforme a su dignidad, y cuando el tiempo de ello viniese, le dijese la hija que le pedía perdón de no estar para casarse, por haber perdido malamente su virginidad. Los remedios de la penitencia, dice san Jerónimo, remedios de desdichados son, pues que ninguna desdicha o miseria hay mayor que hacer pecado mortal, para cuyo remedio es menester la penitencia. Y, por tanto, debéis trabajar con toda vigilancia por ser leal al que os escogió, y guardar lo que le prometistes, porque no probéis por experiencia lo que está escrito: Conoce y ve cuán amarga cosa es haber dejado al Señor Dios tuyo, y no haber estado su temor en ti (Jer 2,19); mas gocéis del fruto y nombre de casta esposa, y de la corona que a las tales está aparejada.
Capítulo 8
Trato con el confesor
Debéis estar advertida que las caídas de las personas devotas no son al principio entendidas de ellos, y por esto son más de temer. Paréceles primero que, de comunicarse, sienten provecho en sus ánimas, y fiados de aquesto usan, como cosa segura, frecuentar más veces la conversación, y de ella se engendra en sus corazones un amor que los captiva algún tanto y les hace tomar pena cuando no se ven, y descansan con verse y hablarse. Tras esto viene el dar a entender el uno al otro el amor que se tienen; en lo cual, y en otras pláticas, ya no tan espirituales como las primeras, se huelgan estar hablando algún rato; y poco a poco la conversación que primero aprovecharía a sus ánimas, ya sienten que las tienen captivas, con acordarse muchas veces uno de otro, y con el cuidado y deseo de verse algunas veces, y de enviarse amorosos presentes y dulces encomiendas o cartas; las cuales cosas, con otras semejantes blanduras, como san Jerónimo dice, el santo amor no las tiene. Y de estos eslabones, de uno en otro, suelen venir tales fines que les da, muy a su costa, a entender que los principios y medios de la conversación, que primero tenían por cosa de Dios, sin sentir mal movimiento ninguno, no eran otro que falsos engaños del astuto demonio, que primero los aseguraba, para después tomarlos en el lazo que les tenía escondido. Y así, después de caídos, aprenden que «hombre y mujer no son sino fuego y estopa», y que el demonio trabaja por los juntar; y, juntos, soplarles con mil maneras y artes, para encenderlos aquí en fuegos de carne, y después llevarlos a los del infierno.
Por tanto, doncella, huid familiaridad de todo varón, y guardad hasta el fin de la vida la buena costumbre que habéis tomado, de nunca estar sola con hombre ninguno, salvo con vuestra confesor; y esto, no más en cuanto os confeséis, y aun entonces decir con brevedad lo que es menester, sin meter otras pláticas, temiendo la cuenta que de la habla que habláredes o que oyéredes habéis de dar al estrecho juez. Y tanto más habéis de evitar esto en la confesión cuanto más es para quitar los pecados hechos y no para cometer otros de nuevo, ni para enfermar con la medicina. Y la esposa de Cristo, especialmente si es moza, no fácilmente ha de elegir confesor, mas mirando que sea de muy buena y aprobada vida y fama, y de madura edad. Y de esta manera estará vuestra conciencia segura delante de Dios, y vuestra fama clara y sin mancha delante de los hombres; porque tened entendido que entrambas cosas habéis menester para cumplir con el alteza del estado de virginidad.
Y cuando tal confesor halláredes, dad gracias a nuestro Señor y obedeceldo y amaldo como a cosa que él os dio.
Mas mirad mucho que, aunque el amor sea bueno por ser espiritual, puede haber exceso en ello por ser demasiado, y puede poner en peligro al que lo tiene; porque fácil cosa es el amor espiritual pasar en carnal. Y si en esto no tenéis freno, vernéis a tener un corazón tan ocupado, como lo tienen las mujeres casadas con sus maridos e hijos. Y ya vos veis que esto sería gran desacato contra la lealtad que debéis a nuestro Señor, que por esposo tornastes. Porque, como dice san Augustín, «todo aquel lugar ha de ocupar en vuestro corazón Jesucristo, que si os casáredes había de ocupar el marido». No tengáis, pues, metido en lo más dentro de vuestro corazón a vuestro padre espiritual, mas tenelde cerca de vuestro corazón, como a amigo del desposado, no como a esposo. Y la memoria que de él tengáis, sea para obrar su doctrina, sin parar más en él, teniéndole por cosa, que Dios os dio, para que os ayudase a juntaros toda con vuestro celestial esposo, sin que él se entremeta en la junta. Y debéis estar aparejada a carecer de él con paciencia, si Dios lo ordenare, en el cual sólo ha de estar colocada vuestra esperanza y arrimo. Y lo que en san Jerónimo leemos del amor y familiaridad que entre él y santa Paula hubo, conforme a estas reglas fue. Aunque muchas cosas son lícitas y seguras a los que tienen santidad y edad madura, que no lo son a quien les falta lo uno o lo otro, o entrambas cosas. De esta manera, pues, os habéis de haber con el padre espiritual que eligiéredes, siendo tal cual os he dicho.
Mas si tal no lo halláredes, muy mejor es que os confeséis y comulguéis en el año dos o tres veces, y tengáis cuenta con Dios con vuestros buenos libros en vuestra celda, que no, por confesar muchas veces, poner vuestra fama a algún riesgo. Porque si, como dice san Augustín, «la buena fama nos es necesaria a todos para con los prójimos», ¿cuánto más necesaria será a la doncella de Cristo? La fama de las cuales es muy delicada, según san Ambrosio dice; y tanto que tener confesor a quien falte alguna calidad de las dichas, pone una mancha en su fama de ellas, que, por ser en paño tan preciado y delicado, parece muy fea, y en ninguna manera se debe sufrir. Y porque las que se contentan con decir: «No hay mal ninguno; limpia está mi conciencia», y tienen en poco la fama de su honestidad, no se pudiesen favorecer de que a la sacratísima Virgen María le hubiesen impuesto alguna infamia de aquéstas, quiso su benditísimo Hijo que ella fuese casada, eligiendo antes que lo tuviesen a él por hijo de Josef, no lo siendo, que no que dijesen los hombres alguna cosa siniestra de su sacratísima Madre, si la vieran tener hijo y no ser casada. Y, por tanto, las que estos escándalos no curan de quitar, busquen con quien se amparar, que lo que de la sacratísima Virgen María y de las santas mujeres pueden aprender es limpieza de dentro, y buena fama v buen ejemplo de fuera, con todo recatamiento en la conversación.
Y aunque de las demasiadas conversaciones ninguna cosa de éstas se siguiera, aun se debían huir; porque, con pensamientos que traen, quitan la libertad del ánima para libremente volar con el pensamiento a Dios. Y, quitándole aquella pureza que el secreto lugar del corazón, donde Cristo solo quiere morar, había de tener, parece que no está tan solo y cerrado a toda criatura como a tálamo de tan alto esposo conviene estar; ni del todo parece haber perfecta pureza de castidad, pues hay en él memoria de hombre.
Y habéis de entender que lo que se os ha dicho es cuando hay exceso en la familiaridad, o nace escándalo de ella; porque, cuando no hay cosa de éstas, no habéis de tratar con quien conviene con turbado o amedrentado corazón, porque de esto suele muchas veces nacer la misma tentación; mas tratar con una santa y prudente simplicidad, no descuidada ni maliciosa.
Capítulo 9
Remedio principal: la oración
En un capítulo pasado se dijo cuán fuerte arma es la oración, aunque no muy larga, para pelear contra este vicio. Agora sabed que, si la oración es devota, larga y tal que en ella se da el gusto, según a algunos es dado, [de] la dulcedumbre divina, no sólo la tal oración es arma para pelear, mas del todo degüella a este vicio bestial. Porque, luchando el ánima con Dios a solas, con los trazos de pensamientos y afectos devotos, por un modo muy particular alcanza de él, como otro Jacob, que la bendiga con muchedumbre de gracias y entrañable suavidad (cf. Gén 32,25-30). Y queda herida en el muslo, que quiere decir en el sensual apetito, mortificándosele de arte, que de allí adelante cojea de él; y queda viva y fuerte en las afecciones espirituales, significadas por el otro muslo que queda sano. Porque, así como el gusto de la carne hace perder el gusto y fuerzas del espíritu, así, gustado el espíritu, es desabrida toda la carne. Y algunas veces es tanta la dulcedumbre que el ánima gusta, siendo visitada de Dios, que la carne no la puede sufrir, y queda tan flaca y caída como lo pudiera estar habiendo pasado por ella alguna larga enfermedad corporal. Aunque acaece otras veces, con la fortificación que el espíritu siente, ser ayudada la carne y cobrar nuevas fuerzas, experimentando en este destierro algo de lo que en el cielo ha de pasar, cuando, de estar el ánima bienaventurada en su Dios y llena de indecibles deleites, resulte en el cuerpo fortaleza y deleite, con otros preciosísimos dotes que el Señor ha de dar.
¡Oh soberano Señor, y cuán sin excusa has dejado la culpa de aquellos que, por buscar deleite en las criaturas, te dejan y ofenden a ti, siendo los deleites que en ti hay tan de tomo, que todos los de las criaturas que se junten en uno son una verdadera hiel en comparación de ellos! Y con mucha razón, porque el gozo o deleite que de una cosa se toma es como fruto que la tal cosa de sí da. Y cual es el árbol, tal es el fruto. Y por eso el gozo que se toma de las criaturas es breve, vano, sucio y mezclado con dolor; porque el árbol de que se coge, las mismas condiciones tiene. Mas [en] el gozo que en ti, Señor, hay, ¿qué falta o brevedad puede haber, pues que tú eres eterno, manso, simplicísimo, hermosísimo, inmutable y un bien infinitamente cumplido? El sabor que una perdiz tiene es sabor de perdiz; y el gusto de la criatura sabe a criatura; y quien supiere decir quién eres tú, Señor, sabrá decir a qué sabes tú. Sobre todo entendimiento es tu ser, y también lo es tu dulcedumbre, la cual está guardada y escondida para los que te temen (Sal 30,20) y para aquellos que, por gozar de ti, renuncian de corazón el gusto de las criaturas. Bien infinito eres, y deleite infinito eres; y por eso, aunque los celestiales ángeles y bienaventurados hombres que en el cielo están, y han de estar gozando de ti, y con fuerzas dadas por ti, que no son pequeñas; y aunque muchos más sin comparación se juntasen con ellos a gozar de ti, y con mucho mayores fuerzas, es el mar de tu dulcedumbre tan sin medida que, nadando y andando ellos embriagados y llenos de tu suavidad, queda tanto más que gozar de ella que si tú, omnipotente Señor, con las infinitas fuerzas que tienes, no gozases de ti mismo, quedaría el deleite que hay en ti quejoso, por no haber quien goce de él cuanto hay que gozar.
Y conociendo tú, Señor sapientísimo, como criador nuestro, que nuestra inclinación es a tener descanso y deleite, y que un ánima no puede estar mucho tiempo sin buscar consolación, buena o mala, nos convidas con los santos deleites que en ti hay, para que no nos perdamos por buscar malos deleites en las criaturas. Voz tuya es, Señor: Venid a mí todos los que trabajáis y estéis cargados, que Yo os recrearé (Mt 11,28). Y tú mandaste pregonar en tu nombre: Todos los sedientos, venid a las aguas (Is 55,1). Y nos hiciste saber que hay deleites en tu mano derecha que duran hasta la fin (cf. Sal 15,11). Y que con el río de tu deleite, no con medida ni tasa, has de dar a beber a los tuyos en tu reino (Sal 35,9). Y algunas veces das a gustar acá algo de ello a tus amigos, a los cuales dices: Comed y bebed, y embriagaos, mis muy amados (Cant 5,1). Todo esto, Señor, con deseo de traer a ti con deleite a los que conoces ser tan amigos de él. No ponga, pues, nadie, Señor, en ti tacha que te falte bondad para ser amado, ni deleite para ser gozado; ni vaya a buscar conversación agradable ni deleitable fuera de ti, pues el gualardón que has de dar a los tuyos es decirles: Entra en el gozo de tu Señor (cf. Mt 25,23). Porque de lo mismo que tú comes y bebes, comerán ellos y beberán; y de lo mismo de que tú te gozas, ellos se gozarán. Porque convidados los tienes que coman sobre tu mesa en el reino de tu Padre (cf. Lc 22,30).
¿Qué dirás a estas cosas, hombre carnal, y tan engañado que llega tu engaño a que los sucios deleites que hay en la carne, de que gozan, y con mayor abundancia, los viles y malos hombres, y aun las bestias del campo, tienes en más que la soberana dulcedumbre que hay en Dios, de la cual gozan santos y ángeles y el mismo Dios criador de ellos? Cosa es de bestias lo que tú precias y amas; y tus pasiones bestias son; y tantas veces pones al altísimo Dios debajo los pies de tus valísimas bestias cuantas veces le ofendes por tus deleites carnales.
Huid, doncella, de cosa tan mala, y subíos al monte de la oración, y suplicad al Señor os dé algún gusto de sí (cf. Cant 8,14), para que, esforzada vuestra ánima con la suavidad de él, despreciéis los lodosos placeres que hay en la carne. Y habréis entonces compasión entrañable de la gente, que anda perdida por la bajeza de los valles de vida bestial; y espantada diréis: ¡Oh hombres, y qué perdéis, y por qué! ¡Al dulcísimo Dios, por la vilísima carne! ¿Y qué pena merece tan falso peso y medida, sino eterno tormento? Y, cierto, les será dado.
Capítulo 10
Contra la tentación de la carne
Los avisos que para remedio de esta enfermedad habéis oído son cosas que ordinariamente habéis de usar, aunque sea fuera del tiempo de la tentación.
Ágora oíd lo que habéis de hacer cuando os acometiere y os diere el primer golpe. Señalad luego la frente o el corazón con la señal de la cruz, llamando con devoción el santo nombre de Jesucristo, y decid: ¡No vendo yo a Dios tan barato! ¡Señor, más valéis vos, y más quiero a vos!
Y, si con esto no se quita, abajad al infierno con el pensamiento, y mirad aquel fuego vivo cuán terriblemente quema, y hace dar voces y aullar y blasfemar a los miserables, que ardieron acá con fuegos de deshonestidad, ejecutándose en ellos la sentencia de Dios, que dice: Cuanto se glorificó en los deleites, tanto le dad de tormento y lloro (Ap 18,7). Y espantaos de tan grave castigo, y aunque justísimo, que deleite de un momento se castigue con eternos tormentos; y decid entre vos lo que san Gregorio dice: «Momentáneo es lo que deleita, y eterno lo que atormenta».
Y, si esto no os aprovecha, subíos al cielo con el pensamiento, y represénteseos aquella limpieza de castidad que en aquella bienaventurada ciudad hay; y cómo no puede entrar allí bestia ninguna (cf. Is 35,9), quiero decir, hombre bestial, y estaos un rato allá hasta que sintáis alguna espiritual fuerza, con que aborrezcáis vos aquí lo que allí se aborrece por Dios.
También aprovecha dar con el cuerpo en la sepultura, según vuestro pensamiento, y mirar muy despacio cuán hediondas v cuáles están allí los cuerpos de hombres y mujeres.
También aprovecha ir luego a Jesucristo puesto en la cruz, y especialmente atado a la coluna y azotado, y bañado en sangre de pies a cabeza, y decirle con entrañable gemido: Vuestro virginal y divino cuerpo, Señor, tan atormentado y lleno de graves dolores, ¿y yo quiero deleites para el mío, digno de todo castigo? Pues vos pagáis con azotes, tan llenos de crueldad, los deleites que los hombres contra vuestra ley toman, no quiero yo tomar placer tan a costa vuestra, Señor. También aprovecha representar súbitamente delante de vos a la limpísima Virgen María, considerando la limpieza de su corazón y entereza de cuerpo, y aborrecer luego aquella deshonestidad que os vino, como tinieblas que se deshacen en presencia de la luz.
Mas, si sabéis cerrar la puerta del entendimiento muy bien cerrada, como se suele hacer en el íntimo recogimiento de la oración, según adelante diremos, hallaréis con facilidad el socorro más a la mano que en todos los remedios pasados. Porque acaece muchas veces que, abriendo la puerta para el buen pensamiento, se suele entrar el malo; mas, cerrándola a uno y a otro, es un volver las espaldas a los enemigos, y no abrirles la puerta hasta que ellos se hayan ido, y así se quedarán burlados.
También aprovecha tender los brazos en cruz, hincar las rodillas y herir los pechos. Y lo que más, o tanto como todo junto, es recebir con el debido aparejo el santo cuerpo de Jesucristo nuestro Señor, el cual fue formado por el Espíritu Santo, y está muy lejos de toda impuridad. Es remedio admirable para los males, que de nuestra carne concebida en pecados nos vienen. Y si bien supiésemos mirar la merced recebida en entrar Jesucristo en nosotros, tenernos híamos por relicarios preciosos, y huiríamos de toda suciedad, por honra de Aquel que en nosotros entró. ¿Con qué corazón puede uno injuriar su cuerpo, habiendo sido honrado con juntarse con el santísimo cuerpo de Dios humanado? ¿Qué mayor obligación se me pudo echar? ¿Qué mayor motivo se me pudo dar, para vivir en limpieza, que mirar con mis ojos, tocar con mis manos, recebir con mi boca, meter en mi pecho, al purísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, dándome honra inefable para que no me abata a vileza, y atándome consigo, y dedicándome a él por su entrada? ¿Cómo o con qué cuerpo ofenderé al Señor, pues en este que tengo ha entrado el autor de la puridad? ¿He comido a él, y con él a una mesa, y serle he traidor agora, ni en toda mi vida? Así es razón que se estime esta merced, para que recibamos corona en nuestra flaqueza. Mas, si mal lo recebimos, o mal de él usamos, sucede el efecto contrario, y se siente el tal hombre más poseído de la deshonestidad que antes de haber comulgado.
Y si, con todas estas consideraciones y remedios, la carne bestial no se asosegare, debéisla tratar como a bestia, con buenos dolores, pues no entiende razones tan justas. Algunos sienten remedio con darse recios y largos pellizcos, acordándose del excesivo dolor que los clavos causaron a nuestro Señor Jesucristo; otros, con azotarse fuertemente, acordándose de cómo el Señor fue azotado; otros, con tender las manos en cruz, alzar los ojos al cielo, herirse el rostro, y con otras cosas semejantes a éstas, con que causan dolor a la carne; porque otro lenguaje en aquel tiempo ella no entiende. Y este modo leemos haber tenido los santos pasados, uno de los cuales se desnudó y se revolcó por unas espinosas zarzas, y con el cuerpo lastimado y ensangrentado cesó la guerra que contra el ánima había. Otro se metió, en tiempo de invierno, en una laguna de agua muy fría, en la cual estuvo hasta que el cuerpo salió medio muerto, mas el ánima muy libre de todo peligro. Otro puso los dedos de la mano en una lumbre, y, con quemarse algunos de ellos, cesó el fuego que atormentaba a su ánima. Y un mártir, atado de pies y manos, con el dolor de cortarse con sus propios dientes la lengua, salió vencedor de aquesta pelea. Y, aunque algunas de estas cosas no se han de imitar, porque fueron hechas con particular instinto del Espíritu Santo, y no según ley ordinaria, mas debemos aprender de aquí que, en el tiempo de la guerra, en que nos va la vida del ánima, no nos hemos de estar quedos ni flojos, esperando que nos den lanzadas nuestros enemigos, mas resurtir del pecado como de la faz de la serpiente (Eclo 21,2), según dice la Escritura, y tomar cada uno el remedio con que mejor se hallare, y según su prudente confesor le encaminare.
Capítulo 11
Razón de algunas caídas
Ningún cuidado ni trabajo que por la guarda de esta limpieza se ponga, debe parecer a nadie demasiado, si sabe estimar el precio y mérito de ella y su galardón. Y pues que nuestro Señor os ha dado a entender el valor de esta joya, y os ha dado gracia para que la eligiésedes y prometiésedes, no será menester tanto deciros la excelencia de ella cuanto daros avisos de cómo no la perdáis; enseñándoos algunas causas, más de las ya dichas, por donde algunos la pierden, para que, sabidas, las evitéis, por que no la perdáis, y vos seáis perdida con ella.
Piérdenla unos por tener recias inclinaciones naturales contra ella; y por no ser importunados, ni pasar guerra contra sí mismos, tan cruel y durable, se dan maniatados a sus enemigos con miserable consejo, no entendiendo que el propósito del cristiano ha de ser morir o vencer, con la gracia de Aquel que ayuda a los que por su honra pelean.
Otros hay que, aunque no son muy tentados, tienen una vileza v pequeñez natural de corazón, inclinada a cosas bajas. Y como ésta sea una de las más viles y bajas, y que más a mano se les ofrece, encuentran luego con ella, y danse a ella como a cosa proporcionada con la bajeza y vileza de su corazón, que no se levanta a emprender aún vida de hombres regidos por razón natural; con la cual enseñado uno, dijo que en los deleites carnales no hay cosa digna de magnánimo corazón. Y otro dijo que la vida, según los deleites carnales, es vida de bestias. Porque no sólo la lumbre del cielo, mas aun la de la razón natural, condena a los que en esta vileza se ocupan, como a gente que no vive según hombres, cuya vida ha de ser conforme a razón, mas según bestias, cuya vida es por apetito. Y, si bien se mirase, podrían con mucha justicia quitar a estos tales el nombre de hombres, pues, teniendo figura de hombres, viven vida de bestias, y son verdadera deshonra de hombres.. Y no sería cosa poco monstruosa, ni que diese pequeña admiración a los que la viesen, traer una bestia enfrenado a un hombre, y llevándolo adonde ella quisiese, rigiendo ella a quien la había de regir.
Y hay tantos de éstos, regidos por el freno de apetitos bestiales, bajos y altos, que no sé si, por ser muchos, no hay quien eche de ver en ello. O, lo que más creo, es porque hay pocos que tengan lumbre para mirar qué miserable está una ánima muerta con deleites carnales, debajo de un cuerpo especialmente hermoso y de fresca edad. ¡Oh, a cuántas ánimas de éstos y de otros tiene abrasados este fuego infernal, y ni hay quien eche lágrimas de compasión sobre ellos, ni quien diga de corazón: A ti, Señor, daré voces, porque el fuego ha comido las cosas hermosas del desierto! (Jl 1,19). Que, cierto, si hobiese viudas en Naím, que amargamente llorasen a sus hijos muertos, usaría Cristo de su misericordia para los resuscitar en el ánima, como lo usó con el hijo de la otra en el cuerpo, de quien el Evangelio hace mención (cf. Lc 7,11-15). No debe dormirse el que en la Iglesia tiene oficio de orar e interceder por el pueblo con afecto de madre, por que no castigue Dios al orador y su pueblo, diciendo: Busqué entre ellos varón que se pusiese por muro y se pusiese contra mí, por que no destruyese la tierra, y no lo hallé: y derramé sobre ellos mi enojo; en el fuego de mi ira los consumí (Ez 22,30-31).
Guardaos, pues, vos de tener corazón tan pequeño y envilecido que os parezcan bien y os contenten estas vilezas. Y acordaos de lo que san Bernardo dice, que, si bien consideráredes el cuerpo y lo que sale de él, es un muladar muy más vil que cualquiera que hayáis visto. Desprecialdo de corazón con todos sus deleites, atavíos y flor, y haced cuenta que ya está en la sepoltura, convertido en una poca de tierra. Y cuando algún hombre o mujer viéredes, no miréis mucho su faz ni su cuerpo; y, si lo miráredes, sea para haber asco de él; mas enderezad vuestros ojos interiores al ánima que está encerrada y escondida en el cuerpo, en las cuales no hay diferencia de hombre a mujer; y aquella ánima engrandeced, como cosa criada de Dios, cuyo valor de una sola es mayor que de todos los cuerpos criados y por criar.
Y así, despedida de la bajeza de los cuerpos, buscad grandes bienes y emprended nobles empresas, y no menores que aposentar a Dios en vuestro cuerpo y vuestra ánima, con entrañable limpieza de corazón. Miraos con estos ojos, pues dice san Pablo: ¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? (1Cor 3,16). Y en otra parte dice: ¿No sabéis que vuestros miembros son templos del Espíritu Santo, que en vosotros está, el cual Dios os lo ha dado, y que no sois vuestros? Y pues sois comprados por precio grande, honrad a Dios en vuestro cuerpo (1 Cor 6,19-20). Considerad, pues, que, cuando recebisteis el santo baptismo, fuistes hecha templo de Dios, y consagrada vuestra ánima a él por su gracia, y vuestro cuerpo, por ser tocado con el agua santa; y de ánima y de cuerpo se sirve el Espíritu Santo, como un señor de toda su casa, moviendo a buenas obras a ella y a él. Y por eso se dice que también nuestros miembros son templo del Espíritu Santo. Grande honra nos da Dios en querer morar en nosotros, y honrarnos con verdad y nombre de templo; y grande obligación nos echa para que seamos limpíos, pues a la casa de Dios conviene limpieza (cf. Sal 93,5). Y si mirásedes que fuistes comprada, como dice san Pablo, con precio grande, que es con la vida de Dios humanado que por vos se dio, veréis cuánta razón es honrar a Dios y traerlo en vuestro cuerpo, sirviéndole con él, y no haciendo cosa en él que sea para deshonra de Dios y daño vuestro. Porque verdadera y justa sentencia es que quien ensuciare el templo de Dios lo ha de destruir Dios (1 Cor 3,16); y que no ha de haber en su templo sino cosa de su honra y de su alabanza. Y acordaos de lo que dijo san Augustín: «Después que entendí que me había Dios redimido y comprado con su sangre preciosa, nunca más me quise vender». Y añadid vos: Cuánto más por vilezas de carne.
Obra habéis comenzado de gran corazón, pues queréis tener en la carne corruptible incorrupción; y tener por vía de virtud lo que los ángeles tienen por naturaleza; y pretender particular corona en el cielo y ser compañera de las vírgines, que cantan el nuevo cantar, y acompañan al Cordero doquiera que va (Ap 14,4). Mirad vuestro título, que de presente tenéis, que es ser esposa de Cristo, y el bien que esperáis en el cielo, cuando vuestro esposo os ponga en su tálamo allá, y amaréis tanto la limpieza de la virginidad que de buena gana perdáis la vida por ella, como lo hicieron muchas vírgines santas, que, por no dejarlo de ser, pasaron martirio, y con grandeza de corazón; la cual procuró de tener, porque es muy necesaria para conservar el grande estado en que Dios os ha puesto.
Capítulo 12
Humildad, principio de castidad
Otros ha habido que han perdido esta joya de la castidad por vía de castigarles Dios, con justo juicio, en entregarlos, como dice san Pablo, en los deseos deshonestos de su corazón (Rom 1,24), como en manos de crueles sayones, castigando en ellos unos pecados con otros pecados; no incitándolos él a pecar, porque del sumo Bien muy extraño es ser causa que nadie peque; mas apartando su socorro del hombre por pecados del mismo hombre, la cual es obra de justo juez; y si justo, bueno. Y así dice la Escritura: Pozo hondo es la mala mujer, y pozo estrecho la mujer ajena (Prov 23,27); aquel caerá en él, con quien Dios estuviere enojado (Prov 22,14). No se asegure, pues, nadie con que no da enojos a Dios cerca de la castidad, si los da en otras cosas, pues que suele dejar caer en lo que el hombre no caía, ni querría, en castigo de caer en otras cosas que no debía.
Y aunque esto sea general en todos los pecados, pues por todos se enoja Dios, y por todos suele castigar, mas particularmente, como dice san Augustín, «suele castigar Dios la secreta soberbia con manifiesta lujuria». Y así se figura en Nabucodonosor, que, en castigo de su soberbia, perdió su reino, y fue alanzado de la conversación de los hombres, y le fue dado corazón de bestia, y conversó entre las bestias (cf. Dan 4,13.22.29.30), no porque perdiese la naturaleza de hombre, sino porque le parecía a él que no lo era. Y así estuvo hasta que le dio Dios conocimiento y humildad con que conociese y confesase que la alteza y reino es de Dios, y que lo da él a quien quiere (cf. Dan 4,14). Cierto, así pasa, que el hombre que atribuye a la fortaleza de su brazo el edificio de la castidad, lo echa Dios de entre los suyos, y salido de tal compañía, que era como de ángeles, mora entre bestias, con corazón tan bestial como si no hobiera amado a Dios, ni sabido qué era castidad, ni óbviese infierno, ni gloria, ni razón, ni vergüenza, tanto que ellos mismos se espantan de lo que hacen, y les parece no tener juicio ni fuerzas de hombres, sino del todo rendidos a este vicio bestial, como bestias, hasta que la misericordia del Señor se adolece de tanta miseria, y da a conocer al que de esta manera ha caído que por su soberbia cayó, y por medio de humildad se ha de levantar y cobrar. Y entonces confiesa que el reino de la castidad, por el cual reinaba sobre su cuerpo, es dádiva de Dios, que por su gracia la da y por pecados del hombre la quita.
Y este mal de soberbia es tan malo de conocer, y por eso mucho de temer, que algunas veces lo tiene el hombre metido tan en lo secreto de su corazón que él mismo no lo entiende. Testigo es de esto san Pedro (cf. Jn 13,36-38; Mc 14,29-31), y otros muchos, que estando agradados y confiados de sí pensaban que lo estaban de Dios; el cual, con su infinita sabiduría, ve la enfermedad de ellos, y con su misericordia, junta con su justicia, los cura y sana, con darles a entender, aunque a costa suya, que estaban mal agradados y mal confiados de sí mismos, pues se ven tan miserablemente caídos. Y aunque la caída es costosa, no es tan peligrosa como el secreto mal de soberbia en que estaban; porque no le entendiendo, no le buscaran remedio, y así se perdieran; y entendiendo su mal con la caída, y humillados delante la misericordia de Dios, alcanzan remedio de él para entrambos males. Y por esto dijo san Augustín que «castiga Dios la secreta soberbia con manifiesta lujuria», porque el segundo mal es manifiesto a quien lo comete, y por allí viene a entender el otro mal que secreto tenía.
Y habéis de saber que estos soberbios, unas veces lo son para consigo solos, y otras, despreciando a los prójimos, por verlos faltos en la virtud y especialmente en la castidad. Mas, ¡oh Señor, y cuán de verdad mirarás con ojos airados aqueste delicto! ¡Y cuán desgraciadas te son las gracias que el fariseo te daba, diciendo: ¡No soy malo como los otros hombres, ni adúltero, ni robador, como lo es aquel arrendador que allí está! (Lc 18,11). No lo dejas, Señor, sin castigo; castígaslo, y muy reciamente, con dejar caer al que estaba en pie, en pena de su pecado, y levantas al caído por satisfacerle su agravio. Sentencia tuya es y muy bien la guardas: No queráis condenar, y no seréis condenados (Lc 6,37). Y: Con la misma medida que midiéredes seréis medidos; y quien se ensalzare será abajado (Mt 7,2; 23,12). Y mandaste decir de tu parte al que desprecia a su prójimo: ¡Ay de ti que desprecias, porque serás despreciado! (cf. Is 33,1) ¡Oh, cuántos han visto mis ojos castigados con esta sentencia, que nunca habían entendido cuánto aborrece Dios aqueste pecado hasta que se vieron caídos en lo que de otros juzgaron, y aun en cosas peores! «En tres cosas -dijo un viejo de los pasados- juzgué a mis prójimos, y en todas tres he caído».
Agradezca
a Dios el que es casto la merced que le hace, y viva con
temor y temblor por no caer él, y ayude a levantar
al caído, compadeciéndose de él y no
despreciándolo. Piense que él y el caído
son de una masa, y que, cayendo otro, cae él cuanto
es de su parte. Porque, como dice san Augustín, «no
hay pecado que haga un hombre que no lo haría otro
hombre, si no lo rige el Hacedor del hombre». Saque
bien del mal ajeno, humillándose con ver al otro
caer; saque bien del bien ajeno, gozándose del bien
del prójimo. No sea como ponzoñosa serpiente
que saque de todo mal: soberbia en las caídas ajenas
y envidia en los bienes ajenos. No quedarán estos
tales sin castigo de Dios; dejarles ha caer en lo que otros
cayeron y no les dará el bien de que hubieron envidia.
Capítulo 13
Otros peligros de la castidad
Entre las miserables caídas de castidad que en el mundo ha habido, no es razón que se ponga en olvido la del rey y profeta David; porque, por ser ella tan miserable, y la persona tan calificada, pone un escarmiento tan grande a quien lo oyere, que no hay quien deje de temer su propia flaqueza. La causa de aquesta caída dice san Basilio que fue un liviano complacimiento, que David tomó en sí mismo, una vez que fue visitado de la mano de Dios con abundancia de mucha consolación, y se atrevió a decir: Yo dije en mi abundancia: No seré ya mudado de este estado para siempre (cf. Sal 30,7). Mas, ¡oh cuán al revés le salió! ¡Y cómo después entendió lo que primero no entendía, que en el día de los bienes que tenemos, nos hemos de acordar de los males en que podemos caer! (cf. Eclo 7,14). Y que se debe tomar la consolación divinal con peso de humildad, acompañada del santo temor de Dios, para que no pruebe lo que el mismo David luego dijo: Quitaste tu faz de mí, y fui hecho conturbado (Sal 30,8).
Otra causa de su caída nos da a entender la Escritura divina, diciendo que, al tiempo que los reyes de Israel solían ir a las guerras contra los infieles, se quedó el rey David en su casa; y andándose paseando en un corredor, miró (cf. 2 Sam 11,1-2) lo que le fue causa de adulterio y homicidio, y no de uno, mas de muchos hombres; todo lo cual se evitara si él fuera a pelear las peleas de Dios, según otros reyes lo acostumbraban, y él mismo lo había hecho otros años.
Si vos os estáis paseando cuando están recogidos los siervos de Dios, y si estáis ocioso cuando ellos trabajan en buenas obras, y si derramáis vuestros ojos con soltura cuando ellos con los suyos lloran por sí y por los otros amargamente, y si, al tiempo que ellos se levantan de noche a orar, vos os estáis durmiendo y roncando, y perdéis, por lo que se os antoja, los buenos ejercicios que solíades tener, que con su fuerza y calor os tenían en pie, ¿cómo pensáis guardar la castidad estando descuidado y sin armas para la defender, y teniendo tantos enemigos que pelean contra ella, fuertes, cuidadosos y armados? No os engañéis que, si a vuestro deseo de ser casta no acompañan obras con que defendáis vuestra castidad, vuestro deseo saldrá en vano, y acaeceros ha a vos lo que a David, pues ni sois más privilegiada que él ni más fuerte ni santa.
Y, para dar conclusión a esta materia de las causas por que se suele perder aquesta preciosa joya de la castidad, debéis saber que la causa por que Dios permitió que la carne se levantase contra la razón en nuestros primeros padres -que de allí lo heredamos nosotros- fue porque ellos se levantaron contra Dios, desobedeciendo su mandamiento. Castigóles en lo que pecaron; y fue que, pues ellos no obedecieron a su superior, no les obedeciese a ellos su inferior. Y así el desenfrenamiento de la carne, esclava y súbdita, contra su superior, que es la razón, castigo es de inobediencia de la razón contra Dios, su superior. Y, por tanto, guardaos mucho de desobedecer a vuestros superiores, por que no permita Dios que vuestro inferior, que es la carne, se levante contra vos, como permitió que Adad se levantase contra el rey Salomón, su señor, y os azote y persiga, y por vuestra flaqueza os derribe en lo profundo del pecado mortal (cf. 1 Re 11,14ss).
Y si estas cosas ya dichas, que con los ojos del cuerpo habéis leído, las habéis bien sentido con lo interior del corazón, veréis cuánta razón hay para que miréis por vos y qué hay en vos. Y porque vos no bastáis a conoceros, debéis pedir lumbre a nuestro Señor para escudriñar los más secretos rincones de vuestro corazón, porque no haya en vos algo que sepáis o que no sepáis, por lo cual se ponga a riesgo de perder, por algún secreto juicio de Dios, la joya de la castidad, que tanto importa que esté bien guardada con el amparó divino.
Capítulo 14
Remedios para ser castos
Todo lo dicho, y más que se pueda decir, suelen ser medios para alcanzar esta preciosa limpieza. Mas muchas veces acaece que, así como trayendo piedra y madera y todo lo necesario para edificar una casa, nunca se nos adereza el edificarla, así también acaece que, haciendo todos estos remedios, no alcancemos la castidad deseada. Antes hay muchos que, después de vivos deseos de ella y grandes trabajos pasados por ella, se ven miserablemente caídos o reciamente atormentados de su carne, y dicen con mucho dolor: Trabajado hemos toda la noche y ninguna cosa hemos tomado (Lc 5,5). Y paréceles que se cumple en ellos lo que dice el Sabio: Cuanto más yo la buscaba, tanto más lejos huyó de mí (Eclo 7,23-24). Lo cual muchas veces suele venir de una secreta fiducia, que en sí mismos estos trabajadores soberbios tenían, pensando que la castidad era fruto que nacía de sus solos trabajos y no dádiva de la mano de Dios. Y por no saber a quién se había de pedir, justamente se quedaban sin ella. Porque mayor daño les fuera tenerla y ser soberbios e ingratos a su Dador, que estar sin ella llorosos y humillados, y perdonados por la penitencia. No es pequeña sabiduría saber cuya dádiva es la castidad; y no tiene poco camino andado para alcanzarla quien de verdad siente que no es fuerza de hombre, sino dádiva de nuestro Señor. La cual nos enseña el santo Evangelio diciendo: No todos son capaces de esta palabra, mas aquellos a los cuales es dado por Dios (Mt 19,11). Y aunque los remedios ya dichos para alcanzar este bien sean provechosos, y debamos ejercitar nuestras manos en ellos, ha de ser con condición que no pongamos nuestra fiducia en ellos; mas hagamos con devota oración lo que David hacía y nos aconseja, diciendo: Alcé mis ojos a los montes, [de] donde me verná socorro. Mi socorro es del Señor, que hizo el cielo y la tierra (Sal 121,1-2).
Buen testigo será de esto el glorioso Jerónimo, que cuenta de sí que le ponían en tanto estrecho aquestos aprietos carnales que no le libraban de ellos ayunos muy grandes, ni dormir en el suelo, ni largas vigilias, ni estar su carne casi muerta. Y estonces, como hombre desamparado de todo socorro, y que en ningún remedio hallaba remedio, se echaba a los pies de Jesucristo nuestro Señor y los regaba con lágrimas y alimpiaba con sus cabellos en su pensamiento devoto; y aun alguna vez le acaecía dar voces a Cristo todo el día y la noche. Mas en fin era oído, y le daba Dios el deseo de su corazón, con tanta serenidad y espiritual consolación, que le parecía estar entre coros de ángeles. Así socorre Dios a los que le llaman con entera voluntad y están firmes en la guerra por él hasta que él envíe socorro.
Y no sólo debemos llamar a Dios que nos favorezca, mas también a sus santos, significados por los montes que aquí dice David (cf. Sal 121,1). Y principalmente, más que ninguno de ellos, debe ser llamada la limpísima Virgen María, importunándola con servicios y oraciones que nos alcance esta merced; las cuales Ella oye y recibe de muy buena gana, como verdadera amadora de lo que le pedimos. Especialmente he visto haber venido provechos notables por medio de esta Señora a personas molestadas de flaqueza de carne, por rezarle alguna cosa en memoria de la limpieza con que fue concebida sin pecado, y de la limpieza virginal con que concibió al Hijo de Dios. A esta Señora, pues, tomad por particular abogada para que os alcance y conserve con su oración esta limpieza. Y pensad que, si hallamos en las mujeres de acá algunas tan amigas de honestidad, que amparan con todas sus fuerzas a quien quiere apartarse de la vileza de este vicio y caminar por la limpieza de la castidad, ¿cuánto más se debe esperar de esta limpísima Virgen de vírgines, que porná sus ojos y orejas en los servicios y oraciones del que quisiere guardar la castidad, que ella tan de corazón ama?
No
os falte, pues, deseo de haber este bien; no falte fiducia
en Cristo, ni oración importuna, ni otros servicios,
como hemos dicho; que ni faltará en sus santos cuidados
ni amor para orar por vos, ni misericordia celestial para
conceder este don, que él solo lo da; y quiere que
todo hombre, a quien lo da, así lo conozca y le dé
gloria de ello, pues, según verdad, se le debe.
Capítulo 15
La castidad, don del alma
Y es de mirar con atención que este don no lo da Dios por un igual a todos, mas diferentemente, según a su santa voluntad place, porque a unos da más de él y a otros menos. A algunos da castidad en el ánima sola, que es un propósito firme y deliberado de no caer en este vicio por cosa que sea; mas con este propósito bueno tiene este tal en su ánima imaginaciones feas, y en la parte sensitiva tentaciones penosas, que, aunque no hagan consentir a la razón en el mal, aflígenla y dame que hacer en defenderse de sus importunidades. Lo cual es semejable a Moisés y a su pueblo, que, estando él en lo alto del monte en compañía de Dios, estaba el vulgo del pueblo adorando ídolos en lo bajo de él (cf. Éx 32,7-9). Y quien en este estado está, debe hacer gracias a nuestro Señor por el bien que le ha dado en su ánima, y sufrir con paciencia la poca obediencia que su parte sensitiva le tiene. Porque, así como, aunque Eva comiera sola del árbol vedado, no se cometiera el pecado original si Adán, su varón, no consintiera y comiera (cf. Gén 3,6), así mientras aquel propósito bueno de no consentir cosa mala estuviere vivo en lo más alto del ánima, no puede hacer la parte sensitiva, por mucho que coma, que haya pecado mortal, pues el varón no consiente con ella, antes le desplace y le reprehende.
En lo cual debéis estar advertida, que no dejéis que las imaginaciones o movimientos se estén en vos, sin las desechar; porque quien ve el peligro en que está con tener aquel fuego infernal dentro de sí, y la serpiente en su seno -cuánto más si ha probado otras veces que de aquello le suele venir el consentimiento en la mala obra o en aquel mal deleite- [y no lo desecha], júzgase la tal negligencia por pecado mortal, pues vio el peligro y lo amó, por no desechallo. Mas, mientras hobiere propósito vivo de no consentir en mala obra ni en mal deleite, y resistir, aunque flacamente, cuando miráis el peligro en que estáis, pensad que no os dejó nuestro Señor caer en pecado mortal. Y, porque en esto a duras penas se puede dar cierta sentencia sin información de quien lo padece, conviene informar de ello al docto confesor y tomar su consejo. Y si, con todo esto, se le hiciere de mal sufrir guerra tan continua dentro de sí, mire que con el trabajo de la tentación se purgan los pecados pasados y se anima el hombre más a servir a Dios, viendo que le ha más menester; y conocemos nuestra flaqueza, por locos que seamos, viéndonos andar a tanto peligro y en los cuernos del toro que, a dejarnos Dios un poquito de su mano, caeríamos en la espantosa hondura del pecado mortal. Y hasta que esta flaqueza sea muy de raíz confesada y experimentada, no cesarán en ti las tentaciones de la carne, que son como tormentos y golpes que te hagan confesar cómo no mora en ti este bien, si de arriba no es concedido. Y si fueres fiel siervo de Dios, mientras más tu carne te combatiere, tanto más tú con tu ánima te esforzarás a guardar tu castidad, y las tentaciones serán como golpes que te ayudarán a arraigar más en ti la limpieza; y verás las maravillas de Dios, que así como por ocasión de nuestra maldad parece mayor su bondad, así, por la flaqueza de nuestra carne, obra fortaleza en nuestra ánima, diciendo el espíritu «no» a lo que la carne le convidaba, y afirmándose de nuevo en el amor de la castidad cuantas veces la carne le convidaba a perderla. Y así, por medio de un contrario tan molesto y vil, obra Dios el otro, que es la castidad, tan precioso y tan digno.
Y
acuérdate que vale más buena guerra que mala
paz; y que es mejor trabajar nosotros por no consentir,
y dar en ello placer a nuestro Señor, que por tomar
un poco de placer bestial, que en pasando deja doblado dolor,
dar enojos a quien con todas nuestras fuerzas debemos amar
y agradar. Llámale con humildad y con fiducia, que
no dejará de socorrer a quien por su honra pelea;
que, al fin, él hará que salgas con ganancia
de aquesta pelea, y te contará este trabajo en semejanza
de martirio. Pues, como los mártires querían
antes morir que negar la fe, así tú, padecer
lo que padeces por no quebrar su santa voluntad. Y hacerte
ha compañero en la gloria con ellos, pues lo eres
acá en el trabajo. Y entretanto, consuélate
con tener en ti mismo una prueba de que amas a Dios, pues
por su amor no haces lo que tu carne apetece.
Capítulo 16
La castidad, don del alma y del cuerpo
A otros da nuestro Señor este bien de la castidad más copiosamente; porque no sólo les da en el ánima este aborrecimiento de sus deleites, mas tienen tanta templanza en su parte sensitiva y carne que gozan de grande paz, y cuasi no saben qué es tentación que les dé pena. Y esto suele ser en dos maneras: unos tienen paz y limpieza por natural complexión; otros, por elección y merced de Dios.
Los que por complexión natural, no deben de engreírse mucho con la paz que sienten, ni despreciar a quien ven tentado. Porque no se mide la virtud de la castidad por tener esta paz, mas por tener propósito firme en el ánima de no ofender en este pecado a nuestro Señor. Y si uno, siendo tentado en su carne, tiene este propósito bueno en su ánima, con mayor firmeza que el otro, que carece de aquestas guerras, más casto será éste combatido que el otro con su paz. Ni tampoco deben estos bien acomplexionados desmayarse, diciendo: «Poco hago, o gano, en ser casto», mas deben aprovecharse de su buena inclinación, eligiendo con el espíritu la castidad por agradar al Señor, a la cual su inclinación les convida. Y de esta manera servirán a Dios con lo superior de su ánima por la elección virtuosa, y con la parte sensitiva con su obediencia y buena inclinación.
Otros hay, que no por inclinación natural, mas por merced de nuestro Señor, son tan castos que en su ánima sienten entrañable aborrecimiento a aquesta vileza; y en su parte sensitiva tanta obediencia, que no va arrastrando a lo que le manda la razón, mas obedece con deleite y presteza, teniendo en entrambas entrañable paz. Este excelente estado rastrearon los filósofos, que dijeron que había algunos varones tan excelentes, que tenían sus ánimos tan purgados, que no sólo obraban el bien sin guerra de pasiones, más aún que, de muy vencidas, las tenían olvidadas; y que no sólo las pasiones no los vencían, más aún, ni los acometían. Mas esto que los filósofos hablaban y no tenían, porque sin gracia no hay verdadera virtud, los buenos cristianos lo tienen; a los cuales Dios quiere conceder este don perfecto, no ganado por fuerza de ellos, mas concedido por el fuerte y celestial Espíritu Santo suyo, el cual se da por Jesucristo nuestro Señor, a semejanza del mismo Señor, que tuvo en carne corruptible entereza de virginidad.
Este celestial Espíritu infunde perfecta castidad en los que a él place. Y hace esto, que así como lo superior del ánima está con perfecta obediencia subjetísimo a Dios, y recibe de él poderosas fuerzas y excelentísima lumbre, estando unido tan perfectamente con él y tan regido por la voluntad de él que diga el Apóstol: El que se llega a Dios, un espíritu es con él (1 Cor 6,17); así esta eficacia de Dios, que infunde fuerza y pone disposición en la parte sensitiva, hace que, dejada la bestialidad y fiereza que de su naturaleza tiene, obedezca con deleite a la razón y se le dé muy subjeta. Y, aunque en la naturaleza sean diversas, por ser una espiritual y otra sensual, mas allégase tanto la parte sensitiva a la razón, y toma tan bien su freno que anda domada y doméstica; y, aunque no es razón, anda como razonada, no impidiendo, mas ayudando al espíritu, como fiel mujer a su marido. Y así como hay ánimas de algunos tan miserablemente dadas a su carne que no se rigen por otro norte sino por el apetito de ellas, y, siendo de naturaleza espiritual, se abaten a la miserable subjeción de su cuerpo, tan transformados en su carne que se tornan encarnizadas, y parecen, en su voluntad y pensamientos, un puro pedazo de carne, así la sensualidad de estotros se junta tanto con la razón, que parece más razón que las mismas ánimas de los otros.
Dificultosa cosa de creer parece ésta; mas, en fin, es obra y dádiva de Dios, concedida por Jesucristo, su único Hijo, especialmente en el tiempo de la Iglesia cristiana; del cual tiempo estaba profetizado que habían de comer juntos lobo y cordero, oso y león (Is 11,6); porque las afecciones irracionales de la parte sensitiva, que, como fieros animales, querían tragar y maltratar el ánima, son pacificadas por el don de Jesucristo y, dejada su propia guerra, viven en paz, como dice Job: Las bestias de la tierra te serán pacíficas, y con las piedras de la región ternás amistad (Job 5,22-23). Y estonces se cumple lo que es escrito en el psalmo, que dice: Tú, hombre, unánime conmigo y guía mía, y conocido mío, que comías conmigo los dulces manjares; y anduvimos en la casa de Dios de un consentimiento (Sal 55,14-15). Las cuales palabras dice el hombre interior a su exterior, teniéndole tan subjeto que le llama de un ánima, y tan conforme a su querer que dice que comen entrambos dulces manjares, y andan en uno en la casa de Dios; porque están tan amigos que, si el interior come castidad o ora, ayuna y vela, y otros santos ejercicios, hallando mucha dulcedumbre en ellos, también el hombre exterior hace estas obras, y le saben como dulce manjar.
Mas no entendáis por aquesto que venga uno en este destierro a tener tanta abundancia de paz que no sienta algunas veces, en esto o en otras cosas, movimientos contra su razón; porque, sacando a Cristo, nuestro Redemptor, y a su Madre sagrada, no fue a otros concedido este previlegio. Mas habéis de entender que, aunque haya estos movimientos en las personas a quien Dios concede este don, no son tales ni tantos que les den mucha pena; antes, sin ponerles en estrecho de mucha guerra, ni quitarles la verdadera paz, son ligeramente por ellos vencidos. Como si viésemos en una ciudad a dos mochachos reñir, y luego se apaciguasen, no diríamos que por aquella breve contienda faltaba paz en la ciudad, si la hubiese en los restantes del pueblo. Y pues este estado confesaban los filósofos, sin conocer las fuerzas del Espíritu Santo, no sea dificultoso al cristiano confesar esto, y desearlo a gloria de la redempción de Cristo y de su poder, al cual no hay cosa imposible; de cuyo advenimiento estaba profetizado que había de haber en él abundancia de paz (cf. Sal 72,3.7). La cual llama Isaías ser como río (Is 66,12), y san Pablo dice ser sobre todo sentido (Flp 4,7).
Pues,
cuando la carne así estuviere obediente y templada,
estonces estamos bien lejos de oír su lenguaje, y
seguros de caer en la terrible maldición que echó
Diosa Adán nuestro padre, porque oyó la voz
de su mujer (Gén 3,17); antes nosotros hacemos a
ella que nos sirva y oiga nuestra voz, y, como a pájaro
encerrado en jaula, le enseñamos a hablar nuestro
lenguaje, y ella lo aprende, pues con presteza nos obedece.
De la cual larga obediencia, que a la razón tiene,
queda tan bien acostumbrada que, si algo pide, no son deleites,
sino necesidad, y estonces bien la podemos oír, según
Dios mandó a Abrahán, que oyese la voz de
su mujer Sara (cf. Gén 21,12 ), que era ya muy vieja,
y su carne tan enflaquecida y mortificada que no tenía
las superfluidades de otras mujeres de menos edad (cf. Gén
18,11); y de esta tal carne algo más podemos fiar,
oyendo lo que nos dice. Aunque no debemos tanto creerla,
que su solo dicho nos baste; mas debemos examinarla por
la prudencia del espíritu, por que la que pensábamos
estar muerta no se haga engañosamente mortecina,
y tanto más peligrosamente nos derribe cuanto por
más fiel la teníamos.
Capítulo 103
La hermosura del alma
Cosa es de maravillar que haya hermosura en la criatura que pueda atraer a los benditos ojos de Dios, para ser de él cobdiciada. Dichosa cosa es enamorarse el ánima de la hermosura de Dios; mas ni es de maravillar que la fea ame al todo hermoso, ni es de tener en mucho que la criatura ame a su Criador, pues se lo debe, y recibe de ello eterna paga. Mas enamorarse y aplacerse Dios en su criatura, esto es de maravillar y agradecer, y cosa de que tener inefable causa de gloriarse y gozarse. Si es grande honra ser uno preso por Jesucristo, y por título muy honrado se llama san Pablo, preso de Jesucristo (Ef 3,1), tiniendo en el cuerpo cadenas de hierro y en el ánima cadenas de amor, ¿qué será tener el hombre a Dios preso con el amor? Si es gran riqueza no tener corazón, por dárselo a Dios, ¿qué será tener por nuestro el corazón de Dios, el cual da él a quien da su amor, y tras el corazón da a todo sí? Porque de quien es nuestro corazón, de aquél somos sin dubda. Grandes y muchos son los bienes que la infinita y divina bondad da a los hombres; mas como no haciendo mucho caso de todos ellos, en comparación de éste. Dice Job: Señor, ¿qué cosa es el hombre, porque lo engrandecesy pones en él tu corazón? (Job 7,17). Dando a entender que, pues, por dar Dios el corazón, se da él, tanta diferencia va de dar su corazón por amor a dar otras dádivas, cuanto va de Dios a criaturas. Y, si por las otras dádivas debemos gracias, la principal causa es porque nos la[s] da con amor; y si en ellas nos debemos gozar, mucho más por hallar gracia y amor en los altísimos ojos de Dios. Ésta es la verdadera honra nuestra, de la cual nos podemos gloriar; no de que amamos nosotros a él, porque maldito es quien hace algún caso de sí, ensalzándose de las obras que hace, más de que un tan alto rey, a quien adoran todos los ángeles, quiera por su bondad amar a cosas tan bajas como somos nosotros.
Mirad, pues, doncella, si es razón de oír, y ver, e inclinar a Dios vuestra oreja, pues que el galardón de ello es que codicie Dios vuestra hermosura. Verdaderamente, aunque las palabras que manda fueran muy dificultosas, se tornaran ligeras de cumplir con tales promesas; cuánto más, siendo cosa tan poca, con el favor de su gracia, la que nos pide.
Mas diréis: ¿De dónde viene al ánima tener hermosura, pues que de sí es pecadora, y de los pecadores se escribe que es denegrida su cara más que carbones? (Lam 4,8). Si este Señor buscase hermosura de cuerpo, no es de maravillar que la hallase; porque, así como él es hermoso, crió todas las cosas hermosas, para que así fuesen algún pequeñuelo rastro de su hermosura inefable, comparada a la cual, toda hermosura es fealdad. Mas sabemos que dice David, hablando de la esposa de este gran rey, que toda la hermosura de ella consiste en lo de dentro (Sal 45,14), que es el ánima. Y esto con mucha razón, porque la hermosura del cuerpo es muy poca cosa, y puede estar en quien tenga muy fea su ánima. Pues ¿qué aprovecha ser fea en lo más, y hermosa en lo menos? ¿Qué aprovecha la hermosura en que los hombres pueden mirar, y fealdad en lo de dentro, donde Dios mira? ¡De fuera ángel, y de dentro demonio!
Y no sólo esta hermosura no aprovecha para ser amada de Dios, mas aun por la mayor parte es ocasión para ser desamada. Porque, así como la espiritual hermosura da seso y sabiduría, así la hermosura del cuerpo la suele quitar. No tiene pequeña guerra la castidad, la humildad y el recogimiento de una parte contra la hermosura del cuerpo de otra; y a muchas mujeres les fuera mejor extrema fealdad en el rostro, para no tener con quién pelear, que gran hermosura y gran liviandad, con que fueron vencidas. No por pequeño mal dice Dios a la tal ánima: Perdiste la sabiduría en tu hermosura (Ez 28,17); y en otra parte dice: Heciste abominable tu hermosura (Ez 16,25). Y dice esto, porque, cuando con la hermosura del cuerpo se junta fealdad en las costumbres, es abominable la tal hermosura, y tornada en fealdad verdadera.
Bien veo yo que, si los ánimos de los que miran las cosas hermosas, y de las que son hermosas, fuesen puros en buscar a Dios sólo en las criaturas, cuanto ellas fuesen más hermosas, tanto más claro espejo les serían de la hermosura de Dios. Mas ¿adónde está ahora quien no tenga por temer lo que la Escritura dice, que las criaturas son hechas en lazo y cepo para los pies de los necios (Sab 14,11), que son los que usan de ellas para ofensas de Dios, quedándose en ellas, siendo ellas criadas para que por ellas sirviesen a Dios y subiesen a él, como por una escalera? De estos tales era en un tiempo san Augustín; y por eso lloraba después, y decía: «Andaba yo, Señor, feo por las criaturas hermosas, que tú criaste». ¿Y adónde está la pureza de la mujer hermosa, para tanto más guardarse limpia en el ánima cuanto más hermosura ve en su cuerpo? Naturalmente huimos más de ensuciarnos cuando estamos limpios que cuando no; y hacen al contrario de esto muchas personas, que, siendo feas, no pecarían tanto, y de la misma limpieza toman ocasión de ensuciarse. Y de éstas dice la Escritura: Congo manilla de oro en el hocico del puerco, así es la mujer hermosa que es loca (Prov 11,22). Muy poca honra cataría el puerco al oro que en su hocico tuviese, y no dejaría, por mucho, que resplandeciese, de ensuciarlo y meterlo en el hediondo cieno. Así es la mujer loca, que emplea su hemosura sin algún asco en mil liviandades e hidiondeces, ya del cuerpo, ya del ánima.
Pues, si la hemosura no ayuda, antes desayuda a guardar la limpieza de la propia ánima, ¿qué pensáis que hace en las ánimas de quien la mira? ¡Oh, cuán buena cosa sería no tener ellos ojos para mirar, ni ellas pies para andar, ni manos para se hermosear, ni gana para ver ni ser vistas; pues de lo uno y de lo otro suele muchas veces salir el determinado deseo de mala cobdicia, y darse tantas puñadas mortales en sus ánimas, cuantos malos deseos determinados tuvieron! ¿Y quién los contará? ¿Qué dirán a esto los hombres perdidos, y estas miserables mujeres, hermosas al parecer, y feas según la verdad, cuando les falte la hermosura del cuerpo, por la cual tanto trabajaron, y se tornen tan hediondos sus cuerpos en las sepolturas, cuan hediondas andaban sus ánimas debajo los cuerpos hermosos, y sean así presentadas, desnudas de bienes, delante los ojos de Aquel al cual no curaron parecer bien; y sean avergonzadas de sus secretas maldades, probando por experiencia que vino el día en que Dios había amenazado, [y] echó a perder los nombres de los ídolos de la tierra? (Zac 13,2). Idolo es la mujer vana y hermosa, que quiere contrahacer a Dios verdadero; pintándose como Dios no la pintó, y queriendo que los corazones de los hombres malamente se ocupen en ella; y haciendo para ello todo lo que puede, y deseando lo que no puede. Los nombres muy mentados de éstas, destruirlos ha Dios, para que sepan que no aprovecha ser mentadas en las bocas de los hombres, si están raídas del libro de Dios.
De esta hermosura os amonesto, doncella de Cristo, que ni aun os acordéis de ella. Porque, si las mujeres vanas se pasan como quiera donde no las ve hombre, y guardan su hermosura para cuando las mire alguna muchedumbre de pueblo, o algún alto príncipe, ¿cuánto más la doncella de Cristo debe hacer otro tanto, esperando aquel día, cuando ha de ser vista de todos los ángeles, y del Señor de hombres y de ángeles, cuando parecerá mejor la faz llorosa que la risueña, y el vestido bajo que el precioso, y la virtud que la hermosura?
Mas
no penséis que basta tener vuestro corazón
limpio de esta vanidad, mas conviéneos mucho mirar
y remirar, no seáis causa que quien os mirare se
le aparte el corazón de Dios ni un solo punto. Las
vanas doncellas del mundo desean parecer bien a los hombres;
mas la de Cristo ninguna cosa debe tanto huir ni temer,
como bien parecer; porque no puede ser peor locura que desear
lo que es peligro suyo y ajeno. Acordaos de lo que san jerónimo
dice a una doncella: «Guárdate que no des alguna
ocasión de deseo malo, porque tu esposo es celoso;
y peor es ser adúltera contra Cristo que contra el
marido». Y en otra parte dice: «Acuérdate
que te he dicho que eres hecha sacrificio de Dios; y el
sacrificio da santificación a las otras cosas; y
cualquiera que de él dignamente participare será
participante en la santificación. Pues de esta manera
haz que por tu causa, como por sacrificio divino, se santifiquen
las otras con las cuales así vivas, que, quienquiera
que tocare tu vida, con el mirarte, o con el oírte,
sienta en sí la fuerza de la santificación,
y, deseándote mirar, sea hecho digno de sacrificio».
Todo esto dice san jerónimo.
Capítulo 104
La esposa del señor
De lo cual veréis que esta honra tan grande, que es ser esposa de Cristo, no anda sola, ni se ha de poseer con descuido; mas, así como es el más alto título que decirse puede, así pide mayor cuidado que otro para tenerlo como conviene. No penséis que, por no tener marido que sea hombre terreno, ya por eso habéis de vivir con descuido; mas sabed que estáis obligada a mirar más y más, cuanto vuestro esposo es mayor, cuanto más cosas son las que él os demanda. Con el marido de acá cumple la mujer con no tener tachas muy grandes; mas con el celestial Esposo no, si no le amáis con todo vuestro corazón y fuerzas. Y una palabra, y un rato ocioso, no pasará sin castigo. Y esto no os parezca pesado, porque aun acá en el mundo así pasa, que, cuanto una mujer alcanza marido más alto, está obligada a ser ella mejor. Pues, si podéis, considerad quién es aquel a quien por esposo tomastes: o, por mejor decir, quién por esposa os tomó; y veréis que aunque lo que mandase fuese pequeño, por mandarlo él, no hay mandamiento pequeño ni pecado pequeño, como san Jerónimo dice.
Y por que tal dignidad como ésta no la tengáis indignamente, y la honra no se os torne en deshonra, quiero poneros delante un dechado en que os miréis y de quien algo saquéis, que fue una doncella llamada Asela, de la cual dice san Jerónimo: «Ninguna cosa había más alegre que su gravedad, ni más grave que su alegría; ninguna cosa más suave que su tristeza, ni más triste que su suavidad. Así tenía amarillez en la cara, que, aunque fuese señal de abstinencia, no mostraba hipocresía. Su palabra callaba, y su callar hablaba. Ni muy tardo ni muy presurado su andar. Su hábito, a la continua de una misma manera. Su limpieza era sin ser procurada, y su vestido sin curiosidad, y su atavío sin atavío. Y por sola la bondad de su vida mereció que en la ciudad de Roma, donde tantas pompas hay, en la cual ser humilde es tenido por miseria, los buenos digan bien de ella, y los malos no osen murmurar de ella. Éste es el dechado que debéis mirar para lo de fuera; que, para lo de dentro, no hay sino Jesucristo puesto en la cruz, al cual tanto más os debéis conformar cuanto tenéis nombre de mayor unión con él, que es casamiento.
Capítulo 105
El señor, esposo del alma
Mas mirá no desmayéis, por la mucha santidad que vuestro título pide, temiendo más al estado que gozándoos con él. Cuando oyéredes que os amonesta cosas tan altas, no debéis derribaros, mas esforzaros. Porque, así como las cargas y mantenimiento del matrimonio no cargan principalmente sobre los hombros de la mujer, mas cumple ella con guardar bien lo que el marido trae ganado, y trabajar con su flaqueza lo que pudiere, así no penséis que os tomó el Señor por esposa para dejar sobre vuestros hombros los trabajos de mantener vuestra ánima, pues que ni vos seréis para ello, ni quiere él que la honra de ser vos la que debéis, sea vuestra. Plega a él que sepáis vos darle vuestro corazón, y responderle a sus inspiraciones que él os enviará; y que no ensuciéis, con tibieza o con soberbia o con negligencia, o con indiscretos fervores, el agua limpia que en vuestra ánima lloverá; que en lo demás vuestra ánima ha de reposar, no en confianza de vos, mas de vuestro esposo, que sabe y quiere y puede muy bien manteneros, si vos de vuestra voluntad de su casa no os vais. Y aun en las cosas que arriba os he dicho que habéis de hacer, no las esperéis de vos sola; mas pedid al mismo Señor que os ayude, que en todo lo sentiréis piadoso padre y esposo.
El estado de virginidad, que tenéis, no se debe tomar livianamente, por cualquiera devoción que venga, ni por no poder hallar casamiento con hombre; mas, como cosa en que mucho va, ha de haber mucho consejo y experiencia, y aparejo para servir a Cristo, y haberlo encomendado a Dios días y años muy de corazón, por que no se guarde negligentemente lo que livianamente se toma. Mas, cuando es tomado, como y por el fin que es razón, debe tener mucha alegría la persona que lo tuviere, porque es estado de incorrupción y estado de fecundidad. Porque así como la bendita Virgen María, que por su excelente y limpísima virginidad se llama Virgen de vírgines, y es amparadora de vírgines, dio fruto v no perdió la flor de su limpieza, así las vírgines que son de verdad vírgines, tienen fruto en su ánima y entereza en su cuerpo. Porque este celestial esposo, Cristo, no es como los de la tierra, que quitan la hermosura e integridad a sus esposas; mas es tan guardador de hermosura y tan amador de limpieza que, como dice santa Inés, «a él solo guardo mi fe, a él solo me encomiendo con toda devoción; al cual, cuando amare, soy casta; cuando lo tocare, soy limpia; cuando lo recibiere, soy virgen. Ni faltarán hijos de aquestas bodas, en las cuales hay parto sin dolor, y la fecundidad de cada día es acrecentada». Esto dice santa Inés, como quien probaba la suavidad de este celestial desposado. Porque confusión, y no pequeña, es para la doncella, que se llama esposa de Cristo, no gustar más de las condiciones y suavidad de su esposo, que si fuera una extranjera.
¡Oh cuántos dolores ahorra la virginidad, y cuántos cuidados y desasosiegos! Unos que por fuerza los trae el mismo estado del matrimonio de carne; otros que de la mala condición del marido suelen nacer. Mas acá, los hijos son gozo, caridad y paz, y otros semejables que cuenta san Pablo (Gál 5,22). El esposo, bueno, pacífico, rico, sabio y hermoso, y según la esposa dice en los Cantares, todo para desear (Cant 5,16). ¿No os parece, pues, que hace este rey gran merced a quien toma, no sólo para esclava o sirviente, mas para esposa? ¿No os parece buen trueco, parto con gozo por parto con dolor? ¿Hijos de descanso por hijos de cuidado, y que ellos traen consigo la dote, y el placer y la honra? Por cierto, como san Jerónimo dice, hablando a una madre de una doncella: «No sé por qué tienes por mal que tu hija no quiso ser mujer de un caballero por ser esposa del rey, y que te hizo a ti suegra de Cristo».
No resta, pues, doncella, sino que así os alegréis con el estado que el Señor por su bondad os dio, que tengáis cuidado de ser la que debéis; y así temáis de vuestra flaqueza que confiéis en el Señor, que acabará en vos lo que ha comenzado; para que así, ni de la merced hecha os dé alegría vana, ni el temor de lo mucho que debéis os derribe; mas entre temor y esperanza caminéis, hasta que el temor se quite con el perfecto amor, que en el cielo habrá, y la esperanza, cuando tengamos presente, y sin temor de perder, aquello que aquí en ausencia esperábamos.
DE ÁVILA, San Juan. Audi, filia. Madrid; BAC 1999, 1era edición. Capítulos 5-16 (pp.19-52) y 103-105 (pp. 321-328).